Hace unos días, yendo en moto por una ciudad, un gato cruzó el paso de peatones con el semáforo en rojo. Fue un cruce rápido. Salió como una exhalación entre dos coches aparcados y cruzó a toda velocidad. Parecía como si estuviera huyendo o como si persiguiese algo invisible a los demás. Una carrera loca y ciega en pos de lo inalcanzable. 

Lo vi pasar delante de la rueda delantera pero apenas si pude sobresaltarme; cuando quise darme cuenta, un coche que venía a toda velocidad en sentido contrario, se lo llevó por delante. No hubo frenazo ni sonido estridente de claxon. Sólo un fuerte topetazo sordo y seco. El coche siguió su marcha y el gato quedó retorciéndose en mitad de la calzada durante unos instantes. Luego se quedó quieto, como envuelto en una paz enorme y apaciguante. Se le terminaron, al gato, todas las prisas de repente. Por fin acabó con esa búsqueda absurda que le hacía cruzar la calle como un poseso como si al otro lado hubiese algo tan interesante que mereciese la pena el riesgo. 
Me alejé mirándolo por el espejo retrovisor. Seguía sin moverse la última vez que lo vi antes de girar en un cruce. 
No sentí nada en especial, ni pena ni remordimientos. No fue agradable, desde luego, ni tampoco me alegré por la muerte del gato. Eso a pesar de que me parecen unos seres despreciables. No, no piense el lector que soy una de esas personas con fobias a algún bicho y que oleadas de remilgos me invaden al ver a uno. Que va. Lo mío es más por puro pragmatismo.
Antes sí me gustaban los mininos, creo que sentía admiración por ellos. Ese carácter tan independiente, ese andar libres por la vida y no necesitar dios ni amo. Esa despreocupación felina y esa suspicacia natural. Tienen todo lo que hay que tener para sobrevivir por sí mismos (siempre y cuando no les mate la prisa, claro) Y como me gustaban tanto siempre tuve gatos viviendo conmigo. 
Primero uno blanco y negro muy majo. Mucho hasta que se cagó en el edredón. Después de aquello ya no parecía tan majo. Luego una gata blanca: «a gata chámase Christie. É a Gata Christie». Creo que estaba un poco sorda o era algo tonta, la pobre. Y me parece que feneció a manos de una raposa con hambre. 
Después vino El Gato. Apareció por casa como si tal cosa, sin ser invitado y con bastante desfachatez. Se adueñó de una parte del tejado y se pasaba media vida mirándonos a través de los cristales. Recuerdo que le dábamos raspas de pescado y se volvía medio tarumba. Devoraba con fruición, sin dejar de prestar atención a todo lo que acontecía en su derredor. 
Con el tiempo nos fue dando pena verlo allí fuera y le permitíamos entrar a la casa de vez en cuando. Esos «de vez en cuando» se fueron espaciando cada vez menos y, al final, el gato entraba y salía cuando le venía en gana. Siempre a su bola y con total independencia.
Por aquel entonces, mediados de los años 90, yo ya tenía un vicio malsano por los ordenadores, había diseñado mis primeras páginas web y me estaba metiendo en el negocio de la venta de CD´s pirateados. Para ello me había comprado una de las primeras grabadoras de la comarca y me dedicaba a distribuir música grabada por los bares de la zona. Era un buen negocio, como casi todo lo ilegal, pero aburrido. Además hacía mis pinitos en el diseño y tenía una buena impresora de chorro de tinta encima de la mesa.
Un día, los folios de la impresora aparecieron manchados de un extraño color marronuzco amarillento. No hizo falta acercar mucho la nariz para aspirar el hediondo aroma del pis de gato. Recuerdo haber soltado algún exabrupto en el momento pero, la cosa no pasó de ser una gracieta del minino.
Otro día se meó encima del teclado. La cosa ya no hacía tanta gracia.
Y un aciago día de verano, se le ocurrió hacer sus necesidades encima de la torre del PC y la grabadora dejó de funcionar. Al desarmarla, un hilillo de pis goteaba entre la circuitería de la tecnología más moderna del momento.
Desde entonces el gato abandonó la casa.
Pero abandonar la casa no significa separarse del entorno familiar. Es como cuando un hijo se va pero vuelve, con filial puntualidad, cada fin de semana a llenar los tupperware y a lavar la ropa sucia. Este gato sin nombre actuaba de un modo similar. Tan pronto lo veías en medio de los montes que circundaban la casa preparado con tensión felina para atacar a un pajarillo, como dormitando en una de las cuadras o en el garaje. Y podía pasarse semanas enteras sin dar señales de vida.
Después del verano llegó el otoño y con él los rigores climáticos de modo que los guantes de invierno volvieron a hacer acto de presencia. Un día, mientras Elena se los ponía, llegó a su nariz esa pestilencia que tan bien conocíamos. Sí, pis de gato. Se había meado en los guantes. Éstos pasaron a un barreño con agua y lejía y de ahí a otro con jabón perfumado. Pero nada borraba la impronta del felino que, por aquel entonces, ya no solo no me parecía gracioso sino que había comenzado a albergar una enorme animadversión hacia él y todos sus compañeros de especie.
Por fin, unas semanas más tarde, hubo aconteceres hecatómbicos: el gato se meó en el asiento de la moto. Llevaba tiempo sin verlo aparecer por mis dominios y creí que habría escogido otros destinos más excitantes. Pero no, aún tenía que dejar su desagradable marca antes de partir. Me quedé mirando la Yamaha murmurando imprecaciones, jurando en arameo hasta que, por fin, lancé un grito gutural y salvaje «Me cago en tu puta madre!».  Tomé un palo del montón de leña y recorrí toda la casa en busca del gatito. Registré cada una de las cuadras, escudriñé prados y pastos y, al acecho, anduve un rato largo entre los matorrales con el palo en la mano. De cuando en cuando respiraba hondo y aflojaba la presión que ejercía sobre los dientes a la par que mi mano se crispaba sobre el palo de abedul. 
El gato no apareció. 
Ni aquel día ni nunca. Yo estaba deseando encontrarlo para explicarle, con el palo, lo que opinaba de sus meadas en cosas por las que yo sentía mucho apego pero el muy ladino decidió emanciparse y no regresar al hogar que tanto lo amaba. Así, sin más. En casa, cada vez que se hablaba de la extraña partida del gato, me miraban de reojo, como si yo tuviera algo que ver en su desaparición.