Royal EnfieldViajar en Royal Enfield me transportaba a los libros que había leído de los pioneros de los viajes en moto. Me imaginaba cómo sería recorrer estas montañas feroces a lomos de una moto en los años 30, como había hecho el austríaco Herbert Tichy y otros muchos que se embarcaron a recorrer Asia en moto. Y también me acordaba de los modernos aventureros profesionales y sus aventuras infladas. ¿Dónde estaba lo épico de mi viaje comparado con la aventura de vivir de aquellos desgraciados que tapaban baches? Pero eso es harina de otro costal, que los mitos son etéreos y lo etéreo se diluye y desaparece.

Mi Enfield era la más macarra de todas, la que hacía más ruido y la que más petardeaba. Era mi moto ideal. Alguna herida de guerra en el depósito, cierta dosis de 14463192_10207759781366615_630579705116674834_ndignidad antigua y aunque me avergüence escribirlo, creo que tenía alma. Todas las mañanas, nada más levantarme, le daba un beso en el faro. O un abrazo. Me relacionaba con ella como si verdaderamente pudiera entenderme, como si hubiera una conexión real entre nosotros. Bien sabía que no hay nada de eso, que sólo es una máquina y yo un idiota enamorado de las motos, pero no me importaba. Ese ritual matinal me comprometía con ella para no dejarla ir por un abismo insondable o para no estamparla contra un camión profusamente decorado. A la vez era un compromiso conmigo mismo, una firme promesa de regresar entero y no tener que visitar un hospital indio.

Ella parecía responder a mis carantoñas y solícita, me dejaba derrapar en cada curva terrera, me sacaba de las trampas de arena con consistencia del talco o me permitía vadear arroyos sin más daño que una fría y húmeda sensación en la pantorrilla que me duraba unos kilómetros. Una joya, mi Enfield. Me gustaría llevármela conmigo, hurgar en su motor, cambiarle piezas, hablarle en las noches de invierno y recordar juntos su vida en India. Pero nada de eso era posible. El nuestro era un amor pasajero y pronto habría de irse con otro.

Royal Enfield

Recuerdo, cuando bajábamos el puerto de Wari-La, que comenzó a fallar, a toser y a querer detenerse. Fue en uno de aquellos atajos locos que evitan una larga curva de herradura. Hay muchos de esos atajos en las carreteras de montaña de la cordillera. Los conductores deciden que hacer un kilómetro de más es todo un dispendio y deciden cortar las curvas monte a través. Supongo que es el espíritu heredado de las caravanas. La moto terminó por pararse justo en una zona de obras. Allí, mientras esperaba al resto del grupo, accedí al filtro de aire, lo sacudí un poco y lo cambié de posición. Ella dio un respingo.

Volvió a ponerse en marcha y, alegre, siguió trotando entre piedras y baches hasta nuestro destino.