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Temprano, como está siendo la tónica general de este viaje, emprendemos la marcha con dirección al parque nacional. Yo voy en pantalón corto los doce kilómetros para no hacer el recorrido por el parque vestido con la ropa de moto. Gelu decide vestirse de “romano” y realizar de esta guisa la visita al parque.

 

Hemos escogido una de las rutas cortas, de unas dos horas de duración para llegar a Split con algo de tiempo. El Parque es una de las atracciones turísticas más importantes del interior de Croacia pero a estas horas de la mañana aún está medio vacío. Nos compramos unas galletas y unos yogures después de haber adquirido las entradas y nos disponemos a realizar la visita. Nadie nos ha pedido la entrada en ninguna parte, pero estoy seguro que si decidimos ahorrarnos los quince euros por cabeza nos la hubiesen pedido. La primera parte del recorrido la hacemos en “trennino”, un tren de dos vagones arrastrado por un camión Mercedes. Al llegar arriba comenzamos el descenso por las diferentes pasarelas y senderos que nos llevarán al punto de inicio.

 

Este parque, de 33.000 has., está poblado en casi toda su superficie por bosques. Hayas, fresnos, abetos confieren a este espacio una magia difícil de describir. Pero la joya de la corona y parte visitable son los lagos, un mosaico de 16 que se comunican entre si mediante cascadas, al estar todos a diferentes alturas. En total 92 cascadas de gran belleza te van dejando atónito durante la mayor parte de recorrido.

A las diez de la mañana el sol aprieta fuerte pero Gelu aguanta estoicamente con la ropa de moto, como si el calor no fuera con él. Algunos visitantes se quedan mirándolo como a un bicho raro. No me extraña.

Al final del recorrido cruzamos el último de los lagos en un barco eléctrico y ascendemos, pesadamente hasta el punto de partida, por una enorme escalera que nos quita el resuello. Allí están nuestras motos, la mía al sol, esperando para encarar otro día de ruta croata. Me hubiese gustado quedarme algunas horas más en el parque, perderme por la frondosidad de estos bosques, no en vano declarado Patrimonio de la Humanidad en 1970, pero este viaje es cosa de dos y a Gelu el medio natural no le va tanto como a mi. Me acuerdo de Elena, mi mujer y pienso en lo mucho que habría disfrutado en este paraje sobrecogedor. Le envío un sms.

 

 

Me pongo los trastos y, como cada día, me acomodo en la Vstrom que me recibe como una madre a su hijo. Aquí sentado, con carretera abierta, con algunos miles de kilómetros por delante y en “terra incognita” vuelvo a sentir ese escalofrío placentero que, de vez en cuando, me recorre la espalda. Estoy en plena forma y deseando devorar kilómetros por carreteras desconocidas. La libertad tiene que ser algo muy parecido a esta sensación.

Para hoy la previsión es llegar a Split y una vez allí ya se
verá. Viajamos con rumbo aproximado, sin hacer ruta precisa y abiertos a los cambios por lo tanto tampoco sabemos dónde vamos a dormir esta noche.

A la salida del parque, ya en carretera, me detengo en el borde para sacar una foto a la señal de “peligro osos cruzando”, que se me antojó de un exotismo al que no me pude sustraer. Justo en ese momento, y salen en la foto, la policía croata hace acto de presencia, deteniéndose justo frente a nosotros, en el otro carril, vociferando improperios en su incomprensible lengua. En menos de diez segundos estaba sobre la moto, ya arrancada, gritándole a Gelu que arrancase y pidiendo disculpas a los policías con cara de turista idiota. Allí se quedaron, en medio de la carretera montándonos la bronca, mientras perdíamos el culo a toda leche lejos de los servidores de la ley. Luego yo me sentía avergonzado por hacer las mismas gilipolleces que hacen los turistas en mi país, deteniéndose en cualquier sitio, entorpeciendo en tráfico y, en general, tocando los huevos a los habitantes locales.

 

Después del incidente continuamos ruta atravesando la Krajina y vemos cada vez más casas abandonadas y acribilladas a balazos. No hace falta ser muy avispado para darse cuenta de que en esta zona la guerra ha sido más dura que en otras partes del país. Ya han pasado quince años, pero el pulso del horror aún se hace palpable a atravesar estos pueblos medio fantasmas. En 1991 Krajina, que formaba parte de Croacia pero con mucha población serbia, no aceptó la independencia de Croacia y proclamaron la República Serbia de Krajina, con apoyo del ejército de la, todavía no extinta, Yugoslavia.

El recién creado ejército de la Krajina, Српска Војска Крајине/Srpska Vojska Krajin, junto con la policía secreta serbia practicaron la limpieza étnica y la expulsión de croatas de forma masiva, incluso después de ser desmantelada la república y reincorporada a Croacia porque se quedaron enquistados en las estructuras de poder. El resultado de estas acciones es lo que vemos nosotros ahora: casas arrasadas, tierras de labor en las que nadie cultiva, granjas cubiertas de maleza… monumentos destinados a perpetuar la ignominia de los asesinos.

 

Me siento raro paseando por aquí, como si hubiera algo impúdico e inmoral en mi visita. Mientras fotografío las casas donde hace unos años vivían familias normales, como la mía, me siento sucio. Deseo salir de aquí cuanto antes.

A la entrada de un pueblo un cartel nos advierte para que no nos salgamos de la carretera: es zona de minas.

 

Vamos por la carretera 25, una vía de tercer orden en la que parece que somos los únicos usuarios. Durante toda la ruta vamos viendo placas conmemorativas, tumbas, lápidas a ambos lados de la carretera como constante recordatorio de la barbarie. En un collado nos detenemos en uno de estos lugares donde una humilde lápida recuerda los nombres de dos soldados checos que formaban parte del contingente de las Naciones Unidas. Pienso que han venido a morir lejos de su casa.

 

La carretera es retorcida y estrecha y el piso es bastante deslizante. Toda esta zona interior no tiene nada que envidiar, desde el punto de vista paisajístico, a la costa. Nosotros, que somos de interior y de campo para más señas, nos sentimos mucho más identificados con este paisaje que, poco a poco, conforme nos acercamos a la costa, va cambiando y tornándose más mediterráneo. Pasamos la antigua frontera del imperio austrohúngaro y avistamos, de nuevo, la costa dálmata llegando, en poco tiempo a Karlobag. Aquí comimos a base de burek y fruta, después de lo cual hubo una siesta importante en una plaza con buena sombra.

 

En algún punto antes de Zadar nos incorporamos a la autopista para llegar temprano a Split, nuestro destino en el día de hoy. Este tramo se me hace aburrido, realmente tedioso circulando por estas rectas interminables con tráfico nulo. Después de poco más de hora y media llegamos a Split donde a punto estoy de sufrir un accidente al comerme una mediana. Después de un par de vueltas por la ciudad, mucho más grande de lo que yo me imaginaba, el GPS demostró su utilidad guiándonos por la urbe. El aparato, comprado de segunda mano en una web francesa, ha resultado ser mucho más útil de lo que yo creía. Lo he crackeado y me bajo mapas del Emule con lo que tengo cartografía de toda Europa a precio de saldo. Además es bastante rápido recalculando recorridos.

Split es, por encima de otras consideraciones, el Palacio de Diocleciano, un entramado de calles y casas construidas en el interior de la fortaleza del César, fundiéndose como una amalgama de piedras. Aquí recalaron, huyendo de guerras y pillaje, gentes del norte que se instalaron en el interior de la fortaleza, ya abandonada en aquel entonces. Aparcamos las motos en una zona reservada para ellas a la misma puerta del Palacio y nos adentramos en los sótanos, convertidos ahora en una zona comercial en la que decenas de tiendas ofrecen recuerdos a los turistas. Nos compramos una pegatina para la moto.

 

 

 

 

Después de callejear sin rumbo encontramos un cíber y allí les escribo un correo a Elena y a Martín, que a sus nueve años se maneja con el correo electrónico con más soltura que nadie. Admiramos las distintas plazas, los palacios, las calles de esta curiosa ciudad y al fin llega la hora de mostrar nuestro arte en territorio croata. Nos instalamos en el paseo del puerto que a estas horas bulle de paseantes y turisteo en general. Con cierta timidez comenzamos a desgranar las primeras notas del “Romance de Santa Clara”, el “Pasodoble da Fonsagrada” o la “Muñeira de Grandas” y al mismo tiempo la gorra que he dejado tirada en el suelo comienza a llenarse de kunas, la moneda oficial de Croacia.

Nuestro amigo Mario, (http://www.sobrecroacia.com), nos había dicho que los croatas gustan de este tipo de música, pero no me imaginaba que nos iban a llenar la gorra de dinero tan rápidamente.

Ya ha caído la noche y tenemos que ir pensando en buscar cobijo para dormir. No sabemos si el Split hay albergue porque, como decía Gelu en tonillo quedón “ALGUIEN perdió el mapa de los albergues en la autopista”, (como si yo necesitase algo de eso). Salimos de la ciudad en busca de un camping o, en su defecto, un lugar discreto para montar la tienda de campaña. Decidimos conducir de noche y acercarnos un poco a Brela donde se encuentra la playa de Punta Rata, considerada por la revista Forbes como la mejor del mundo y a solo cincuenta kilómetros de distancia. Por el camino vemos muchos sobes, (alojamientos de particulares), y hoteles, pero ningún camping. Tengo la playa marcada en el GPS y al llegar a Brela me dirijo hacia ese punto con la vana esperanza de encontrar una esquina donde montar el campamento. En lugar de eso damos vueltas y más vueltas por un pueblo escarpado, con calles de pendiente imposible, sin un alma por la calle y sin ningún acceso a la vista para llegar a la playa. Dos o tres veces fuimos a parar al mismo lugar, un callejón sin salida a media ladera desde el que se veía el Adriático pero ningún acceso al mar. Desde una de las ventanas un vecino nos mira como a sospechosos apostado detrás de la cortina A las doce de la noche, cansados por un día de viaje, decidimos olvidarnos de Punta Rata y seguir buscando un camping. En Brela nos indican uno a diez kilómetros y cuando, después de varias vueltas llegamos allí, había cerrado la recepción minutos antes. Allí no quedaba nadie. Yo hubiese montado la tienda, como si nada y, al día siguiente solucionar el asunto con los del camping, pero Gelucho, con su proverbial prudencia, descartó la opción de forma automática. En lugar de eso nos internamos por una infecta pista forestal en la oscura noche croata buscando donde caernos muertos. El monte, bastante pendiente, resultó estar lleno de rocas y pinos y, al poco rato, estábamos de nuevo en la carretera, buscando un hotel.

Deshaciendo el camino andado recalamos de nuevo en Brela y, mientras yo vigilaba las motos, Gelu fue a buscar un sobe o una pensión de mala muerte. Yo me entretuve con la bota de vino rebosante de buen caldo dálmata y al rato llegó Gelu con un ser vestido con chanclas y bermudas y, todo hay que decirlo, con evidentes síntomas de embriguez. Resulta que el interfecto nos alquilaba una habitación en casa de su abuela al módico precio de 300 kunas. Al fin, después de varias horas de búsqueda, íbamos a
alojarnos decentemente. Se fueron a ver la habitación y al regreso, Davor, que así se llamaba nuestro anfitrión, nos llevó hasta el bar para gastar en bebida lo que le habíamos pagado.

Mi name is Davor, – me dijo, – but my nickname is “Galinas” – y acto seguido se puso a cacarear para asegurarse de que habíamos entendido bien su apodo. Cuando lo oímos reír comprendimos perfectamente el porque de su sobrenombre.

Al entrar en el bar Davor alzó en su mano las 300 kunas y dijo algo en croata que podría ser interpretado como “barra libre que pagan los guiris” porque la totalidad de los parroquianos se descojonaba de risa. Gelu y yo salimos a tomar la cerveza lejos de aquellas risotadas, al menos para no estar presentes mientras se reían con estruendo. Me sentí totalmente ridículo y si no fuera porque el joven croata tenía nuestro dinero hubiese optado por largarme a toda leche y dormir en una acera. Detrás de nosotros vino Davor con más cerveza y sus colegas. Empezamos a charlar en inglés y, poco a poco, nosotros también comenzamos a reírnos y a disfrutar con nuestros nuevos colegas. Nano, nieto de italiano y yo, nos contamos media vida el uno al otro y al final, después de huna hora de charla y cerveza, fuimos a llevar las motos a casa de la abuela. Para llegar decidimos hacer una carrera de motos en la zona peatonal, con la particularidad de que a esas horas, si arrancábamos el motor sería un “big disaster” y a Davor su abuela le cortaría la cabeza. Ya era suficiente el hecho de haberlo mandado a pintar la barca y que que lo único que había hecho fuese el comprar la brocha por la tarde. Aún la tenía en el bolso. Así las cosas, ellos empujaban las motos mientras nosotros conducíamos. Yo animaba a Nano al que oía resoplar mientras empujaba como loco. Davor empujaba la Ducati pero, como su sentido de la verticalidad era más precario, mi Vstrom ya le sacaba un cuerpo de ventaja. Obviamente Nano y yo ganamos la carrera.

Después un poco más de charla, un mucho de vino y el último joint del viaje me llevó en volandas a la cama. Davor nos devolvió cien kunas porque, según Nano, era un “croatian cavalieri”.

Mañana a Dubrovnik por la costa pero antes veremos la famosa Punta Rata.