Marrakech – Garganta del Dades, 300 o 400 km.

 

 

Me despedí de Hassana con un emotivo abrazo. Estaba impresionado con el valor de esta chica, con su determinación y con su modo de enfrentarse a la vida. En absoluto es una historia única, ni la más dura, ni siquiera la más emotiva, pero me conmovió la forma en que me contó lo de los abusos a menores y ver como languidecían sus ojos al hablarme de la situación de los niños en su país.

En unos instantes ya tenía la moto cargada y lista para comenzar un nuevo día de aventuras. Carlos, como siempre, aún estaba colocando las alforjas y distribuyendo el equipaje. Yo ya me había acostumbrado a esta tardanza. Al principio me resultaba molesto el hecho de que se levantase el último siendo el que más tardaba en preparar todas sus cosas, pero a aquellas alturas del viaje ya me había acostumbrado y consideraba esos diez o quince minutos de retraso como una parte más del viaje. A veces, mientras colocaba todas las cosas en la XT, me quedaba mirándolo para ponerlo un poco nervioso. Solía surtir efecto y cuando lo notaba un poco más azorado rebajaba la presión de la mirada y simulaba que revisaba mi equipaje para que no se sintiera tan cohibido. Yo sabía que era una canallada, pero me resultaba divertido verle nervioso y hacer que se sintiera culpable. Formaba parte del ritual algunas mañanas.

En esta ocasión dejé que colocara todo su equipaje, bolsa de El Corte Inglés incluida, sin la presión añadida de mi presencia y opté por esperarlo a unos cuatrocientos metros, cerca de la central de taxis de Marrakech. Cuando llegó me dijo que todo el mundo en el riad le había exigido propina, el cocinero, la limpiadora y algún sumado más, a excepción de Hassana.

Al salir de la ciudad, cuando ya circulábamos por las grandes avenidas que dan acceso al extrarradio, en uno de los semáforos vimos que se formaba un altercado. Un conductor increpaba a otro con grandes voces y aspavientos, ya apeado del vehículo y con la puerta abierta. De repente, sus gritos comenzaron a dirigirse al cielo y comenzó a hacer genuflexiones como si estuviera rezando. Supongo que ponía a Alá por testigo de lo que allí estaba ocurriendo.

Un poco más adelante un ciclomotor yacía en el suelo y su conductor unos metros más adelante. Se estaba formando un pequeño tumulto. Nosotros, ajenos a esos avatares del tráfico citadino, salimos de la ciudad en dirección a la Garganta del Dades, buscando la carretera de las montañas.

Aún llevábamos el material que tendríamos que haber dejado en alguna escuela mauritana así que decidimos que lo dejaríamos en algún punto de la ruta ese mismo día. Yo estaba empeñado en hacer la donación en una madrassa, (escuela coránica), porque, después de curso de árabe había empatizado con la cultura y religión musulmanas. No soy creyente ni cercano a las religiones. De hecho mi paso por la iglesia católica se redujo a un par de años de monaguillo que servían para obtener pingües beneficios monetarios cada domingo, cuando hacíamos la cuestación y nos quedábamos parte del botín. Éramos como ratas campando a nuestras anchas entre cepos y limosnas. El santo vino también nos atraía más que las pías enseñanzas de los sacerdotes.

Sin embargo lo de hacer la donación en la madrassa tenía su punto de exotismo y, porqué no decirlo, un tanto snob.

Las carreteras rectas fueron quedando atrás y, poco a poco, nos vimos envueltos en una vorágine de curvas: estábamos entrando en el Atlas Medio. Rodábamos tranquilos, con mi Vstrom abriendo la marcha y con constantes paradas para sacar fotos y admirar el paisaje. El fondo verde de los valles contrastaba con las laderas, peladas de vegetación de un color ocre intenso. La carretera, con mal piso y curvas endemoniadas en algunos tramos, estaba bordeada de infinidad de adelfas, cedros, pinos… toda una ensoñación para los sentidos que volvía a emocionarme y hacerme sentir tan afortunado por tener el privilegio de estar allí. El corazón no me cabía en el pecho y, una vez más, acudió a mí esa sobreexcitación infantil que sobreviene cuando tus sentidos se saturan. Marruecos, Marruecos. El nombre del país se repetía en mi cabeza constantemente, como un mantra, mientras las flores de las adelfas se desplazaban a mi lado a un ritmo vertiginoso, al menos para una planta.

carretera al Col du Tichka

Carlos con la Yamaha XT

Descanso

En un restaurante al aire libre nos detuvimos a tomar un z
umo de naranja. Lo paladeé con fruición dejando que su sabor permaneciese en la boca un rato. Cerré los ojos y permanecimos en un silencio, tan solo roto por el mínimo ulular de una suave brisa que recorría el valle reconfortándonos.

Las curvas se fueron haciendo cada vez más pendientes mientras ascendíamos el Col du Tichka, a dos mil trescientos metros de altitud. Allí el paisaje cambió de forma drástica y los colores rojizos de las montañas dieron paso a un gris amenazante, de rocas ardientes y torrentes pétreos. Ni un árbol, ni una flor, ni un signo de vida. Tan solo piedras grisáceas que otorgaban al paisaje un cierto halo de irrealidad.

Col du Tichka

Al bajar el puerto de nuevo las montañas volvieron a sus tonos ocres y cálidos como acogiéndonos a un mundo de barro y óxido que ya nos era familiar. Los pueblos, camuflados del mismo tono que la montaña, sólo se adivinaban por algunos árboles mortecinos que aportaban una nota de color a la monotonía cromática del paisaje. Allí, en uno de esos pueblos decidí que era buen sitio para dejar mi material, pero al ser domingo la escuela estaba cerrada y para llegar a la mezquita en busca de la madrassa y del imán, se abría ante nosotros un camino pedregoso, con una bajada pronunciada. Nos resultó imposible llegar. Volvimos sobre nuestras rodadas sorteando las piedras y, de nuevo en la carretera decidimos seguir en busca de una conclusión de objetivos menos dramática.

Pueblo Ocre

Un poco más abajo una totémica torre de adobe me llamó la atención y detuve la moto para sacar unas fotos. Se trataba de una kasbah, una especie de castillo destinado a proteger la cosecha de las inclemencias y de los ataques de los bandidos. No tardó en aparecer un joven ofreciéndonos sus servicios como guía lo que motivó, de nuevo, mi animadversión a los óbolos a cambio de un mínimo servicio, la mayoría de las veces, no solicitado. Al igual que J. Buscemi en “Reservoir Dogs”, yo no creo en las propinas.

kasbah en Ighrem

Interior de la Kasbah

Nos dejamos convencer y nos abrieron el edificio para visitarlo. Bajo la luz ambarina que se colaba en el patio nos explicaron que en el edificio se reunían los hombres para solucionar conflictos, para el reparto del grano y para cualquier decisión que implicase, de forma asamblearia, a todo el pueblo. Después, a la salida, la señora que se encargaba de la kasbah en representación de la cooperativa, pretendía cobrarnos dos o tres euros por la visista. De nuevo volvía a sentirme estafado y así se lo hice saber mientras ella miraba con desdén los diez dirham que había depositado en su mano.

El chico me guió, a petición mía, hasta la madrassa donde estudiaba su hermano pequeño. Allí, comimos con los obreros que construían la torre de la mezquita, un tajine de cordero entre sacos de cemento, piedras y polvo, y allí dejé mi carga de camisetas y bolígrafos a los jóvenes estudiantes. Y allí se escucharon, una vez más, los sones de la gaita bajo la curiosa mirada de los niños, la sonrisa complaciente de los hombres y la total indiferencia de las mujeres que se afanaban, en la casa de al lado, en preparar la lana para un telar de bajo lizo.

Carlos no estuvo de acuerdo en dejar en aquel lugar su material, prefería hacerlo en una escuela laica y yo respeté su decisión sin hacer ningún comentario.

Niños de la Madrassa

gaitero en la madrassa

calles de Ighrem

Volví a la carretera por los polvorientos caminos de Ighrem Nougdal con una extraña sensación de egoísmo. Lo fútil de mi gesto sólo había supuesto quitarme un peso de encima y mi conciencia seguía en el mismo estado que antes de hacer la donación.

Largas rectas se abrieron ante nosotros y el calor, sofocante hasta entonces, comenzó a tornarse insoportable. Para aquel entonces ya había prescindido de los forros de la cazadora de cordura y del pantalón, pero, aún así, el bochorno de Ouarzazate se me había colado hasta dentro del alma. Íbamos camino de la Garganta del Dades.

Ouarzazate

El paisaje era monótono, dominado siempre por la omnipresencia de las piedras, de lo recto, de lo marrón, del calor… A veces pasábamos por algún oasis, palmerales enormes donde la temperatura descendía y la sombra nos devolvía la presencia de ánimo. Pasamos por los estudios de cine de Ouarzazate, pero el calor de la tarde hizo que ni siquiera nos planteáramos una visita de cortesía prosiguiendo nuestro camino hacia el Dades.

Nos internamos en la vega del río y descubrimos un vergel jalonado de caprichosa orogénesis que dio lugar a formaciones rocosas de belleza sin parangón. Los Dedos del Dios, unas formaciones falangiformes de arenisca rojiza, junto con plegamientos de impresionante perfección, enmarcaban los omnipresentes huertos, primorosamente trabajados, y daban al valle unas ínfulas paradisíacas. Alguna kasbah se asomaba encima de los promontorios rojos y todo parecía estar colocado allí para el disfrute del viajero.

Dades

Dedos del Gigante

Vimos muchas mujeres y niñas cargando enormes fardos de hierba o de ramas de chopo, niños en bicicleta y hombres haraganeando por doquier. La quietud del domingo no es para disfrute de las féminas en este país.

El valle comenzó a ser cada vez más estrecho y una sucesión de curvas imposibles se nos presentó en lo más estrecho. A media ladera, ascendiendo penosamente, un chico de unos veintipocos años nos hizo señas para que le lleváramos. Sin saber porqué me detuve para que se acomodara en el asiento trasero de mi moto.

Cuando llegamos a la zona alta, en una parada para sacar fotos, el joven de labio leporino, Yusef, nos dijo que él tenía un hotel donde podríamos quedarnos. Yo, miré a Carlos y, entre chanzas les dije “ tú un hohtel?… andayá!”. La verdad es que se hacía difícil creer que aquel chico desgarbado, con vaqueros raídos y una enorme mata de pelo alborotado coronando su cabeza, pudiera ser propietario de algo más que su propia existencia, si es que eso era posible. Aún así lo llevamos a su casa que resultó ser un hotel que regentaba junto con sus cinco hermanos. Allí cenamos y tocamos la gaita con los tambores bereberes y allí aprendí una hermosa canción que habla de la soledad del desierto, de la arena y de las estrellas.

“… aquí no hay playa, pero hay arena… y las estrellas…”

 

 

Estábamos en el desfiladero de Imdiacem donde la noche había apagado los sonidos y tan solo escuchabas el quejumbroso cántico de Yusef abriéndose paso por el valle y llenando de magia cada rincón del Dades.

Unos veinte coches de la policía bajaron de la zona alta del valle con sus temibles destellos azules como santa compaña fantasmagórica en alevosa nocturnidad. Ibrahim, el hermano de Yusef, nos contó que había disturbios en las montañas a causa de los pastos del ganado. El día anterior el saldo había sido de cincuenta heridos en los enfrentamientos. Las cosas se estaban poniendo difíciles entre los pastores nómadas y los diferentes grupos étnicos.

Cenamos a la luz de las velas, charlamos, fumamos y nos sentimos felices de estar viajando.

Al día siguiente intentaríamos ascender a las pistas de montaña desde la “Kasbah des Roches”, el albergue de Yusef y sus hermanos. Me quedé un poco intranquilo con lo de los disturbios.