Amanece a las cinco de la mañana. Una hora absurda para que el sol haga su aparición en el microuniverso en el que vivo. Esta noche ha llovido. A las ocho me doy una ducha y, después de desayunar en el hotel, salgo hacia el hospital deseando que una mejoría milagrosa que los médicos no son capaces de explicar ni comprender, que un error inexplicable de interpretación le de la vuelta a la situación en la que estamos. No va a ocurrir eso, claro que no.
El doctor Stecher me dice que en tres o cuatro días le retirarán el drenaje y podrá ser repatriado a España en avión. "Lui e bravo", me dice. Si, ya sé que es valiente. No ha salido de su boca ni un solo gemido, ni un quejido lastimero pidiendo que la humanidad se apiade de él. No es alguien a quien le guste pedir y aún menos, suplicar. Ayer, cuando estábamos en urgencias, ni siquiera parpadeó cuando le comunicaron que tenía una lesión "delicada" en la espalda. Fue un día de altibajos, ayer. Primero el Dr. Stecher nos dijo que en un par de días podría irse a casa en avión. La cosa no parecía tan grave. Luego, cuando apareció en neumotórax, rectificó y nos comunicó que habría de quedarse en observación un tiempo, hasta que el pulmón drenara porque no podía subirse en un avión en esas condiciones. Mal asunto. Al final de la tarde, ante mi insistencia por obtener plazos, me despachó con un lacónico "entre cuatro días y una semana". "Dobiamo spetare". (debemos esperar).

Hospita

Hoy Stecher nos anima la mañana con un plazo de tres o cuatro días. El pulmón está drenando muy bien y no augura problemas. Ellos se encargarán de preparar al paciente para el traslado y de comunicar a la compañía de seguros los requsitos para el traslado. Antes de iniciar el viaje contratamos la asistencia con KMCero, la compañía que MediaBike, un grupo de profesionales relacionados con el sector motociclista, puso en marcha en el año 2002. Ayer, cuando hablé con ellos, todo fueron facilidades y palabras amables. Acostumbrados, como estamos, a que la asistencia telefónica de las operadoras de telefonía sea fría y deficiente, para mi fue una agradable sorpresa encontrarme con una voz cercana, aunque estuviera a tres mil kilómetros de distancia.
A Gelucho se lo llevan a hacer unas placas y aprovecho para ir al taller a ver la moto y concretar su repatriación y a los carabinieri para obtener todos los datos posibles sobre el siniestro.
Voy conduciendo con extrema prudencia. en realidad voy acojonado. Me imagino que, por una cuestión de estadística simple, las probabilidades de que yo tenga también un accidente son de lo más escaso. Aún así voy agarrotado, con el miedo en el cuerpo, sin soltura.

Ducati Multistrada crash

Herbert, el mecánico, dice que en una o dos semanas se llevarán la moto a España. Ningún problema en ese sentido. Pasará un perito de la compañía en Italia y ordenarán el traslado porque la reparación, según él, es inferior al valor venial de la moto. Me cuesta bastante entenderme con Herbert. Habla italiano pero con un marcado acento tedesco, ese alemán tan particular de esta zona de Italia. La moto reposa en el sótano, en silencio, aparcada en una esquina. El manillar está doblado hacia atrás, como los cuernos de una cabra. Ha perdido los dos puños y el metal luce una desnudez pudorosa. La cúpula se descuelga, flácida, hacia un lateral, mirando al suelo humillada. El resto de la moto tiene algunos arañazos y dos de las maletas están rotas pero no parece sufrir daños graves. Aún así se la ve tan avergonzada. Parece sumida en un estado de catarsis.
En el puesto de los carabinieri, donde ayer presenté los papeles de la moto y de Gelu, está cerrado. Es una casa de una sola planta, un chalet más del vecindario con pocos signos externos de que eso sea una comisaría de policía. Un cartel me advierte de que estoy en zona militar y que está prohibido el paso. Abro la verja de madera y llamo a la puerta. Aquí no hay nadie. En el jardín yacen, desparramados sobre la hierba, un triciclo y varios juguetes. La imagen jocosa de los carabinieri decomisando el triciclo pasa fugaz por mi cabezal. La bandera italiana fenece en lo alto del mástil en esta mañana sofocante y calma.
Paso, por segunda vez en el día de hoy, por el lugar del accidente. Me detengo a sacar unas fotos y a imaginarme cómo ha sido la sucesión de acontecimientos. Aún se puede ver la frenada, las marcas rojas del arrastrón de la Ducati… El resto está impoluto. Si no fuera por estos pequeños detalles podría decirse que aquí no ha pasado nada. Un trozo de plástico de la maleta me mira desconsolado camuflado entre las hierbas del arcén. Con mirada lacónica le digo que su destino ha sufrido variaciones y que sus viajes, a partir de ahora, ya no serán en moto. La situación me recuerda a la película "Amanece, que no es poco", en la escena en que un agricultor habla, como cada tarde, con su calabaza.

 

Prato dello Stelvio

Me subo de nuevo a la moto y salgo en dirección a Males, la capital del valle donde está la central de los carabinieri.  Dada nuestra situación reparo en que Males es un nombre muy apropiado.
El jefe de los carabinieri hoy tiene un aspecto menos desenfadado que ayer. Luce uno de esos ridículos uniformes que parecen heredados directamente de los tiempos de Mussolini. A juzgar por los dibujos que adornan su despacho veo que tiene ciertas inquietudes artísticas. Los cuadros son variaciones monótonas sobre temas policiales. Es un hombre de su familia y de la policía que, probablemente, se pase las tardes del sábado haciendo barbacoa o paseando en bici. Es muy amable y enseguida comienza a prepararme un informe con los datos del propietario del coche y el lugar del accidente. No me podrá dar el atestado porque es material oficial que se irá a Bolzano y de aquí a Milán, a la embajada. Con el exiguo informe en la mano me acomodo, de nuevo, en la moto y regreso al hospital.

Hospedale di Silandro

Aquí no hay variaciones, todo está tal y como lo dejé hace unas horas. Las enfermeras pululan sonrientes y los pocos internos arrastran sus pies pesadamente por el pasillo. Es curiosa la escasez de enfermeros que hay. a decir verdad no he visto ninguno. Los únicos hombres que hay en plantilla son los médicos, algún que otro residente barbilampiño y los fornidos celadores, que igual podrían ser monitores de esquí que descargadores de muelle. El hospital es tranquilo y moderno. No es que me encuentre a gusto aquí pero, dentro de lo malo, creo que en este aspecto hemos tenido suerte. Beni, el encargado del hotel me ha dicho varias veces que es el mejor hospital de todo el valle, que aquí hay dinero y no se ha escatimado en medios. Es un consuelo.
Antes de venir al hospital, en la habitación del hotel, escribí un par de postales, una a mi fan número uno, Vanesa, que no se pierde ninguna de mis aventuras motociclísticas y la otra a la dueña de nuestro bar de cabecera donde cada martes hacemos el ensayo gaitero. Era un vano intento de regresar a una realidad alternativa, lejos de Silandro y de las elucubraciones que por aquí nos ocupan. De vez en cuando me refugio en mi cuaderno de viaje, una triste bitácora estos días, en el que voy escribiendo ideas, pensamientos, reflexiones. Y en el que dejo constancia de este sentimiento de culpabilidad que me invade, una culpabilidad opresiva que me corroe y me acompaña constantemente. En este buble en el que, poco a poco, me voy hundiendo, pienso en Martín, mi hijo, y en las ganas que tengo de verlo. Me gustaría abrazarlo, achucharlo, mientras él, como siempre, rehuye los mimos porque ya es un preadolescente de once años que aún no se entera de que está estrenando el mundo. Y en Elena y lo mucho que le gustaría este hermoso valle de Silandro. Escribo en el aparcamiento del hospital, sentado en un bordillo a la sombra, junto a mi moto. De nuevo me asalta la angustia, la zozobra impertinente de la incertidumbre y, otra vez, las lágrimas vuelven a resbalar por mi mejilla.

El valle de Males-Silandro es un lugar bien hermoso. Una enorme llanura rodeada de montañas, nevadas en sus cumbres, donde todo está limpio y cuidado. Estamos a menos de veinticinco kilómetros de la frontera con Suiza. La tarde discurre pesada, calurosa. Para escapar de este tedio, mentalmente, voy elaborando mi ruta de escape, la vía de regreso para cuando llegue la hora de despertar de esta pesadilla. Pienso en Suiza por el Norte, en Milán por el Sur, en hacer más puertos de montaña. Poco a poco se va apagando la sensación de estar en el culo del mundo.

Hospital de Silandro

Me paso la tarde en la habitación del hospital. Un nuevo doctor, más joven que Stecher y con menos carga diplomática me lleva a una sala de reuniones para explicarme con claridad las lesiones de mi compañero. Supongo que pensarán que soy muy pesado pero siento una imperiosa necesidad de preguntar constantemente a los médicos el estado y alcance de las lesiones. No me preocupan las costillas, la escápula, el drenaje y todo el estropicio en que se ha convertido su cuerpo. Mi interés se centra en las vértebras. En la sala, frente a un esqueleto de plástico, me va señalando las partes dañadas y yo, como un alumno aplicado mantengo un silencio grave mientras me desgrana los detalles de cada lesión. Su voz suena hueca, vacía y distante, como quien recita de memoria una cantinela bien aprendida. Aún así es parco en detalles. Probablemente una o dos costillas rotas, no ha visto la radiografía, la escápula fracturada y la quinta y séptima vértebras rotas y aplastadas. Trago saliva y contengo la respiración. La lesión "non e piu grave" puesto que no afecta a la médula. La rotura es en la espina del hueso, por encima del foramen vertebral y el pedículo. Exalo una bocanada de aire que sale en forma de suspiro de alivio. El pulmón también va mejor y en cuatro o cinco días podrá ser trasladado a España. Esto de los plazos me está matando. Hemos pasado de los "dos o tres días" de ayer por la mañana a los "tres o cuatro" y ahora vamos por los "cuatro o cinco". Patientia hermana nostra, que diría el pirata de los cómics de Axterix.

Hospedale di Silandro

Son las cinco y pico de la tarde y me voy a comer. No es que tenga mucho apetito pero supongo que necesitaré alimentarme un poco para sobrevivir en el valle. Ayer me mantuve con el desayuno como única ingesta del día hasta las doce de la noche en que comí un sándwich de tamaño ridículo.  Los restaurantes están cerrados, no abren hasta la hora de la cena, las seis de la tarde. Disponen de un horario al que no sé si podría acostumbrarme. Amanece a las cinco de la mañana, a las seis y media o siete ya hay movimiento, se come a las doce y a las seis o las siete de la tarde se cena. ¿Qué podría yo hacer, en circuntacias normales, hasta la una de la mañana que me acuesto todos los días?. Mondo Dificile,  Tonino Carotone dixit.
Me interno en una librería para comprar un diccionario de italiano-español pero todo lo que tienen está en tedesco. El librero, un ajado talibán de lo alemán con cara de página amarillenta se encarga de instruirme cuando pregunto si el tedesco es un dialecto del alemán. No, es alemán puro. No me pasa desapercibido como pronuncia la palabra "puro" remarcada en tono y entonación. Alemán puro. Esas palabras de reminiscencia aria revolotean en mi cabeza durante un rato. Pido disculpas por mi ignorancia y salgo de la librería con las manos vacías.
Prego, tagliollini colorata e una birra Torst -. La camarera luce una falda ajustada, negra, y en su interior se adivinan unas curvas sugerentes. Cuando se inclina sobre la mesa para servirme la pasta reparo en que la camisa esconde, de mala gana, unos pechos generosos que miran al cielo. Tiene una belleza sutil, casi tímida. No sé si estoy almorzando o cenando porque son las seis de la tarde y es mi segunda comida del día. El desayuno, aunque copioso, es un hecho histórico que mi estómago apenas recuerda. Tengo que organizarme un poco con esto de las comidas porque estoy totalmente descocado.
Vuelvo al hotel con la mirada perdida y con los pechos de la camarera en el recuerdo. Era rubia.

Hotel en Silandro

Beni, el encargado del hotel es un chico joven y jovial. Tiene una mezcla de seriedad italo-austríaca con el desenfado brasileño. No me cuenta gran cosa de sus estancias en Brasil, sólo que va una vez al año y que hay una mujer de por medio. Admiro el plan. Charlamos un poco sobre la idiosincrasia de la zona, de esas peculiaridades que hacen que no se sientan ni italianos ni austríacos. Como mucho, un poco austriacos y siempre con recelo de todo lo italiano. Me recuerdan un poco mi tierra, a caballo entre Asturias y Galicia donde, aún siendo asturianos hablamos gallego y nuestra cultura es más cercana a lo gallego que a lo asturiano. Volvemos a lo de siempre, el asunto de las fronteras trazadas en un despacho, a conveniencia de los señores, dueños de tierras y hombres sin importar las isoglosas y las peculiaridades culturales. Tuvieron, dice Beni, un grupo que ellos llamaban "activistas" y los italianos "terroristas". Se trataba del Comité para la Liberación del Sudtirol, (BAS), que pasó de atentado contra edificios públicos a acciones más duras que terminaron con la vida de 21 personas. Esta región, ligada a Austria antes de la Primera Guerra Mundial, se vió envuelta en un baile de nacionalidades, pasando de Austria a Italia después de la PGM, de ahí al Tercer Reich, después a Italia, con gran represión fascista y, por fin, en 1972, le fue concedida una amplia autonomía con poder legislativo que es única en Italia. ETA también tuvo sus relaciones con el BAS pero, según Beni, la cosa no terminó de cuajar. Tampoco con el IRA. A día de hoy, tener aquí el domicilio aquí supone un estatus especial y una garantía de buen nivel de vida.
Después de esta lección de historia me retiro a mis aposentos.