Mario, desde crío había tenido una gran afición por las motos. Con catorce o quince años ya tenía su pequeño ciclomotor al que hacía mil y una perrerías. Que si trucar el motor, que si cambiar el escape… No era tanto la necesidad de que corriese más, que también, como el placer que le producía descubrir los insondables misterios de un motor de combustión interna.
Siempre con las manos engrasadas y con su ropa oliendo a gasolina y aceite.
Luego llegaron la madurez, las novias y los viajes en moto. Siempre su vida girando en torno a la moto.

Y Merche.
Y la boda con todas aquellas motos haciendo el pasillo mientras entraban en la iglesia. Sentía algo más que amor por Merche. Ella era, junto con su moto, el verdadero motor de su existencia. Tan buena con todo el mundo, tan inteligente y tan hermosa. Los viajes a dúo se sucedían y nada le gustaba más que sentirla a su lado, sentada tras su espalda, sabiéndola feliz mientras iban hacia cualquier destino incierto. A veces ella abría los brazos, como volando. Los abría hasta que le dolían los músculos de tanto estirarse. Se sentía tan libre sobre la moto. Aspirar cualquier aroma, formar parte de lo que veía, tocar la carretera en marcha con la punta de la bota… Todas esas cosas pequeñas le hacían sentirse muy viva.
Después de muchos viajes llegó Diego. Tan pequeño y tan calvo. Tan recién nacido. Era igual que su padre. A veces Mario se quedaba mirándolo durante largo rato. Se imaginaba cómo sería su vida adulta, si le gustarían las motos, si sería feliz… Y siempre terminaba con una lágrima que le rodaba por la mejilla. Tanta zozobra era demasiado para él. Tanta ternura condensada terminaba por reventar por alguna parte y solía ser siempre por sus ojos.
Y vino el sidecar cuando estimaron que Diego tenía edad suficiente para viajar en moto. Cuándo fue aquello, ¿con tres meses? Las suegras se volvían locas. No comprendían aquella obsesión enfermiza por los viajes ni esa pasión exacerbada por la moto. !Dichosa moto! No podían comprarse un coche como todo el mundo?
Fueron años muy buenos para los tres. Se les veía muy felices.
Luego llegó la enfermedad del niño. Una cosa de esas raras que nadie sabe de dónde vienen pero que todo el mundo sabe como terminan. Peregrinaciones de hospital en hospital, médicos especialistas… Creo que habían ido a los Estados Unidos y todo. Pero nada pudo hacerse más que prolongar el dolor durante meses. Aquello fue muy duro para todos. Los que los conocíamos poco, sufríamos. Sus amigos, morían en vida. ¿Y ellos?… Ellos eran como una sombra, como unos espectros que vagaban sin rumbo. Aquella pareja que contagiaba alegría, tan llenos de vitalidad, tan grandes, ahora moraban en una especie de nebulosa que los mantenía en el marasmo más atroz.
El niño se murió. No sé si tenía tres o cuatro años. Con él se fueron todas las cosas buenas y solo quedó el poso de la indiferencia. Nada había que consolase a sus padres.
La moto quedó aparcada en un rincón del garaje, cubierta con una manta verde. Mario no se atrevía a destaparla. Era como destapar una parte de su vida a la que no podía regresar. Mientras, Merche languidecía delante de la tele con la mirada perdida en algún punto mucho más lejano que la pared.
Los meses pasaron y la pareja se fue distanciando. Merche en sus silencios cada vez más largos. En ocasiones se pasaba tres o cuatro días en silencio.  Mario en el bar, bebiendo solo, acodado en una esquina de la barra. Al principio los amigos intentaron apartarlo del alcohol y hacerle olvidar. Pero no había alcohol suficiente para ahogar el dolor que sentía ni amigos que le hicieran olvidar. Cambió de bar y abandonó a los amigos.
Cuando sobrevino el divorcio ninguno nos extrañamos. Hacía mucho tiempo que los fantasmas de las personas que algún día habían sido no hacían sino existir sin el más mínimo interés.
Mario tuvo que descubrir la moto para llevársela. Aún no sabía muy bien a dónde pero Merche se había quedado con la casa y él tenía que salir de allí. Comenzó a amontonar cosas en el garaje para cuando llegase el camión de la mudanza y vio que su vida se reducía a un montón de posesiones vacías de contenido que había ido acumulando durante años. Las cosas van llegando a la vida de uno y se van amontonando. Nunca tenemos tiempo para deshacernos de todos esos objetos inservibles que creemos que significan algo. Se apoderan de uno y acaban por ahogarte.
Vinieron del taller a recoger la moto para ponerla a punto.
Y volvieron para dejarla, impecable, en el mismo lugar.

Y allí Mario se reencontró con ella. Tocó el botón de arranque y el sonido bronco inundó todo el local. Miró de forma alternativa a la pila de cajas que contenían toda su vida y a la moto. Metió algo de ropa en la mochila, se subió a la moto y salió del garaje sin volver la vista atrás. Cuando dobló la esquina supo que nunca más volvería a ese lugar.

En moto a los Infiernos II.