Día 26 de mayo

Trieste – Plitvička Jezera 400 km

 


 

 

 

 

Ha transcurrido poco tiempo desde la salida del sol y estoy fuera de la tienda de campaña, en calzoncillos, descalzo sobre la hierba mojada por el rocío y dispuesto a disfrutar de otro día de kilómetros y moto. Los planes para hoy son parar en el taller de Ducati en Trieste y continuar hacia el sur, en dirección a Croacia.

En poco tiempo ya estamos en marcha, circulando por la carretera nacional hacia Trieste, con mucho tráfico y atravesando poblaciones. El sol aprieta a esta hora de la mañana ya va sobrando el forro de la chaqueta. Paramos a repostar a los pocos kilómetros de la salida y Gelucho decide que la moto va bastante bien y que no es necesario parar en el taller puesto que el problema más grave es la pata de cabra y eso no es nada. Así pues, con la mañana ganada, dejamos atrás Trieste por la circunvalación y, sin saber muy bien como, pierdo a mi compañero en una zona de obras y tráfico lento. Lo que ocurrió en realidad es que Gelucho me perdió de vista en un cruce y decidió parar en espera de acontecimientos. A poco más de cien metros de ese cruce, en la misma carretera yo estaba parado esperándolo. Le envié un mensaje al móvil y quedamos en vernos unos kilómetros más adelante, en Kozina, ya en territorio Esloveno. Lluego, como yo sabía por dónde tenía que venir, nos encontramos justo en la frontera de los dos países.

Atravesamos los bosques del sur de Eslovenia por una carretera secundaria circulando por una zona de ensueño. Las casas, el paisaje, el cielo, todo es un entorno idílico. Unos cincuenta kilómetros más adelante cambiamos de país y, a la vez, salimos de la Unión Europea. En la frontera croata un seco policía fronterizo nos sella el pasaporte y nos pide la documentación de la moto y la carta verde. Ya estamos fuera de nuestra Europa de los 27. Al fin, después de tantas horas mirando mapas y rutas estoy donde quería estar y, ciertamente, esto no se parece a nada a un mapa, está mucho más vivo.

 

 

 

 

 

Nos vamos acercando A Rijeka y, de paso, a la afamada costa croata, según he leído en decenas de ocasiones, una de las costas más bellas del mundo. Espero que cumpla las expectativas.

Después de pasar Rijeka la carretera discurre paralela a la línea de costa, muy cerca del agua. A nuestra izquierda imponentes moles de caliza blanca se yerguen majestuosas, a la derecha el agua de color verde azulado, aquí turquesa y allí azul intenso. Hay un poco de bruma y la visibilidad hacia las cercanas islas no es demasiado buena. Aún así, la costa es todo un espectáculo.

 

 

Como para romper la magia, en algún momento de la travesía, Gelucho se da cuenta de que ha perdido uno de los tornillos que sujeta la pata de cabra. No hay peligro de perderla, pero la estabilidad de la máquina en parado no es que quede comprometida, es que es imposible. La pata ya no cumple su función en estado normal a sea que con este problema, aún peor. Hay que buscar, (otra vez), un taller o una ferretería.

 

 

Estamos viajando hacia el sur, camino de Senj donde nos desviaremos en dirección este hacia el Parque Nacional de Plitvička Jezera. En carretera adelantamos a dos Yamaha de rueda gorda y, al acercarme, me percato de que son españoles. Les hago una pitada y unos aspavientos porque son los primeros motoristas de nuestro país que nos encontramos en el viaje.

Unos diez kilómetros más adelante, coincidimos en un apartadero al borde de la carretera. Los moteros son Vero y Gorka, que se han tomado un año sabático y se dirigen a Grecia para luego subir hasta Cabo Norte. Viajan en Yamaha TW 200 cc. Una moto de proporciones comedidas, la única que se ajusta a la contenida estatura de Vero.

Su historia es curiosa y llena de aventura. Han estado trabajando duro para poder tomarse un año de descanso y dedicar parte de él a viajar en moto. No puedo evitarlo y, a pesar de que yo también estoy viajando en moto, me corroe la envidia.

 

 

Quedamos en vernos en Senj o en el Parque Nacional porque nosotros viajamos más deprisa y nos despedimos. Ya no volveríamos a vernos en todo el viaje y fue una lástima porque son de esas personas con las que sientes un vínculo, con los que congenias a primera vista. Cuando vuelvan habrá que hacerles una visita para escuchar historias moteras.

Llegamos a Senj y lo primero es buscar la ferretería o el taller. Gorka nos ha dicho como se dice tornillo en inglés, pero ya se nos ha olvidado así que preguntamos, directamente, por un taller. Escuchamos las indicaciones en italiano de un parroquiano para llegar al taller pero, entre que su italiano es más bien escaso y nuestro inglés raquítico, nuestro interlocutor opta por interrumpir su descanso, coger su coche y guiarnos por todo el pueblo hasta llegar al taller Karamba, donde, caramba!, nos recibió una chica con el short más mini que se pueda imaginar. En realidad no nos recibió ella, pero yo al mecánico no le presté mucha atención.

 

 

Allí aprendimos una de las palabras que más usamos en hrvatski, el idioma de Croacia, netreva, que significa no hace falta o nada. No es que resultase muy útil la palabreja, pero tenía, en nuestros labios, una resonancia especial que nos daba un aire croata muy vacilón.

El mecánico colocó un tornillo procedente de un siniestro y no nos cobró nada. Gelu dejó una generosa propina y luego nos fuimos al super a celebrar nuestro paso por un nuevo taller.

Después de comer ya enfilamos hacia el interior por la solitaria carretera 23, en pronunciado ascenso por Senjska Draga para superar la escarpada cordillera que discurre el paralelo a la costa. La carretera es, por tramos, entre regular y mala, alternando zonas de obras que la hacen aún más interesante. Pasamos por zonas en las que quedan vestigios de la guerra: zonas despobladas y casas tiroteadas. Es nuestro primer contacto con los restos de la barbarie y la sinrazón, pero no serán los últimos, aún nos quedarían por ver zonas más sobrecogedoras en este viaje.

Al llegar a Otočac, una población grande, vemos que uno de los edificios notables del centro del pueblo está totalmente ametrallado, las cosas debieron ser duras por aquí. Nos desviamos por otra carretera infecta, la 52, que está, en su mayor parte, en obras. Esta es una zona medio despoblada en la que la mayoría de los moradores fueron desplazados o asesinados durante la guerra. Se ven granjas abandonadas aquí y allá y, en general, muy poca gente. Las zonas de prados se alternan con bosques de hayas y todo me recuerda a Asturias, con la infinita variedad de verdes. Supongo que en verano este verdor dará paso a tonos más amarillentos, pero en estas fechas todo está precioso. La temperatura, unos 25 grados, no es la peor para ir en moto.

Por estas rutas apartadas de todo tengo una extraña sensación de paz y ruedo disfrutando de cada curva, de cada recodo incluso de cada bache. La Vstrom va como una seda, sin mostrar ni un solo signo de fatiga, encarando la ruta con maestría y abriendo camino a los “intrépidos exploradores”.

 

 

Nos incorporamos a la E-71, una carretera nacional amplia y con buen piso que nos lleva al Parque Nacional. Al llegar descubrimos que acaban de cerrar la admisión de público hace diez minutos. Dudamos un rato que hacer, si acercarnos a Bihac en Bosnia, que está a treinta kilómetros o buscar un camping por la zona. La posibilidad de acampada libre las desechamos porque estamos en el interior de un parque nacional y, además de no ser correcto, no queremos arriesgarnos a una multa.

Así es como llegamos al Camping Korana, a unos quince kilómetros del parque. A pesar de ser temporada baja el camping no es barato, unos 20 € entre los dos. A cambio tenemos buenas instalaciones y la posibilidad de darnos una ducha y lavar la ropa, que ya va siendo hora de hacer limpieza en las maletas. El camping no está parcelado y es realmente bonito con multitud de zonas arboladas, colinas, hondonadas… de forma que te da la impresión de estar en pleno bosque. Cierto es que nuestra ubicación distaba mucho de ser el paisaje bucólico que era cuando llegamos.

 

 

Después de cenar, ya al oscurecer, nos tomamos unos vinos en el bar, aderezados con una “galleta maría” y, entre las risotadas más enormes de todo el viaje, nos fuimos a la tienda donde seguimos descojonándonos de risa un buen rato. Mi joint ayudaba a ello.