Essaouira – Tan-Tan

Lunes, 25 de mayo, 500 ó 600 km.

 


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Paseo en Essaouira

 

 

Por la mañana visitamos Essaouira, la antigua Mogador de los tiempos de las colonias. El día anterior apenas tuvimos tiempo de ver nada: la impresionante puesta de sol y la pizzería en la que cenamos. Nos acostamos temprano porque el sueño nos invadía galopante, pasando factura por los kilómetros del día.

Una vez más nuestra intención de salir temprano y llegar antes de la caída de la tarde a nuestro destino se ve truncada por la pereza mañanera y lo contagiados que estamos del popular dicho marroquí, “prisa mata, amigo”. Así las cosas desayunamos copiosamente en el paseo de pl aplaya donde, por un par de euros por cabeza nos atiborramos de pan con mantequilla y miel, sin olvidarnos, como siempre, del café y el omnipresente zumo de naranja. Adoro el zumo de naranja. A veces bromeo con ello y digo que podría alimentarme a base de zumo de naranja durante semanas enteras, hasta que la vitaminosis me saliera por las orejas. Lo malo es que tengo mucha pereza y por las mañanas no soy capaz de exprimir un par para el desayuno. Aquí, sin embargo, donde me lo sirven con la elegancia de quien sirve a un caballero, libo con delectación y saboreo cada sorbo como si fuera el último. Que Alláh bendiga también al zumo de naranja!

 

Desayuno en Essaouira

 

Mientras desayunamos con la somnolienta mirada puesta en la fortaleza de la isla, el camarero llama nuestra atención con grandes aspavientos: han intentado robarnos algo de las motos. Nos incorporamos de un salto pero ni siquiera llegamos a tiempo de ver a los dos hombres que hurgaban en las alforjas de la moto de Carlos. Después de una primera inspección se dio cuenta de que no le habían robado nada de importancia, solo una bolsa de plástico y la funda de una de las alforjas. Hubo suerte.

Mientras departía con el policía que se personó en menos de tres minutos en el lugar de los hechos y con dos empleados del restaurante pasó ante nosotros un hombre sucio, con el pelo alborotado y la mirada perdida. Caminaba tambaleándose y parecía, a todas luces, que estaba borracho. Al fijarme un poco más en su aspecto reparé en que llevaba el pene asomando por encima de la cremallera bajada. No es que yo sea muy pacato con los asuntos genitales, pero la visión de aquel glande rosado que coronaba su enorme y mugrienta polla, me dejó impactado para lo que restaba de mañana. El hombre se sentó a escasos metros de donde estábamos, se apoyó en la pared y se dispuso a pasar cómodamente lo que restaba de mañana con su miembro al fresco.

Después del sobresalto, (y me refiero al intento de robo), salimos de Essaouira, de nuevo al lado de la costa, bordeando el continente africano por las carreteras locales que discurren pegadas al mar. Durante muchos kilómetros fueron alternándose acantilados y pequeñas playas y gente. Mucha gente. Gente caminando, en burro, en bicicleta… la mayoría hombres jóvenes, desocupados haraganeando y sin mucha intención de hacer nada que no sea charlar y ver pasar la vida, (prisa mata, amigo).

 

 

Y prisa parece ser que era lo que me sobraba a mi porque a no muchos kilómetros de Essaouira, circulando por una solitaria carretera, secundaria donde las haya, me detuvo la policía para informarme de que circulaba a noventa y siete kilómetros por hora, cuando la velocidad permitida era de sesenta. Claro, eso lleva aparejada una multa de cuatrocientos dirham y después de solicitar, con cierta desgana, una absolución parcial por parte de los agentes, tramitaron el boletín de denuncia con el subsiguiente pago por mi parte. En realidad lo único que pensaba era que, de haber sido en España, la cosa sería muy distinta. La policía en Marruecos, al menos todos aquellos con los que me tocó entablar conversación por uno u otro motivo, (y fueron muchísimos, os lo aseguro), es bastante afable con el turista, (aquí debería decir “el viajero” para no ofender a Carlos). Tanto es así que después de tramitar la sanción nos quedamos un rato de cháchara, hablando de Marruecos, de lo divino y lo humano. Para ese momento mi francés ya era de lo más fluido y mi dicción rayana con lo perfecto. Cuando salió a colación la profesión y le dije que yo también era agente de la autoridad se deshizo en disculpas y me dijo que si volvía a tener algún encuentro con la Gendarmería Real, mencionase este hecho: no habría más multas. La que me había puesto ya no la podía quitar porque van numeradas pero entre agentes de la autoridad no nos puteamos. Y yo lo era, tal y como se podía comprobar en mi carné profesional que siempre llevo encima para que me libre de todo mal. A partir de ese momento, con mi recién adquirida inmunidad diplomática, mi conducción se volvió mucho más creativa que la de los marroquíes. La carretera ya no tenía límites para mis andanzas.

 

Puertas del Sáhara

 

Con esta nueva ventaja sobre mis compañeros cada vez se abría una distancia más grande entre Molina y yo con respecto a Carlos. Molina no disponía de carta blanca pero no parecía importarle demasiado, sobre todo habida cuenta del exiguo importe de las multas en comparación a lo que estamos acostumbrados. Pasamos por mercados al aire libre en los que los abigarrados puestos estaban atestados de frutas y verduras y por los que, de nuevo, se podían ver los más variopintos medios de trasporte, tanto de tracción animal como humana. Impresionante.

Poco a poco la costa se aleja de nosotros pero aún seguimos presintiendo su influjo tierra adentro. Detrás de las montañas de escasa altitud que se elevan a nuestra derecha está el océano. Casi sin darnos cuenta el paisaje se va tornando más árido y la presencia del árbol del argán se hace más notable. El aceite de argán es usado como alimento y como medicina y se pueden encontrar vendedores por la carretera ofreciendo su producto.

Antes de llegar a Tiznit esperamos a Carlos durante un buen rato. La XT es la más lenta de las tres motos, sobre todo desde que el respeto por los límites de velocidad por mi parte y por la de Molina se ha relajado bastante. Yo comprendía perfectamente la situación de Carlos, con una moto monocilíndrica con más de cien mil kilómetros y las limitaciones que ellos conlleva y el que no quisiera castigar la mecánica en exceso, pero ello no era óbice para no dar rienda suelta a nuestro ritmo alegre. La solución era esperarlo cada ciertos kilómetros y seguir ruta. A Carlos tampoco parecía importarle demasiado pues viajando en la cola tenía carta blanca para hacer sus paradas a sacar fotos y a tener un poco más de autonomía. Lo que no comprendía en aquel momento era su empeño por apurar el depósito al máximo y su obstinación por cargar con una lata de gasolina vacía durante todo el viaje. Coño!,- pensaba yo,- si tu moto tiene autonomía limitada llena la lata y así nunca te quedarás tirado. Por otra parte me parecía un despropósito cargar con un bidón de plástico durante miles de kilómetros y no sacarle provecho cuando cargar con uno o dos litros no supone nada. Así se lo hice saber y surgió el primer encontronazo del viaje. Pareció no gustarle demasiado mi reproche y se puso a la defensiva aduciendo que yo también llevaba mi bidón vació. Claro, mi moto tiene casi cuatrocientos kilómetros de autonomía en situación propicia y unos trescientos cincuenta normalmente. Decidí no seguir ahondando en el tema y olvidarme de la gasolina de Carlos. También es cierto que tomé la decisión de no mover ni una pestaña si en algún momento se quedaba sin combustible. No haría ni un solo kilómetro para ayudarle.

 

Descansando cerca de Agadir

 

En Tiznit paramos a llenar los depósitos y el encargado de la gasolinera entabló conversación conmigo. Yo estaba charlando con el mozo de mangueras sobre la pegatina de la moto, “pongo mi confianza en Alá”. El me decía lo bueno que era llevar eso y me mostraba su respeto por ello cuando llegó el encargado, un joven que por su barba y aspecto general parecía un estudiante del Corán, un “talibb”. Se dirigió a mi con cara seria preguntándome el porqué de llevar eso y si conocía el significado. Yo, un poco mosqueado tanto por el aspecto de mi interlocutor, tan parecido a los fanáticos que la tele nos muestra, como por el contenido de la conversación en la que se denotaba un tono de reproche más que de curiosidad o respeto. Cuando le dije que había hecho un curso de introducción a la cultura árabe y al Islam y le demostré mi interés por el orbe árabe parecía ir relajando las facciones poco a poco y fuimos entrando en una charla más distendida sobre religión, política y relaciones humanas. Al final nos dimos un sincero apretón de manos y me deseó buen viaje. Era la primera vez que hablaba con un musulmán de verdadera ortodoxia y me quedé con ganas de seguir charlando con él a pesar de la seriedad que destilaba un rostro tan joven. Calculo que tendría alrededor de veinticinco años, pero su serenidad y sus razonamientos eran los de alguien mucho mayor.

Salimos zumbando de Tiznit y Carlos volvió a quedarse atrás porque yo iba imponiendo un rito bastante rápido. Molina se veía obligado a retorcer el acelerador para darme caza entre las enormes caravanas de coches que encontramos a la salida de la ciudad. Poco a poco me fui distanciando y me encontré rodando solo en las enormes rectas que precedían a la entrada en al Sáhara Occidental. Me detuve a tomar un té en medio de ninguna parte, un anodino pueblo en el que la única noticia del día era mi llegada a la que, por otra parte, nadie prestó atención. Durante media hora aproximadamente me dediqué a tomar el delicioso té verde con delectación y a despejar mi cabeza de zumbido constante del viento en el casco. Al fin llegó Molina y, después de un refresco, nos dispusimos a continuar viaje. Para entonces nuestra motos estaban rodeadas de críos que nos pedían una moneda y se arremolinaban alrededor de las motos con mirada curiosa. Entonces pasó algo mágico. La rata de peluche, Señorita Rattenmeyer, que habita en mi moto salió al exterior y comenzó a hablar con los niños, en francés, y a decir chorradas. Les contó que vivía en la moto y que viajaba mucho allí metida desde hacía años. Mientras ella les contaba cosas y les hacía preguntas ellos miraban a mi boca porque, aún sabiendo que era yo el que hablaba, debían corroborarlo. Continué haciendo de ventrilocuo un rato más en, cuando quise darme cuenta, varios adultos se habían sumado a mi público infantil sonriendo con tanta inocencia y ternura como los niños. Un placer enorme me recorrió el cuerpo mientras se me erizaba el pelo de la nuca.

Cuando retomamos de nuevo la ruta en el interior de mi casto una sonrisa bobalicona e infantil se dibujaba iluminando las enormes llanuras camino de Tan-Tan.

Después de pasar Guelim vimos una enorme depresión rodeada de montañas. Toda aquella enormidad estaba cultivada de trigo y algunas cosechadoras, muy pocas para lo que aquella superficie ofrecía, se afanaban en su trabajo. Sin embargo era un cultivo no uniforme. En medio del trigal surgían matas de arbustos, zonas de marjales, algunos árboles dispersos… un lugar extraño.

El cielo seguí nublado y la temperatura era cada vez más baja, unos quince gradas, algo que chocaba radicalmente con la imagen que yo tenía de estos lugares predesérticos. Y pensar que mi máxima preocupación era el calor! Aún no había quitado los forros del pantalón y la chaqueta y estabamos pasando el paralelo 28.

Comenzamos a parar en los primeros controles de policía, algo que se haría habitual en nuestra estancia en el Sáhara Occidental. Al nerviosismo del primer control sucedió el tedio de otra parada y otra y otra… y así hasta el hastío. Yo llevaba la ficha con mis datos, al igual que Molina y la gestión resultaba rápida, pero Calos había obviado mi recomendación de llevar todos los datos pre
parados y los gendarmes realizaban todo el trámite a mano. El dato que más parecía importarles era la profesión, algo que nos causaba hilaridad y extrañeza por igual.

 

 

Comenzaron a aparecer, allá a lo lejos, los primeros dromedarios y el viento de costado también hizo su aparición. Sin ningún obstáculo que impidiera su avance castigaba nuestra marcha y, en algún momento, nos daba algún que otro susto, sobre todo a la hora de rebasar o cruzarse con alguno de los miles de camiones de medio tonelaje que circulan por la carretera del Sáhara. Estos camiones, de transporte de pescado mayoritariamente, se paraban en algunos puntos concretos a vaciar el agua procedente del hielo que se iba derritiendo en el interior del frigorífico. En estos lugares el hedor era insoportable, una peste a pescado podrido que parecía estar fuera de lugar. En realidad no era tan fuera de lugar pues el mar tan solo se haya a veinte o cuarenta kilómetros hacia el oeste, aunque no podamos verlo.

Con la caída del sol por detrás de la ciudad llegamos a la puerta de Tan-Tan donde otro control policial nos pide los mismos datos que en los anteriores. Allí preguntamos por un hotel económico y nos envían al Texas, otro sórdido agujero de los muchos que se pueden encontrar en Marruecos. El dueño, un anciano que se resiste a mostrar signos de decrepitud, nos contó de sus cuitas en la Guerra Civil por «donde los vascos», lugar en que perdieron la vida sus quince compañeros. Por circunstancias que no vienen al caso Molina tenbía un video de Franco en el móvil. Se trataba de uno de esos de coña en el que le imitan la voz y lo ponen a decir sandeces. El hombre, del cual no recuerdo el nombre pero supongo que Mohamed, al ver el vídeo le faltó tiempo para llamar a sus convecinos y enseñarles al Caudillo mientras besaba una moneda con su efigie. Un cuadro oiga.

Carlos aún no había hecho acto de presencia. En realidad hacía varias horas que no sabíamos nada de él. Cuando por fin apareció, casi una hora más tarde, nos contó que había comprado tabaco porque, a pesar de que no fuma, le habían dicho en Gouelim que con él se podía pagar gasolina y favores al sur de Tarfaya y que allí estaba muy caro. A mi me sonó a chufla y a estafa total pero nos quedaba la duda.

Una vez instalados nos dimos una vuelta por Tan-Tan lugar al que denominamos como el peor agujero en el culo del mundo. Comimos tajine y pollo asado en un “restaurante” de los pocos que quedaban abiertos, un lugar infecto donde los haya donde te quedabas pegado al mugriento hule que cubría la mesa. El camarero, muy alejado de la proverbial amabilidad de los árabes, arrojó las patatas fritas y el pollo sobre la bandeja usando sus garras a modo de pinzas y Molina, tendente él al escrúpulo y a la salmonera, decidió no cenar nada esa noche. Allí mismo, en el incomparable marco del restaurante más cutre de Marruecos, en el agujero inmundo que nos pareció Tan-Tan surgió la primera discusión subida de tono entre nosotros y, de nuevo, a causa de la gasolina de la XT. Volví a comentar el asunto de la garrafa y el empeño de Carlos en apurar la situación y surgieron tensiones porque él contaba con nosotros para solventar el asunto si se quedaba sin combustible sin tener en cuenta qu, en ocasiones circulabamos cincuenta o cien kilómetros por delante.

Terminada la cena y calmados los ánimos pagamos los 120 dirham de la cuenta y paseamos por la ciudad. En la noche las miradas torvas se sucedían por parte de los habitantes y en algunos lugares nos sentíamos un tanto desasosegados. Parecía como si la amabilidad que hasta ahora había caracterizado a todo el mundo hubiese desaparecido de repente. Con este panorama volvimos al Texas a descansar para continuar, al día siguiente, siempre en dirección sur.