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A Juan le gusta viajar conmigo, de eso no hay duda. A mi me gusta viajar con Juan, de eso no hay duda. Por eso cuando nos vimos acampados, al atardecer, en una cañada real no parecíamos darle demasiada importancia, era una situación cotidiana. Pero el calor de la tarde y el sol cayéndose por el precipicio del horizonte decían lo contrario. El cielo rojo allí al fondo, colándose entre viejos alcornoques parecía susurrar que no estábamos en la cotidianidad mundana. Y bajo ellos, nuestro adusto campamento se empeñaba en insinuar que la languidez de la tarde traía consigo una quietud especial en los aledaños de Monfragüe.

Con la segunda botella de vino nuestro ánimo sufrió una regresión y nos sentimos igual que dos adolescentes recién extirpados de una grey de boy-scouts.  Después, con la psicotropía, cayeron la petaca de whisky y la de ron, y la conversación fue rotando y moviéndose en una espiral cambiante hasta que, rendidos y borrachos, decidimos poner en horizontal nuestro recién adquirido estado de semi-inconsciencia.

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Al día siguiente, con la boca pastosa y eructando ibuprofeno,  negociamos curvas solitarias en la antigua nacional en dirección Sevilla. La carretera me traía recuerdos constantes de los primeros viajes largos por la Vía de la Plata, recuerdos de calor, de vaharadas del humo negro de los camiones, de tráfico intenso y sensación de lejanía. Es curioso como, con el tiempo, los destinos son cada vez más cercanos y lo que antes era un viaje de dos días de moto ahora se puede solventar en unas pocas horas. Las distancias son tan cortas que ya no nos impresiona una «aventura» de alguien que se va a los confines de Mongolia porque ya cualquier lugar nos parece cercano. El mundo se ha empequeñecido de tal modo en los últimos 20 años que da la impresión de que todo está al alcance de la mano; lo único que se necesita es tiempo.

Nosotros teníamos tiempo. Disponíamos de la inmediatez de los próximos instantes y estábamos resueltos a exprimirlos hasta extraer la última gota.

Me quede mirando un accidente  al lado de la carretera. Un coche, con las ruedas hacia el cielo y varios cuerpos tendidos en el suelo tapados con sábanas blancas. Un guardia civil me salió al paso con grandes aspavientos y me dio el alto. Me detuve a dos metros de aquel hombre vociferante. «Seis puntitos», dijo con tono autoritario. «Seis puntitos por no detenerse». Me deshice, humillado, en mil disculpas mientras pensaba que no me había saltado el control, que estaba parado aguantando una bronca considerable. Recuerdo a alguien que contaba que, en uno de estos encuentros con la Guardia Civil, les espetó «o multa o bronca, las dos cosas no»

Seis Puntitos.

Juan me dijo por el intercomunicador que había «sacos de muerto» en el lugar del accidente y se me quedó mal cuerpo durante un buen rato. Hasta que comenzamos a hacer bromas con Seis Puntitos. Tan marcial él y tan autoritario. Seis Puntitos. Durante todo el fin de semana Seis Puntitos consiguió cierto protagonismo.

Seguro que Seis Puntitos no tenía un día tan radiante como el nuestro, con tanta carretera para recorrer y con tantos instantes enormes para exprimirlos uno a uno.

Después de unas cuantas decenas de kilómetros exquisitos y solitarios nos detuvimos en Cancho Roano, un complejo tartésico que Juan quería conocer. Cada vez soy menos dado a este tipo de paradas culturales porque, a pesar de que tengo cierto interés por la Historia, lo único que consigo con estas visitas es tener una visión sesgada y parcial. Además se me suele olvidar todo lo aprendido con tremenda facilidad. Por ejemplo ahora solo recuerdo que el complejo solo tiene de Tartessos los restos de un altar, lo demás es muy posterior, en torno al año 550. a.C. Se trata de una especie de templo en el que se realizaban sacrificios rituales cuyas funciones no parecen estar muy claras. A mi tampoco me quedó muy claro el asunto.

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En Sevilla decidí, ya que comandaba la expedición, tomar la carretera nacional a Utrera y Cádiz pero la animada charla que veníamos menteniendo a través de los intercomunicadores «chinos» me despistó y faltó poco para terminar en Ronda. Todo ello para desesperación de Dani que nos esperaba en el Puerto de Santa María.

Conocí a Dani hace algún tiempo en el Camino de Santiago. Quiero decir que él estaba haciendo el Camino de Santiago y yo estaba en un bar tocando la gaita y tomando vino como si no hubiera un mañana. Venía huyendo de fantasmas del pasado y el vino y la gaita suelen ser un bálsamo recomendado cuando uno trata de enfrentarse a ciertos miedos. El Camino también ayuda, claro.

Dani nos guió hasta la sede el Gibraltar MC, en suelo inglés, volando bajo por la Autovía del Mediterráno.

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A pesar de tener cierta relación afectiva con miembros de algún MC, nunca había estado en ninguna sede oficial. Como mucho, comidas de fraternidad diluidas en alcohol y drogas, nada del otro jueves. Al entrar en la suntuosa sede de los Gibraltar MC me quedé estupefacto. Un edificio enorme, con videovigilancia, con Harleys sacadas de algún catálogo de Arlen Ness y con un ambiente de fraternidad que me entusiasmó desde el primer momento.

Juan andaba un poco con el «pie cambiado» al tener un total desconocimiento de la forma de funcionar de los MC y casi todo le sonaba a chino. Al final de la noche, después de algunos apuntes furtivos, de advertencias y de ilustración, ya importaba poco quién era quién. Otra jornada que finalizaba con terrible ingesta alcohólica y con sustancias cuyo estátus legal en el Reino Unido seguramente será similar al de España. Estábamos en kilómetro lanzado.

Dormir entre Harleys, con olor a aceite y a gasolina, encajado entre carburadores y bloques de motor es un raro placer para un motero, una especie de pernocta en el templo. Ya hace años que dejé de usar motos custom pero aún siento un irresistible atractivo por las horquillas lanzadas y los depósitos de lágrima.

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A las diez y media de la mañana odié con toda mi alma al Búfalo y toda su estampa. Necesitaba unas horas más de sueño y, sobre todo, tiempo. Necesitaba tiempo para mi, para poder abominar en toda su amplitud los tragos largos del día anterior y el resto de cosas malas. Y necesitaba más tiempo para llegar al puerto de Algeciras a la hora convenida. Pero tiempo es lo que no teníamos. Le di una patada a Juan para despertarlo y que cargase con parte de mis culpas y nos pusimos en marcha después de despedirnos de Dany y Shane, que también habían pernoctado en el garaje.

 Llegamos tarde a la recepción pero tuvimos tiempo de abrazar a Fernando. Después de eso me mantuve en un discreto segundo plano durante toda la mañana: el ánimo había quedado diluido en los Seven-up-con-algo-más la noche anterior y ni siquiera El Búfalo iba a poder animarme. Mi presencia allí me parecía un error y lo único que deseaba era meter la cabeza en un cubo de agua fría hasta los límites de la consciencia. O más allá.

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Un ibuprofeno con arginina y un par de horas de siesta en el camping de Conil me hicieron volver a la vida y antes de que pudiera darme cuenta estaba tomando vinos en el Palo Palo (como si no hubiera un mañana, ya se sabe). Después llegó Fernando, e Ismael, Antonio y Charly Sinewan, y Pedro y las chicas pasaban por delante de la terraza con tanto donaire que uno no podía menos que sentirse afortunado de estar allí compartiendo velada y risas.

A las seis o siete de la mañana caí en la cuenta de que se nos había olvidado cenar pero ya era tarde para esos menesteres.

Tres o cuatro horas más tarde rodábamos penosamente en dirección Norte. Nos sumergimos en la autovía como quien se zambulle en un túnel del tiempo y dejamos que los kilómetros se deslizaran bajos las ruedas sin pena ni gloria. los efectos depresivos del alcohol hacían mella en mi ánimo y lo único que deseaba era que el día pasara lo más rápido posible.

Por la tarde mi estado se fue serenando y encendimos los intercomunicadores de nuevo. Todo parecía indicar que me había reconciliado con el mundo, con la moto, con la carretera. Por momentos podía percibir que todo estaba en su sitio. Incluso la tormenta que nos sorprendió antes de llegar a Salamanca parecía estar descargando en el lugar correcto: sobre nuestras cabezas.

A juzgar por su cara suplicante, Juan no parecía estar dispuesto a pasar una noche más durmiendo sobre la colchoneta así que resolvimos dormir en un hotel. Mis preferencias en este sentido son claras: si hay posibilidades de dormir gratis prefiero destinar el presupuesto a otras necesidades pero los dos estábamos cansados después de una noche que se hizo corta.

En Salamanca había fiesta. La gente se paseaba con la sonrisa de un festivo por la tarde y las chicas endomingadas paseaban sus encantos al calor de la tarde. El recepcionista nos dijo que en las casetas de la calle podríamos tomar un vino y el «pincho de feria» por dos euros así que, haciendo de tripas corazón, comenzamos otra jornada vespertina en pos de la exaltación de la amistad. Desfilaron ante nosotros brochetas, secretos a voces, rollitos… todos y cada uno con su correspondiente vino.

Y exaltamos la amistad.

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