Moto, moto y moto.

 

Poco que contar y poco que recordar sobre lo que me está pasando en el día de hoy. Quizá lo más destacable es el hecho de haber perdido la tarjeta de crédito. En realidad no la he perdido, sé dónde está. En una de las cabinas de los peajes de la autopista. Visto lo visto hubiese sido mejor continuar colándome en cada uno de ellos. Puñetera justicia cósmica!

Estoy descansando en una de las excelentes áreas de servicio de las autopistas francesas y me acaban de soplar tres euros. Se acercó a mi un tipo con pantalón corto y camiseta de tirantes, camionero, según me dijo. Tenía un problema con su teléfono móvil y necesitaba llamar a casa para que le enviaran dinero porque su tarjeta de crédito no funcionaba. Ya lo había visto antes correteando nervioso por el aparcamiento, intentando hablar con los conductores sin que nadie le hiciera ni caso. Cuando se acercó a mi y me contó toda la historieta, la adornó con calificativos despectivos hacia los franceses. “Estos hijos de puta, no quieren ayudar a nadie” “Son unos cabrones”. Su español era de primera, sobre todo en la pronunciación de “hijos de puta”. Y yo que siempre creí que era una tontería aprenderse los insultos en otro idioma. Aunque, ahora que lo recuerdo, me resultó útil para describirle a unos franceses la personalidad de un político local, allá en el pueblo.

Escuché todo lo que tenía que contarme y mirándole a los ojos con una sonrisa le solté tres euros. Antes sopesé si todo ello era un modo ingenioso de sacarle la pasta a los bisueños como yo o si, realmente, estaba en un aprieto. En cualquiera de los dos casos la situación requería los emolumentos, bien como premio al ingenio o bien para echar una mano.

“Los españoles sois la gente más de puta madre de toda Europa”

Ya hombre, ya lo se. Entre las ganas de juerga que tenemos siempre y el solecillo del solar patrio no hay nadie que nos haga sombra. Si encima te sueltan tres euros, pues aún más estupendos.

El tipo acaba de irse y me queda una sensación algo extraña; no sé si me acaba de tomar el pelo o si llevé a cabo mi buena obra del día.

Hay mucho trajín el el área de servicio. Los miro como un naturalista observa la fauna. A pesar de compartir todos la misma carretera y la misma área de descanso cada uno va a su aire. Los individuos apenas si interactúan unos con otros. Intento entablar conversación con el propietario de un Lamborghini amarillo. “Su coche es precioso”, le digo interesado. Obtengo como toda respuesta un seco, “si, es bonito”, mientrs se da media vuelta y vuelve al interior del restaurante. Mucho más que tu simpatía, pienso para mis adentros.

Mi ruta continúa, sin pena ni gloria, hacia Barcelona.

En una de las carreteras nacionales de Girona las putas me reciben encaramadas en unos tacones de escándalo. Casi todas son rubias y muestran unas piernas monumentales rematadas por minifaldas que son poco más que un exiguo trozo de tela. Comienza a llover.

Barcelona es una ciudad desierta en este domingo plomizo. He llegado por la carretera de la costa, abarrotada de naves industriales que conocieron tiempos de más actividad. A mi izquierda sigue el Mediterráneo, omnipresente y tranquilo, oculto por las vías del tren y por decenas de cables eléctricos. Es gris plúmbeo, pesado, triste.