En el bar de cubierta la música atruena con su incesante chumbachumba mientras que varios camioneros apostados de espaldas a la barra fuman de forma compulsiva y observan los cuerpos de las adolescentes tostándose al sol del Mediterráneo.

Se consume poco y se fuma mucho. Entre tanto, los pensamientos lúbricos desfilan en  la cola de la frustración. El bar de cubierta habría sido el lugar más agradable de todo el barco si no fuera por la música atronante; buena temperatura, mucha luz y hermosas jóvenes en la piscina. Como una playa pero sin arena.

En el interior, en la cafetería de una de las cubiertas, los talibanes muestran en la tele, de forma obscena, los cuerpos de dos bebés muertos por las fuerzas de la OTAN. La cruda realidad humana se eleva por encima de los pensamientos que Punset me había imbuido.

Deambulo solo por el barco y deseando llegar a tierra cuanto antes, subirme a la moto y comenzar a devorar kilómetros con avidez. Recalo en otra cafetería y la camarera, una hondureña de ojos profundos, entabla conversación. Sobrevolamos Honduras, sus gentes, su paisaje, la vida laboral en el barco… “tengo que dejarte, no se nos permite hablar con los pasajeros”.

Hay retraso para entrar en el puerto debido al tráfico. Un enorme trasatlántico abandona Chivitavecchia para seguir su crucero por el Mediterráneo. Mientras vamos de un lado a otro deseando desembarcar una señora argentina nos confunde con miembros de la tripulación. Supongo que será a causa de mi camiseta de rayas que recuerda, vagamente, a la imagen tópica de un marinero decimonónico.

Por fin, con dos horas de retraso abandonamos el barco y pisamos suelo italiano. El olor del puerto y el calor calan hondo en mi y, cerrando los ojos aspiro los nuevos aromas. El sol se muere en el mar tiñéndolo todo con los tonos ocres del ocaso. En marcha!

La autovía es estrecha y está atestada de coches. Todo el mundo parece tener prisa por llegar a alguna parte este domingo caluroso. Por momentos abro la expedición, sobre todo en los escasos momentos en que el tráfico es más fluido. El haz de luz horada la noche y, poco a poco, nos vamos internando en los suburbios de Roma.

José Luis se queda unos metros atrás y, cuando nos damos cuenta, lo perdemos de vista. Nos detenemos en el arcén y, después de una llamada infructuosa, decidimos seguir ruta. Ya somos mayorcitos para viajar solos y es cuestión de tiempo que nos volvamos a encontrar. Al engranar la primera marcha, entre la vorágine de coches, aparece la Varadero con José Luis que estrena cara de alivio.

Cerca de las once de la noche decidimos parar a dormir en un área de servicio de la autopista. No es un lugar muy idílico pero estamos cansados y mañana será un día largo.

Ni siquiera me molesto en montar la tienda de campaña. A cambio, instalo un precario tenderete con una lona amarrada a la moto. El conjunto tiene un aire muy aventurero a pesar de hallarnos en plena civilización. Después de cenar, satisfecho de mi aventura mundana, me acuesto a dormir entre el ruido de la autopista y el constante tráfico de camiones.

Estamos a sesenta kilómetros de Cassino.