El día amaneció frío y ventoso, desagradable en extremo para volver a subirme en el Vespino. Desayuné un par de tostadas con aceite mientras charlaba con el dueño del Hotel Belorado sobre peregrinos y autovías.

Mucho más fresco y animado que el día anterior, conseguí ponerme en marcha a las nueve y media de la mañana, intentando mantener la verticalidad y deseando que el frío no me atenazase en los primeros kilómetros. Siempre es lo mismo, cada vez que inicio una ruta invernal mi único deseo es no pasar frío al principio. Luego me da todo un poco igual pero es como si los primeros kilómetros marcasen el compás que va a predominar en todo el viaje. No deja de ser una manía tonta el cuestionar lo que va a dar de sí el día según lo que deparen los primeros cientos de metros pero si todo va bien al principio me siento preparado para el resto del día.
Hoy todo iba bien. La nacional 120 desierta y con un piso aceptable en la parte que me correspondía, es decir, el arcén. Hacia el Oeste veía nubes muy negras pero, confiando en mi buena estrella, supuse que no descargarían. Así, imbuido en pensamientos positivos rodé tranquilamente un buen rato, sin prestar atención al hecho de que la moto parecía un poco más perezosa que ayer. Quizá fuesen síntomas de fatiga, quizá la cercanía del Puerto de Pedraja en los Montes de Oca, o quizá era la misma tediosa marcha que el día anterior, el caso es que me estaba acostumbrando a ese lento discurrir y ya nada podía pararme.
 
 
El Puerto de Pedraja, con sus rampas del seis por ciento, resultó ser una dura prueba. Si cada cuesta, cada pequeña subida me habían parecido una muralla infranqueable que al final siempre terminada por ser rebasada, este puerto era como un castillo inexpugnable que se empeñaba en frenarnos a mi máquina y a mi. No solo el llevar el acelerador abierto a tope no era suficiente sino que, más aún, parecía que cada metro que avanzaba suponía un doloroso avance para el vespino. Desprovisto de toda elegancia adelanté a tres ciclistas en la subida, cargados peregrinos que, ellos sí, con la debida elegancia mostraban orgullosos sus progresiones a mi maltrecha montura. Decidido a no ser rebasado por una máquina de tracción humana animé al ciclomotor con los pedales y mi ayuda pareció surtir efecto para lograr la cima. Ahora si. Ahora estaba arriba y una pronunciada pendiente se abría ante mi para saborear la venganza. Embalé la moto y no dejé de acelerar ni siquiera cuando sus temblorosos gemidos parecían pedir clemencia. Corre, maldito pájaro, corre!, gritaba mentalmente lleno de rabia.
De nuevo, una fuerte pendiente dio al traste con mis ansias de volar y, de nuevo, volví a dar pedales. Así estuve durante, por lo menos, una hora hasta que los bosques de roble melojo y los pinares de los Montes de Oca quedaron definitivamente atrás para adentrarme en las penillanuras de las tierras burgalesas. Seguía costándome trabajo superar las exiguas colinas que, con la Vstrom pasarían desapercibidas, pero sabía que detrás de cada una de ellas me esperaba un llano o una bajada que recompensaría el esfuerzo de subirla.
Me estaba acostumbrando a tomar como meta el final de una recta, lo alto de una loma o, simplemente, la siguiente curva. De este modo procuraba no pensar en los muchos kilómetros que me quedaban por delante. Es curioso como, dependiendo del medio de locomoción, las distancias se encaran de forma distinta. Cuando voy caminando ya sé hasta dónde puedo llegar, ya tengo mis referencias establecidas desde hace muchos años. Cuando voy en la furgo o en la Vstrom, lo mismo. Sé que puedo realizar cientos de kilómetros diarios por las más variopintas vías en una jornada. Pero viajar en este chisme, en el Pájaro Vespino se estaba convirtiendo en toda una incógnita. Mis primeras previsiones de doscientos kilómetros diarios se estaban revelando como algo muy optimista. quizá en verano, con calorcillo, quizá con un vehículo capaz de superar con solvencia los cuarenta por hora. Definitivamente las circunstancias deberían ser otras para poder cubrir tamaña distancia.
 
 
Cerca de Burgos, quiero decir cerca geográficamente pero lejos para alguien que se desplaza
ra a mi ritmo, las nubes negras que amenazaban con descargar su ira sobre mi se fueron disipando y un sol tímido comenzó a secar la carretera y a calentarme las manos. El Vespino también pareció agradecerlo y su ritmo pareció alegrarse un poco. En ese momento mi ánimo se serenó totalmente y tuve esa hermosa sensación que a veces me sobreviene, esa certeza de saber que todo está donde tiene que estar, de que todo está en su sitio y, como no, yo en el mío. Cuando me pasa esto, no necesariamente yendo en moto, siento un gran alivio y parece que, si algún peso mental arrastro, éste te desvanece dejando en su lugar una nebulosa de tranquilidad que me va invadiendo. En ese instante, una sonrisa se me dibuja debajo del casco, más bien una media sonrisa de malévola eficacia mientras entorno los ojos y frunzo en ceño con mirada canalla: la calle es mía.
Entré en Burgos y salí como una exhalación, tan rápido como el matutino tráfico dominical me permitía para continuar, canturreando bajo el viento helado en dirección a Sahagún o, si fuese posible, a León.
 
 
El Vespino parecía volar sobre sus estrechos neumáticos de juguete y, atravesando aquellos llanos yermos y barridos mil veces por el aire, su velocidad me sabía a gloria. Él viento de cara, que tanto me había frenado durante la mañana, había cesado unos instantes y, durante unos kilómetros, solo deseé tener alas para despegar y seguir el viaje volando bajo, a un par de metros de altura.
Por fin había alcanzado el “equilibrio del viaje”. No solo el Pájaro Vespino estaba yendo como una seda sino que yo ya había asumido todas sus limitaciones y, por fin, formábamos un equipo perfectamente acoplado.
Pero lo que no sabía era que esos momentos de euforia eran el preludio de la primera contrariedad seria del camino.
A la entrada de Osorno el motor subió de decibelios de forma repentina anunciando que el escape, o bien se había soltado o bien se había roto a la altura del colector. Me detuve y comprobé que, efectivamente, se había partido en dos a la altura del colector. Con el desagradable sonido de escape libre que tan bien conocen los que viven en los populosos barrios de cualquier ciudad, me acerqué a la gasolinera para valorar la avería y ver que podía hacer.
 
 
La cosa no tenía muy buena pinta, sobre todo en domingo con todos los talleres cerrados así que, haciendo acopio de imaginación y capítulos de McGiver, decidí realizar una reparación de urgencia con una lata de cerveza que rescaté de un contenedor y unos alambres.
 
 
 
 
 
 
En menos de una hora conseguí hilvanar una chapuza que parecía que me podía sacar del paso y después de departir con los esporádicos visitantes de la gasolinera que, uno a uno, me desearon buen viaje volví a ponerme en marcha, con más escándalo que antes pero en marcha, que era lo que contaba. Eran las dos y media de la tarde y el hambre comenzaba a llamar a la puerta de mi estómago.
Aún faltaban más de cincuenta kilómetros para llegar a Sahagún, uno de los posibles finales de etapa y, poco a poco, fueron cayendo, metro a metro, a la velocidad que permitía la nueva situación del ciclomotor.
A las cuatro y media de la tarde llegué a mi destino, desechando definitivamente la idea de llegar a León, a más de setenta kilómetros por la nacional. Llegué cansado, con temblor de piernas por la postura de conducción que había mantenido en las últimas siete horas. Unos ciento setenta kilómetros y, de nuevo, el pronóstico que no se cumplía.