Cuando Vlad me preguntó qué había pasado sentí un pinchazo de pánico. No una sensación lejana y desdibujada sino un miedo atávico y real: Vladimir me daba miedo. Su rostro afilado, sus labios finos y apretados, su mirada de mustélido… Había algo en él que no había visto hasta entonces y que me provocaba turbación y desasosiego. Ahora la verdad se abría paso a empellones y por fin, lo veía todo claro: el bueno de Vlad era un hijo de puta peligroso. El día anterior todo eran risas y vodka, drogas y diversión, pero en aquel momento, mirándole a los ojos, comprobé que dentro de su alma solo había brutalidad y negrura.

Él también pareció darse cuenta del efecto que provocaba en mí y se estaba regodeando en ello. Se había dado cuenta de que, como en el resto de los mortales, provocaba una reacción de atracción y repulsa que le resultaba muy familiar. Vlad tiene el poderoso atractivo de los delincuentes. Y lo sabe.

No me sentí con fuerzas para mentirle porque me aterraba ser descubierto así que le conté toda la verdad y nada más que la verdad. Me abrí como una sandía madura lista para mezclar con tequila. Pasé de puntillas por algunos detalles más escabrosos, como el número de puñetazos o patadas que había recibido su hombre pero no se hizo necesaria demasiada explicación, desde la mesa del fondo unos ojos encajados a presión en una cara a punto de estallar de puro hinchada, me miraban con rencor. Vlad ya sabía todo lo que había ocurrido y solo me estaba preguntando sobre los hechos para saber si me reventaba la cabeza allí mismo o me sacaba las tripas a la calle en el callejón trasero.

Le conté lo del Reponedor y nuestra búsqueda incansable, le expliqué quienes somos los Con Riders, le hablé de nuestros archienemigos, los Sin Riders… En menos de cinco minutos Vladimir estaba al tanto de nuestra historia más reciente y de nuestras últimas horas en Moscú. Algo me dijo que mis explicaciones eran innecesarias. Vlady, el Bueno de Vlady, parecía saber todo lo que había que saber sobre nuestro microuniverso más inmediato.

Después de unos instantes largos y pastosos que se deslizaban como la miel en un cóctel de ron, sus labios esbozaron al fin una sonrisa de medio lado y estalló en carcajadas. Era una risa ostentosa y gutural destinada a que todo el mundo supiera que Vlad, nuestro Vlad,  estaba contento porque, una vez más, tenía todo bajo control. Bajo su control.

Nos invitó a sentarnos a su mesa y pidió una botella de vodka. Irina me dedicó una mirada pícara que, en otras circunstancias, hubiera sido interpretada como la antesala de una noche de sexo de calidad pero, sentado frente a la omnipresencia de aquel ruso menudo y fibroso, el sexo había pasado a un discreto segundo plano. Tampoco contribuía a mi comodidad general el hecho de que el hombre al que esa mañana había golpeado brutalmente, me estuviera mirando en silencio. Le dije que lo sentía mucho y que todo había sito un terrible error. Hizo un gesto de asentimiento con su cabeza deforme y siguió callado.

Josu, sentado a mi lado, trasegaba vodka con despreocupación y, desde luego, no parecía compartir la impresión de que estábamos prisioneros en la guarida del monstruo. Le sugerí que fuese a comprobar las motos con la disculpa de haberme dejado la llave. Una BMW preparada por Deus ex Machina no debe permanecer mucho rato con la llave puesta en el centro de Moscú por cuestiones de pura practicidad. Quizá nuestros amigos rusos ya no fuesen tan solícitos a la hora de buscarlas en caso de que desaparecieran misteriosamente. Josu se levantó un poco achispado y salió del local dejando tras de si una vaharada alcohólica que le persiguió hasta la mitad de la calle. Aristarkh El hinchado siguió su estela.

Aquel hubiese sido un buen momento para buscar una salida trasera, al fin y al cabo era lo que pretendía al mandar a Josu al exterior. Encontrarme con Josu en la calle, partirle a Aristarkh El Heliocentrista lo que le quedaba de cara, subirnos a las motos y salir zumbando hasta Bielorrusia, poniendo hielo y tierra de por medio antes de que la cosa se liase más. Pero nada de eso ocurrió. A causa de los brebajes, la coca y el martini, el bajo vientre comenzó a tener una vida propia que parecía independiente de mis deseos. Sentí que, de no ir de forma inmediata al baño, me cagaría allí mismo.

Lo siento Vlad,- dije con timidez- me estoy cagando.
Ya te noto con mala cara desde hace un rato-.- sentenció con sorna.

El váter olía a pis ácido y excrementos rancios. A pesar de haber perdido, con lo años, cierta noción de la higiene personal y descuidar, por temporadas, mi aspecto físico, me siguen repugnando los urinarios públicos. Prefiero hacer mis necesidades en cualquier descampado, en un portal o en la intimidad de una pensión de mala muerte que tener que hacer uso de estos almacenes de inmundicia. Sin embargo cuando sufro un apretón serio, como en el que estaba inmerso aquel atardecer moscovita, hago de tripas corazón y me apaño con lo que haya.

En cuclillas, procurando no tocar nada de la mugre que me rodeaba, conseguí asirme, como un ave rapaz, a la parte baja de la puerta mientras cargaba todo mi peso sobre ella. La postura distaba mucho de ser cómoda pero me permitiría evacuar sin grandes florituras; no era el lugar ni el momento para ponerse exquisito.

Mientras cavilaba en algún plan que nos sacase pronto del bar y de la turbadora presencia de aquellos rusos locos, oí unos pasos que se acercaban por el pasillo de los lavabos. Los veinte centímetros que separaban la puerta del suelo me permitieron ver unas botas negras, brillantes, que asomaban bajo el faldón del abrigo de piel. Se quedaron allí, frente a la puerta, como esperando algún acontecimiento importante.

Tap, tap, tap… golpearon las mugrientas baldosas con ritmo.- Tap, tap, tap… – Silencio.

Supuse que mis dedos, asomando por la parte baja de la puerta, habrían llamado la atención de algún bebedor de vodka pero antes de poder dedicarle más pensamientos a aquella idea, una de las botas se despegó del suelo y me descargó una tremenda patada en la mano izquierda. Antes de que mi cabeza pudiera dar una orden clara, la mano se había retirado, como impulsada por un resorte, a la relativa seguridad de mi axila derecha mientras yo reprimía un grito de dolor. No cabía duda, estaba siendo atacado.

Por si aún albergaba alguna duda la bota volvió a patear con violencia sobre la única mano que quedaba a la vista del enemigo. Tendría que haberlo supuesto. Mientras retiraba la mano dolorida el tiempo pareció detenerse durante unos instantes eternos, justo lo que necesitaba la fuerza de la gravedad para hacer su trabajo y bascular mi centro de gravedad sobre el váter turco.

Podría decir que caí a cámara lenta, que el tiempo fluía delicuescente mientras me precipitaba sobre un abismo insondable de excrementos humanos y orina, pero no. Lo cierto es que caí con estrépito, con los pantalones por las rodillas, sobre una masa de deposiciones húmedas y orines rancios con un chapoteo sordo y desagradable. Todo muy exento de lirismo y epicidad. Me habían hecho una jugada muy sucia.

Cuando conseguí recuperarme de la sorpresa inicial apoyé mis maltrechas manos en un charco oscuro y con mucho esfuerzo, conseguí incorporarme. Una vez más, un Con Rider estaba en serios aprietos.