La noche anterior, justo antes de irse a la cama, Molina me había dicho que se iba, que volvía a España y aprovecharía para realizar unas visitas por el Andalucía. No necesité preguntarle más para saber que se trataba de una cortesía que implicaba al sexo femenino. La verdad es que me entristeció un poco su partida porque en todo momento sentí que conectamos correctamente y que estábamos en una órbita muy parecida. Con Carlos no tenía esa sintonía tan clara, aún a pesar de llevarnos bastante bien en lo que iba de viaje.

De modo que aquel domingo, cuando nos levantamos, Jose ya se había ido en dirección norte. Supusimos que volvería a parar en Kenitra para quedar con Zacariah para aprovechar sus últimos días en Marruecos.

Después de desayunar copiosamente, con el omnipresente zumo de naranja incluido, Carlos y yo esperamos durante un buen rato a Mohamed, el guía que habíamos contratado el día anterior para conocer la Medina y lo más importante de la ciudad. Llegó casi una más tarde de lo previsto, cuando el sol ya comenzaba a apretar e inmediatamente realizamos la inmersión en las callejuelas del barrio, solitarias en la mañana del domingo. La primera visita fue al mercado del barrio, un sinfín de callejuelas laberínticas repletas de gente que contrastaban con la tranquilidad de las calles más alejadas del centro. El guía nos llevó a una tienducha “de confianza” donde podríamos comprar sin temor a ser engañados. Tanto Carlos como yo teníamos bastante claro que no íbamos a comprar nada que no nos apeteciera o cualquier cosa que nos pareciera cara y en la tienda no hicimos ningún gasto con la consiguiente mala cara del tendero. Es increíble como esta gente intenta vender por todos los medios. Primero te invitan al té, luego se desviven enseñándote todos los productos, en este caso, farmacopea, hierbas y todo tipo de remedios caseros. Salimos de allí y continuamos nuestro periplo por el laberinto de la medina para dirigirnos, tras Mohamed, a los mercados bereber y tuareg. Yo ya no me creía nada a estas alturas del viaje y aunque no lo mostrase abiertamente, era bastante escéptico con la ruta turística.

Llegamos al mercado bereber y allí, por fortuna, no había ningún turista. En cambio nos encontramos con una frenética actividad fabril y cientos de personas que compraban y vendían cosas de lo más variopinto. Primero una especie de rastro donde la chatarra y lo inservible se amontonaba en inverosímiles puestos. Luego nos internamos entre carpinterías y tallistas de madera en las que niños de apenas doce años se afanaban en construir puertas o lijar mesas de muy bella factura. Lo cierto es que se respiraba autenticidad y actividad sin fin, en cada esquina descubríamos un nuevo taller, una nueva factoría de apenas unos metros cuadrados poblada por tres o cuatro operarios que se afanaban en la construcción de cualquier cosa. De allí a la zona de los alfareros con los cacharros de barro secándose al sol antes de pasar al horno a cocerse.

Mohamed caminaba deprisa, desenvolviéndose con soltura por aquel maremagnum de callejuelas cubiertas, esquivando paquetes, cajas de carón, maderas, cacharros… y nosotros a la zaga, intentando no perderlo de vista y sorprendiéndonos en cada rincón con una nueva cosa absurda o un oficio sorprendente.

Poco a poco aparecimos en el lugar donde los tuareg tienen su zona en el mercado. Una cuadra miserable a la entrada se nos presentó como el lugar donde las caravanas del desierto dejaban a los camellos y las mercancías, aún a pesar de que muchas de ellas vienen, en realidad, del desierto de China, Taiwán o cualquier otro lugar desde el que se exportan los productos de ínfima calidad y bajo precio. En aquel miserable patio, un burro hocicaba con aburrimiento en un montón de basura en busca de un brizna de hierba. Mientras, dos estúpidos turistas españoles nos quedábamos mirando con cara de circunstancias la patética estampa.

– Caravanas…- pensé con vehemencia mientras nos alejábamos de allí para ver el telar de las alfombras-. … caravanas

Manejaba el telar un hombre callado y distante, inmerso en su trabajo y que apenas nos prestó atención mientras hacía bailar la lanzadera en una esquina en penumbra. Es algo curioso que, mientras en España las labores de hilatura fueron tradicionalmente una tarea femenina, en Marruecos son los hombres los que se ocupan de ello.

En la habitación contigua, una especia de almacén lleno de alfombras, un bereber muy majo nos invitó a tomar el té advirtiéndonos, eso sí, que no teníamos ninguna obligación de compra. Como para expresar con un gesto justo lo contrario de lo que nos acababa de decir, comenzó a sacar alfombras de diversos colores y tamaños, insistiendo constantemente para que le dijéramos cual nos gustaba y cual no. Yo le insistí que eran todas muy bonitas y que no tenía, en absoluto, ni la más mínima intención de comprar una alfombra. En los ojos de Carlos pareció vislumbrar un atisbo de consumismo y se dedicó en cuerpo y alma a la tarea de engatusar a mi compañero. Después de muchos “jalí”, (me gusta), y “barak”, (no me gusta), Carlos ya estaba perdido y en pleno trámite de compra. Nunca había visto a nadie liar a un cliente y meterlo en una compra de una forma tan subrepticia. Genial el modo que tiene de vender esta gente; cuando te quieres dar cuenta ya estás cerrando el trato sin saber muy bien como has caído en la redes de este tejido.

Carlos se llevó una alfombra muy bonita de fibra vegetal que, aunque nos pareciera imposible, cabía en un minúsculo paquete que no entorpecía demasiado la colocación del equipaje.

Después de aquello salimos de nuevo a una plaza amplia, a la puerta de la entrada en el mercado y Mohamed exigió sus emolumentos. Extrañados porque aún no nos había enseñado la zona de los curtidores, los plateros, los del repujado…, le preguntamos si volvería con nosotros por la tarde y nos dijo que sí, que tenía que solucionar unos asuntos, pero que después de comer volvería a pasar por el hotel a recogernos. Le soltamos cien dirham cada uno y nos quedamos circunspectos en medio d
e la plaza, a dos kilómetros del hotel y con dudas sobre cómo llegar. Nos resultaba inevitable recordar que la noche anterior habíamos dado varias vueltas perdidos por la medina hasta que unos chavales nos guiaron al hotel para luego exigir una onerosa propina. En poco tiempo descubrimos que Marrakech es un lugar en el que nadie regala nada, nadie da puntada sin hilo y las propinas son exigidas sin el menor pudor. ¡Qué contraste con el sur del país o con el Sahara Occidental, donde la amabilidad brota de forma espontánea sin que haya de mediar el dinero de por medio!.

Volvimos al rihad donde nos alojábamos sin perdernos, desandando el camino andado y sin aventurarnos en exploraciones osadas. De allí nuevos paseos por la medina y una pizza en unos de los establecimientos más famosos de la zona, Les Bouganvilles, donde una pizza insulsa y deslavazada bajó por nuestros gaznates mientras decenas de franceses alborotaban a nuestro alrededor.

Carlos regresó al hotel al noble ejercicio de la siesta y yo me metí en una barbería a que me afeitaran. El día anterior ya había apalabrado el precio del afeitado, previo regateo de treinta a veinte dirham, el importe que pagan los locales por un servicio de este tipo. Me senté en la silla de barbero intentando quedar imbuido de todas las sensaciones que me transmitía el local; el olor a masaje, a espuma, a jabón… Entre tanto un chico joven me embadurnaba la cara de blanco mientras yo me dejaba manipular con docilidad. Ni siquiera el filo de la navaja subiendo por mi gaznate me sacó de aquel estado de karma en el que, voluntariamente inducido, me hallaba inmerso. Mientras el chico manipulaba la navaja por mis pómulos cerré los ojos y me alegré de estar sentado en el sillón de aquella barbería.

Me recortó los pelillos de la nariz, el descendiente vello del cuello y, como colofón recibí una dosis de gomina para marcarme un serio peinado al estilo marroquí. Salí a la calle con mi nueva cara, suave como el culo de un bebé y callejeé en solitario por la ciudad vieja, tranquilo, relajado y dejándome llenar de todas esas emociones que se magnifican cuando viajas.

Carlos seguía durmiendo la siesta así que me dediqué a tocar la gaita en la puerta del hotel durante un rato hasta que uno de los críos que pululaban por allí me ordenó, tajante, dejar de hacer ruido porque era la hora del rezo. Su mirada parecía no dar crédito a lo que estaba sucediendo: un guiri de mierda con la música a tope mientras todos los vecinos estaban en la mezquita en la primera oración de la tarde, algo que incluso los descreídos respetan. El resto de críos, sin embargo, parecían pasar bastante de la mezquita, del rezo, y del guiri de la gaita, sumidos como estaban en la partida de cartas.

Avergonzado volví al Rihad El Ghali y aparque la gaita hasta que los dioses me fueran más propicios.

Con uno de los chicos de la puerta me fui a comprar tabaco y al regresar me di cuenta de que me habían vendido uno de los paquetes… vacío. Regresé con el chico y buscar mi expoliado paquete de puritos marroquíes y en segundo intento ya solo me faltaba la mitad del paquete. Vuelta al estanco y, tras unos segundos con la cara de perro, apareció un paquete totalmente lleno , con su precinto y todo.

Mohamed seguía sin aparecer y decidimos darlo por perdido, al igual que nuestro dinero. En el viaje no era la primera vez que me sentía engañado y, aunque sólo fuese por una cantidad tan nímia como euros, bastó para predisponerme contra Mohamed y todos los falsos guías para los restos. Desde ese momento rechazamos, de forma sistemática, cualquier servicio guiado despachando a los voluntarios con mayor o menor vehemencia dependiendo de la ocasión.

Dedicamos el resto de la tarde al mantenimiento de las motos y, para probar que todo estaba bien mantenido decidí darme una vuelta por las callejuelas. Me dio tiempo a recorrer cuatro de las más estrechas justo antes de entrar en un callejón sin salida y tener que efectuar varias maniobras para conseguir dar la vuelta, todo bajo la atenta mirada de las vecinas que no daban crédito ante la estupidez del motorista extranjero.

Vuelta la oveja al redil y la moto a su natural habitáculo en el portal del rihad. De nuevo vuelvo a sentirme como un estúpido por segunda vez en el día. Para compensar juego un rato con los críos, haciendo juegos de manos y algunos trucos con monedas. Uno de ellos me miraba como si yo fuera su héroe con su sonrisa iluminándole la cara cada vez que yo hacía una chorrada.

 

Molina nos llamó para decir que ya había embarcado en Tánger. Qué pájaro, oiga.

 

Hassana, la gobernanta del hotel nos contó cosas de su pasado mientras nos tomábamos un té. Sus años en Francia y en España, donde un granadino la dejó embarazada después de un año de noviazgo y se largó en cuanto olió la palabra padre sin volver a dar señales de vida, su vuelta a Marruecos, marcada como madre soltera y su lucha por erradicar los abusos a menores en su país donde los niños son como un a pléyade omnipresente a los que nadie presta atención. Ahora tiene una ONG con otras cinco chicas y todas las propinas del hotel y de la cafetería que regenta en la zona moderna las dedica a la organización.

Volvimos a Jma El F´na a cenar en uno de los restaurantes al aire libre de la plaza. Disfrutamos de la cena y nos reímos con ganas cuando enseñamos nuevas palabras en español al camarero. “Que pasa julay1” nos decía cada dos por tres demostrándonos lo buen alumno que era. Le dejamos claro que podía ser una palabra simpática pero que era mejor no abusar de la expresión por que no todo el mundo tiene el mismo sentido del humor. Después de la cena decidí, no sin pensarlo durante un buen rato, “echar una gaitada” en el centro de la plaza donde músicos y virtuosos de extraños instrumentos se abigarraban en el centro, justo la zona más oscura. Allí, tímidame
nte arranqué los primeros sones de la Muñeira de Grandas, un poco alejado de los artistas locales, mientras Carlos me sacaba fotos. En pocos minutos se comenzó a formar un corro a nuestro alrededor y uno de los músicos, el que estaba más cerca y tocaba un violín árabe, se acercó, me tomó del brazo y me arrastró a su corro para no perder la clientela. Formamos y dueto en el que el sonido de la gaita se elevaba por encima de cualquier otro, ahogando al violinista que seguía sonriendo mientras su colega pasaba la bandeja al término de cada tema con gran profusión de monedas. Cuando terminó mi actuación el simpático mozo de la bandeja petitoria me la acercó insistentemente, instándome a depositar un óbolo en forma de euro a lo que, obviamente, me negué en redondo. Sin embargo su insistencia comenzaba a tornarse un tanto incómoda y deposité sonoramente 5 dirham, unos tres o cuatro céntimos de euro al cambio. Jamás, en ninguno de mis viajes tocando la gaita, con mayor o menor destreza, me habían sugerido que tenía que pagar por tocar. Me pareció una jugada sucia y una total falta de tacto por parte del músico y de su adjunto. Una mujer de Zaragoza, vestida al estilo marroquí lo echó a cajas destempladas en un, supongo, perfecto árabe y nos advirtió de lo que ya sabíamos: en esta ciudad hay mucho caradura.

Retomamos el camino a El Ghali, gaita en ristre, por las calles oscuras y con un ambiente macarrilla. En cada esquina me ofrecían “chocolate”, “polen” y “porros”, no necesariamente en este orden pero siempre antepuestos a la palabra “amigo”. Tres veces me pararon para preguntarme sobre el extraño aparato que se erguía sobre mi hombro para retomar, pendulante, la búsqueda de la verticalidad en pos del suelo. Con la gaita así colgada debía de ofrecer una estampa muy peculiar porque las preguntas se sucedían hasta que conseguían escuchar el sonido de semejante instrumento. De ese modo conseguí sonoros aplausos y agradecimiento a partes iguales. Lo que yo creía un instrumento popular y conocido en el mundo entero, aunque solo fuese por las películas de escoceses y de policías de ascendencia irlandesa muertos en acto de servicio, resultó ser sólo un tópico.

En el hotel nos encontramos con dos franceses que habían llegado el día anterior. Se estaban dando una cena romántica en el patio con dos putas que, supongo, les habría conseguido Hassana. Después subieron a las habitaciones a tomarse unas botellas de champagne y rematar la noche. Se respiraba un ambiente muy liberal allí, muy intimo. Creo que era el lugar ideal para aventuras extramatrimoniales como la de aquellos dos.

Me senté en uno de los divanes y me fumé un porro mientras me acordaba de lo bien que iba a estar mi primo Berto sentado en el diván, flipando con todo aquello, con aquel patio, con el agua, con la tranquilidad…

Ese día los Aitona Demons tocaban en el hotel La Marquesita, en San Martín de Oscos