Orihd

Macedonia. La reina de los postres. El lago Ohrid, majestuoso, enorme. Cargado de historia y uno de los lagos más antiguos del mundo. Tanto como el Baikal o el Titicaca. Patrimonio de la humanidad desde 1978. Sus aguas son transparentes, tanto que la vista acanza, en algunos puntos, los 22 metros de profundidad. Aunque a veces la eutrofización consigue enturbiarlas.

Esta mañana está tranquilo y reposado bajo una capa de bruma lechosa. A lo lejos, en la orilla Oeste, albania parece quedar sumida en una nebulosa opaca. Quizá sea sólo un reflejo de la realidad. Desde una de las torres del castillo, mientras dejo que mi mirada se pierda en el lago, apoyo los codos en el parapeto y cierro los ojos. Macedonia. La reina de los postres. La cuna de Alejandro Magno. A mi hijo le llevo una camiseta con la imagen del hijo de Filipo, a vre si le pica la curiosidad y le apetece investigar sobre el personaje.

Dejamos las alturas de la fortaleza del siglo X y nos vamos a otro lugar Patrimonio de la Humanidad. José Manuel viene con toda la información en el GPS pero, aunque no fuera así, Antonio, el marido de nuestra posadera, nos instruyó ayer en la historia de toda la comarca.

En poco tiempo hemos ascendido con nuestras motos hasta el monasterio de San Pantaleón, construído por Clemente, un discípulo de San Cirilo. Recuerdo que Cirilo, en la película “Ágora” fue uno de los principales responsables de la muerte de la filósofa Hipatia. Muy santo pero muy cabronazo.

Este edificio, al igual que muchas construcciones religiosas, pasó de ser iglesia a mezquita, de mezquita a iglesia y de ahí a atracción turística del Lago. Aún conserva el halo de espiritualidad que se les presupone a estos lugares a pesar de que somos muchos los turistas que paseamos despreocupados por los jardines y los restos arqueológicos.. En el interior del templo suena música sacra ortodoxa que, junto con el olor a incienso, llama al recogimiento y a la oración. Es una lástima que yo no sea creyente porque en uno de estos lugares que tanto me gusta visitar probablemente encontraría la comunión con el dios al que adorase. Soy muy sentido yo para estas cosas. Muy dado al recogimiento cuando la atmósfera que me envuelve es propicia para ello.

Vuelvo a salir al calor mañanero. Regresamos a las motos. Mi Vstrom está bajo las ramas de un enorme cedro.

Ayer Antonio nos recomendó vívamente que no nos fuésemos de la región sin visitar no se qué iglesia de Struga, que está aquí al lado, a veinte kilómetros. Apenas está indicada pero, según él, con sus indicaciones no podemos perdernos.

Struga, Madedonia

 

Struga es una ciudad pequeña, de casas de planta baja y calles cuadriculadas. Reposa varada en la desembocadura del lago, un estrecho canal por el que el agua se escapa bajo unas compuertas de madera. Comemos uno de los platos más típicos de los Balcanes: el Burek. Es una especie de empanada de hojaldre rellena de carne, de queso feta, de espinacas… Un plato contundente, delicioso y que te quita el hambre para toda la tarde. En Bosnia había algo parecido que recibía el nombre de “chepavi”, un pan abierto relleno de cebolla y salchichas de cordero que nos zampamos en un desayuno épico en la ciudad de Sarajevo. Año 2008. El tiempo pasa a toda velocidad.

Cierto, con las indicaciones de Antonio no nos podíamos perder. También cierto que hubiésemos llegado sin indicaciones; el truco consiste en seguir la carretera, rodeando el lago, hasta que ésta se termina. El lugar es un tanto anodino. Un embarcadero solitario, de nueva factura, un hotel de varias estrellas, un aparcamiento desierto y tres motoristas que se miran con cara de escepticismo.

Descubro que a ninguno de los tres nos apetecía mucho venir a este lugar pero “como-no-podíamos-perderlo” pues aquí estamos. Para entrar a la iglesia en cuestión, que está excavada en la piedra, hay que pasar por el interior de un museo que no alberga ninguna pieza. Es un edificio anexo al hotel en el que se respira un incómodo silencio.

El interior de la iglesia, excavada, en parte, en un saliente de la roca es fresco y me da la impresión de que el aire es extremadamente seco.

Es un sitio extraño.

 

A media tarde salimos en dirección al Parque Nacional de Mavrovo, en el norte del país. Nuestra intención es continuar hacia Kosovo cruzando la frontera en Tetovo. A pocos kilómetros de Struga José Manuel comanda la expedición. Me gusta circular detrás de su moto. La velocidad es siempre correcta y prudente. Lo cierto es que en la mayor parte del viaje es él quien abre la marcha. Vamos guiándonos por su GPS y visitando los puntos de interés que tiene señalados. En esta ocasión perseguimos una cascada situada a poca distancia de nuestra ruta. Tomamos el desvío y llegamos a un pueblo grande, Labunishta. Es empinado y circulamos con precaución por sus callejuelas atestadas de gente. Todo el mundo nos mira. Pero no es la mirada de curiosidad a la que estoy acostumbrado cuando viajo en moto por lugares con poco turismo. Aquí las miradas denotan cierta sorpresa, desagrado. Un hombre, sentado a la puerta de un bar, se levanta a nuestro paso y nos sigue con los ojos mientras estamos en su campo de visión. Lo estoy viendo por el espejo. Me pregunto qué está pasando aquí.

Cientos de cables eléctricos pasan de un lado a otro de la calle, entre casas de dos alturas de ladrillo sin enfoscar. Todo el barrio da la sensación de estar a medio hacer, como si las obras se hubieran parado hace tiempo.  La mayoría de la población es musulmana. Esto parece un gueto. Hasta ahora la religión mayoritaria me dio la impresión de que era ortodoxa pero, según nos acercamos al norte, va cambiando. Ya hemos visto algunas mezquitas y mujeres con hiyab. Esta es la región de los refugiados albanos, de los que entraron en el país durante la guerra de Kosovo en 1999. Recuerdo que aquello tenía tintes de una crisis humanitaria con casi 400.000 albano-kosovares pasando la frontera en muy pocos días. Esto de los Balcanes si que es una macedonia de culturas, etnias y mala leche.

Vemos muchos carteles de un político gordo y con cara de corrupto.

Seguimos avanzando y cada vez hay más gente. Casi todos nos miran extrañados. A estas alturas ya nos hemos dado cuenta de que estamos llevando la dirección incorrecta, que por aquí no se va a ninguna cascada. Si acaso a que nos casquen.

Frente a nosotros aparece una multitud que grita y nos hace señas braceando agitados. Son casi todos chicos jóvenes que portan banderas y pancartas que no me entretengo en leer. El griterío va en aumento, a la par que mi nerviosismo. Me tranquilizo al ver a uno de ellos con una camiseta que pone “security”. Éste, con grandes aspavientos nos indica que nos desviemos a la derecha. Nos libramos del vocerío de los manifestantes y aparecemos ante una mezquita.

Estoy deseando salir de esta ratonera. No tengo ni idea de lo que ocurre pero por las miradas y las actitudes puedo ver que no somos bien recibidos. José Manuel le pregunta a un policía municipal por la ubicación de nuestra cascada que, a decir verdad, ya me importa bien poco.

Bajamos a la parte baja de Labunishta, evitando esta vez las callejuelas de la subida y salimos de nuevo a campo abierto. Nos cruzamos con una caravana de coches que hacen sonar el cláxon como histéricos. Van a toda leche y abre la marcha un Mercedes negro, de alta gama, con luces rojas y azules de policía camufladas en la parrilla. Supongo que el gordo con pinta de corrupto vendrá instalado en su interior, escoltado por acólitos portadores de banderas.

 La cascada

La carretera es ahora amplia y con buenas curvas. Discurre a orillas del pantano de Globochica que se encajona entre montañas de poca altura. En la otra orilla se adivinan varias casitas escondidas entre la frondosa vegetación. Parecen querer quedar disimuladas entre los árboles, escondiendo el mismo secreto de su existencia paradisíaca. Nos paramos en un apartadero, al lado mismo del agua. Dos pescadores están recogiendo los bártulos y colocándolos en el interior de un diminuto FIAT 600. Haciendo gala de mi sentido del humor les pregunto si tienen licencia de pesca. La respuesta es un titubeante “si” seguido de la indiferencia más absoluta. Intento seguir la conversación preguntando sobre el modo de obtener las licencias de pesca, si hay mucha abundancia de peces… Los dos hombres se suben en el coche y me dejan con la palabra en la boca. Se ve que no ha sido una buena jornada de pesca. Añado que me sentí un poco cretino.

Continuamos en dirección Norte, hacia el cielo encapotado y gris. La carretera avanza hacia un valle más abierto y más poblado. Otro embalse. Volvemos a parar al lado de unos chicos que están pescando unos metros más abajo. Vuelvo, como un idiota, a hacer la misma broma de la licencia de pesca, añadiendo esta vez que soy el guarda del río. Me contestan que allí no hace falta licencia, que ellos no la necesitan. Además de castigarme con su indiferencia me dicen algo más en un idioma que no comprendo pero que interpreto a la perfección: “vete a tomar por el culo”. Desde la posición de dominio en la que me encuentro, treinta metros por encima del agua, en la carretera y con la moto arrancada no me importa hacer caso omiso a las advertencias de mis compañeros de viaje sobre el peligro de vacilar a los chavales. Además, me han vacilado ellos a mi. De nuevo vuelvo a sentirme un poco cretino.

Comienzan a caer las primeras gotas y, pocos minutos, la carretera se convierte en un pequeño riachuelo al llegar a las inmediaciones de la presa.

Nos cruzamos con un grupo de seis motos con matrícula alemana. La primera lleva matrícula macedonia. Es un guía y su expedición. Siento un poco de envidia porque es un trabajo que me gustaría desarrollar. Mucho más que el mío. Seguro. Y eso que el mío no es malo: puedo volar en avioneta, trabajar con un 4×4 o con una Suzuki DRZ 400S. Pero trabajar sobre la moto siempre tiene que ser la pera. Cuando me cruzo con la policía de tráfico también pienso que es un trabajo que podría adaptarse a mis necesidades. Todo el día en la moto y sin problemas con el costo de los repuestos o la gasolina. Ésta ocupación lleva como contraprestación que hay que ejercer labores coercitivas sobre tus conciudadanos pero no todo va a ser miel sobre hojuelas.

Precisamente, hace poco, hablando sobre esto de ser policía de tráfico, alguien que tiene un conocido Guardia Civil me comentaba que es un coñazo. Que hay días que solo hacen un tramo de autopista de unos pocos kilómetros una y otra vez. Y así ocho horas. Prefiero ser guía.

Estoy abriendo la marcha. Me encanta mirar atrás y ver a mis compañeros de viaje siguiéndome con sus motos. Me siento como un líder. Es como una pequeña sensación de poder, como si una parte de su destino estuviera en sus manos. Y haciendo caso omiso de esa responsabilidad tomo la carretera equivocada y obligo a mis seguidores a hacer veinte kilómetros en dirección opuesta. Se ve que no tengo alma de jefe.

 

El día va escampando, a pesar de que ha caído un chaparrón de considerables dimensiones, nunca llueve que no pare. Ni siquiera esta vez.

 

 

Entramos en el Parque Nacional de Mavrovo bajo una llovizna fría y desagradable. Mi intención es llegar a la población de Mavrovo, donde está situada la oficina del Pa
rque y acampar en el cámping. Antes pasaremos a ver otra de las joyas patrimonio de la humanidad, el Monasterio de San Juan Bigorski, en Deba.

Al llegar al monasterio aparcamos nuestras motos a la entrada, al lado de varios coches. Inmediatamente, un vigilante de seguridad nos intercepta y, de malos modos, nos expulsa del recinto porque allí no se puede aparcar. Quedamos fuera, mirándonos y sin saber muy bien qué hacer. La tarde está cayendo y aún no tenemos muy claro dónde vamos a quedarnos a dormir. A José Manuel le apetece hacer algunas pistas aunque yo tengo mis reservas porque estamos en un parque nacional y seguramente esté prohibido acampar en cualquier parte. De hecho hemos visto algunos carteles que lo prohíben.

Consultando el mapa y el GPS decidimos hacer una pista de la parte alta del parque que, en uno de los tramos se sale de terreno protegido y podremos acampar. Sigo sin estar muy convencido pero no es cuestión de seguir con el cónclave porque quedan pocas horas de luz.

Dejamos el monasterio sin dedicarle ni una mirada más. Seguramente alberga tesoros de valor incontestable (en este caso reliquias de la Vera Cruz y trozos de algunos santos), pero lo cierto es que se ha hecho bastante tarde y a ninguno nos apetece seguir imbuyéndonos de cultura.

Nos encaminamos hacia Lazaropole, en el interior del parque y sólo a treinta y cuatro kilómetros de nuestra posición. Pensado así, en kilómetros, no parece muy lejos pero, una vez en marcha, con la lluvia acompañándonos otra vez y ascendiendo a lo alto de la montaña por una carretera estrecha y retorcida, la cosa tiene otra pinta. Cuando, por fin, ascendemos a los 1350 metros arribamos a la población que, a estas horas de la tarde, parece desierta. Tomamos la pista de tierra que, a causa de la lluvia está llena de barr y de charcos. Abre la marcha la BMW de José Manuel. Yo voy detrás, a buen paso, esquivando baches e intentando que la moto no me domine. Me acuerdo de la DRZ y lo bueno que sería tenerla ahora para volar sobre esta pista. A unos dos kilómetros de la población me detengo porque he perdido de vista la Varadero de José Luis. Apago el motor y enciendo un cigarro. José Luis se ha caído. Seguro. Si tarda otros cinco minutos más iré a buscarlo. José Manuel ha dado la vuelta y está a mi lado esperando.

Efectivamente, se ha caído. Lo vemos aparecer de pie sobre los estribos y no tarda en llegar a nuestro lado. De nuevo, cónclave. Decidimos montar las tiendas allí mismo, al lado de una fuente y con un círculo de piedras con restos de una hoguera. No somos los primero y seguramente tampoco los últimos.

Hace frío, no más de nueve grados. Mientras mis compañeros montas sus tiendas enciendo un fuego. Me cuesta hacer que arranque. Lleva todo el día lloviendo y todo está mojado. Cena de campaña alrededor del fuego y todo el mundo a la cama. Hoy ha sido un día muy largo. Aún así, me quedo un rato alimentado la hoguera. Me fumo un canuto y me regodeo en la idea de estar en Macedonia, en el monte, sentado al lado de una hoguera fumándome un canuto. Cuando salgo del bucle me voy a la cama y me duermo enseguida. Esto es vida!