imageCargados de emoción y descubriendo este nuevo mundo que se abría para nosotros nos internamos en el Barrio Circular, unas cuantas calles que se disponen en círculos concéntricos. Mientras decidíamos si comer un kebap, una hamburguesa o la picante comida india, nuestra particular singladura recaló en un restaurante bastante pijo. Nos recibieron varios camereros, maitres y operarios pulcramente uniformados que, en vista de que nuestra intención era dedicarnos al aperitivo, nos encaminaron al bar del segundo piso. Allí, a las tres de la tarde, sin comer y con ansia de llenar nuestras almas con experiencias nuevas, nos dedicamos a bailar con la estridente música electrónica y a tomar cerveza. Yo me decanté por una sangría, con la esperanza de no tener que abonar una cantidad astronómica por un vino caliente y mediocre. Soporto bien el vino malo, no le hago ascos a los diversos derivados alcohólicos de la uva, -exceptuando la abominación del vino francés con sabor a naranja, habría que colgar de los pulgares a quien ideó semejante brebaje- pero un vino malo y caliente es más de lo que mis delicadas papilas pueden soportar como primera opción. La sangría resultó una delicatessen de factura exquisita, mucho mejor que la que ofrecen en muchos chiringuitos playeros del solar patrio. No llegamos a hacernos una foto con el novio porque el tiempo se nos iba de las manos y la situación podía correr el mismo riesgo.