JhodpurNo viajaba yo con la intención de tener un accidente, y mucho menos en los últimos días de viaje, cuando faltaban poco más de 30 kilómetros para llegar al centro de Nueva Delhi. Circulaba confiado, adelantando camiones por la derecha y por la izquierda, en lo que creía que era el más depurado estilo de conducción indio. Pero los indios conducían mejor que yo. Ellos estaban en su país, acostumbrados a todas las peculiaridades del tráfico. Yo sólo era un pequeño aprendiz que creía que se las sabía todas. Después de un mes conduciendo por India, asistiendo a las pifias más locas, cometiendo infracciones que en España serían penadas con la cárcel, me creía el Rey del Mambo. En mi magín yo ya era conocedor de todos los secretos de la alocada conducción asiática y por supuesto, la realidad distaba mucho de ser esa.

Me recuerdo a mi mismo por aquella autopista de cuatro carriles, con los brazos muy abiertos, gritándole al mundo mi felicidad y cruzando miradas cómplices con Josín que viajaba en otra nube muy cerca de la mía. Las cinco Royal Enfield volaban a unos vertiginosos noventa por hora mientras la vorágine del tráfico nos resultaba indiferente. No cabía en mí de gozo. El aire, húmedo y caliente, henchía mi pecho y cada pieza del universo volvía a encajar en su lugar. El rompecabezas estaba completo y, de nuevo con un click, otro círculo se cerraba en mi interior. No podía sentirme más pleno.

El tráfico en India tiene sus locas peculiaridades y lo mismo puedes encontrarte un camión a veinte por hora en mitad de la autopista que un rebaño de cabras o un vehículo de cualquier tipo circulando en sentido contrario. Aquella mañana fue un bloque de cemento. Miguel me precedía con una conducción tan insensata como la mía así que, cuando adelantaba por la izquierda, muy cerca del arcén, yo le seguía como si tal cosa, como si fuéramos inmunes a cualquier contratiempo. ¿Qué me podía pasar? Era invencible, omnipotente. Acababa de cerrar un círculo y estaba inmerso en el éxtasis ulterior.

Pero un bloque de hormigón que te cierra el paso, se erige como realidad tozuda y tangible. Así que, al clavar los frenos para no llevarme a Miguel por delante, la moto se fue al suelo mientras yo volaba por los aires preparándome para el impacto.

Después de rodar sobre mí mismo un par de vueltas no pensaba en otra cosa que no fuera salir de la autopista y ponerme a salvo. La moto me importaba muy poco, lo único que deseaba era alejarme a toda velocidad de las ruedas de los camiones. Por el rabillo del ojo vi que la moto de Josín se me echaba encima e inmediatamente, sentí un golpe en la cabeza. Apenas un roce pero el sonido, amplificado por el casco, me llenó de pánico. Me incorporé de un brinco y salté los bloques de hormigón hacia la mediana mientras los camiones seguían pasando a mi lado. Ya estaba a salvo, ahora el mundo podría seguir evolucionando a la velocidad que le diera la gana porque, en la seguridad de mi parapeto, volvía a ser invulnerable.

Ni un rasguño. Apenas un rasponazo imperceptible y una herida abierta en el orgullo. Me había caído por imprudente, por circular demasiado cerca de Miguel y por haberme fiado de su pericia como guía. Me había dejado llevar por la emoción y lo que es peor, había sobrevalorado mi control de la situación.

La Royal Enfield, avergonzada por mi comportamiento, tenía el faro colgando y el manillar torcido, en algo que interpreté como un gesto de fastidio.

Qué quieres que te haga, chica– pensé- yo también me he asustado.

Conseguí ponerla de nuevo en orden de marcha y llegar al barrio de Pajar Ganj con el incidente olvidado y con las reminiscencias del placer de colocar la última pieza, prácticamente intactas.