La carretera era una mierda. A cada lado los matorrales, cubiertos de polvo, eran como una percha para bolsas de plástico, igual de despreciables. Antes solía pensar mucho en las bolsas de plástico y en la isla que se había formado en no sé qué mar a base de residuos flotantes. Que asco, por dios! ¿Cómo el ser humano era capaz de emponzoñar todo lo que tocaba?

Invernaderos

Por momentos no podía ver más allá de los invernaderos aunque sabía que allí, un poco más lejos, estaba el mar. Era como viajar encajonado entre más plástico, como si estuviera flotando en esa isla de basura. Todo estaba sucio y daba asco. Y el calor. Aquel calor pegajoso y pulverulento que hacía que el viaje en esta isla se tornara cada vez más desagradable. Pero llegar al mar se le antojaba como un hecho liberador. No sabía muy bien a qué se debía ese efecto, pero lo había sentido en Santander antes del incidente en el pub. Luego todo volvió a ser una mierda. Pero, por unos instantes, se sintió aliviado.
De vez en cuando una de las prostitutas que ejercían en los arcenes le hacían señas para que parase pero Mario no tenía ganas de sexo de riesgo. Ni de sexo seguro. Buscaba algo pero ni él mismo conseguía saber qué coño era. Lo cierto es que tampoco sabía si estaba buscando algo. Salió de su anterior vida para huir. Y eso era lo que hacía. Huir, escapar. Y derramar lágrimas.

 

El teléfono móvil en el manillar emitió un gemido e, histérico, se iluminaba de forma intermitente. No solía recibir muchas llamadas en los últimos meses y no contestaba casi ninguna. La última había sido la de Merche varias semanas atrás, fingiendo algún interés por las cosas que del garaje. Qué raro aquello. Aquella llamada… Parecía como si, en el fondo, muy en el fondo, Merche quisiera decirle algo. Pero en lugar de eso se mantuvo otro de sus profundos silencios. Después de un rato en el que solo se escuchaba, de forma tenue, su respiración, se despidió de ella y colgó. Ella no dijo nada.
El móvil seguía dando llamada. Era su padre.
Néstor nunca llamaba. Apenas sí sabía manejar el móvil. Siempre decía que todo esto de la tecnología le había pillado mayor, que se liaba con los botones. A veces uno no sabía si era cierto o lo que pasaba realmente, era que le importaba un carajo. A él también le había afectado mucho la muerte de su nieto. Como a todos, claro, pero lo rumiaba más discretamente. Procuraba aportar algo de equilibrio en todos los que le rodeaban aunque, a veces, fuese a costa del suyo propio. Creo que Néstor era un buen hombre. De carácter un tanto rudo, pero buena persona.
Cuando Mario contestó la llamada su corazón quedó helado. Merche se había quitado la vida. Fue algo discreto, sin pompa ni boato. Sin aspavientos.  Un frasco de pastillas y hasta la vista. Siempre he creído que una mujer, cuando se suicida, es mucho más limpia que cualquier hombre. Ellas nunca dejarán todo perdido de sangre pegándose un tiro o, si se cortan las venas, lo harán en la bañera. Incluso en el suicidio conservan el instinto maternal de protección de los demás. Y eso de dejar la casa perdida de sangre es una molestia para el que venga detrás. Merche no fue una excepción. Eligió la limpieza de las pastillas, la eficacia de la farmacopea.
Merche ha muerto.
Pero dejó legado. Un legado enfermizo y amargo, que se resumía en su frase de despedida garabateada en un trozo de mantel de color lila. “Mario, perdóname. Te quiero”
¿Te quiero? ¿Te quiero qué? ¿Joder la vida aún más? ¿Te quiero destrozar con mi partida hasta que no quede de ti ni un átomo aprovechable?
¿Es eso lo que querías Merche? ¿Era eso?
Mario lanzó el teléfono tan lejos como pudo y la voz de su padre voló con él a la suciedad del descampado, entre los invernaderos.
Y se desplomó.

(En Moto hacia los Infiernos IV)