Sintió un chorro de agua fría en la cara. Al abrir los ojos la luz del sol le cegaba la vista y alguien volvió a mojarle la cara.
Allí estaba Merche, a su lado, diciéndole que se despertara, que abriese los ojos, que se iba a morir de insolación allí, tirado al sol. Y Mario obedeció y abrió los ojos. Al instante Merche desapareció y quien ocupó su lugar fue una chica que no había visto en la vida. Había llegado la hora de quedar tarumba.

 

Le acercó una botella de agua a los labios y bebió despacio mientras ella le sujetaba la cabeza. Tranquilo, le decía con voz dulce, tranquilo…
Giró la cabeza y vio la moto aparcada al borde de la carretera.
Merche ha muerto, dijo en voz baja. Merche ha muerto.

 

Merche estaba muerta, de eso no cabía ninguna duda. Merche había muerto el mismo día que Diego enfermó de aquella cosa tan rara. Ahora había abandonado su cuerpo. Pero muerta, lo que se dice muerta, yo creo que ya estaba desde entonces. Y Mario se estaba muriendo poco a poco.  Claro que él no lo sabía. Él comenzó a morirse después que ella. Quizá al morir Diego o cuando ella asumió su propia agonía y decidió abandonarse en aquellos silencios. O más tarde, cuando se separaron. No sabría ponerle una fecha exacta al momento en que Mario comenzó a morirse.
Llevaba varios días sin comer cuando recibió la llamada de su padre. A veces le ocurría que se le cerraba el estómago y no podía probar bocado durante varios días. Entonces se producía algún cambio y volvía a ingerir alimentos de forma más o menos normal. Pero en aquel momento, inexplicablemente, sentía hambre.

He recuperado tu móvil-, dijo la voz femenina.
Ella se ha suicidado-, respondió Mario con la voz apagada.

 

Déborah no se llamaba Déborah. Se llamaba Anastasia y, de pequeña, le llamaban Nastia. Pero aquello quedaba muy atrás y no le gustaba regresar. No le gustaba recordarse a sí misma como Nastia, al menos no en aquellas circunstancias y no en aquel país. Algún día volvería a ser Nastia. Algún día dejaría de chuparle la polla a los camioneros de los invernaderos y regresaría a Sechenovo o a Moscú. O a cualquier lugar del mundo donde no existieran invernaderos ni camioneros sudorosos que quisieran tocarla.
Mientras llegaba ese día era Déborah. Se había puesto ese nombre por Débora Kerr. Cuando llegó a España, engañada por aquel hijo de puta de Vladimir, alguien le había dicho que se parecía mucho a Débora Kerr. Y dejó de ser la pequeña Nastia, una niña tímida criada en un suburbio de Sechenovo, para ser Déborah, la implacable y pragmática Débora. En la nueva persona ya no quedaba sitio para la inocencia.
Cuando vio a aquel tipo acercarse con la moto surgiendo del mar de invernaderos se refugió tras la parada de autobús. No se fiaba de los motoristas, parecían tipos peligrosos. Y desde luego, no se adentraban en los invernaderos; no había allí nada que pudieran venir a buscar. Además estaban aquellos rumores de desapariciones, de violaciones y todo lo demás. Nadie hablaba abiertamente de eso pero todos sabían que allí pasaba algo raro.
Cuando Mario paró la moto al otro lado de la carretera ella dio un respingo. Creía que la había visto y que se detenía para que le hiciera un servicio. No iba a desperdiciar la oportunidad de ganar unos euros pero no le hacía ni pizca de gracia. Desde que trabajaba sin chulo tenía que ser muy precavida. Ahora no tenía que rendir cuentas a nadie, ya no había ningún cabrón que se aprovechase de su trabajo, pero se sentía indefensa. Era el precio que se debía que pagar por la libertad, ya lo sabía. El que quiera ser libre ha de atenerse a las consecuencias.

En lugar de llamarla se quitó el casco y contestó una llamada de teléfono. Él sólo dio tres o cuatro pasos antes de arrojar el móvil, con rabia, por encima de la parada de autobús. Luego se arrodilló, escondió la cara entre sus manos y se desplomó. Quedó tendido de lado, entre el polvo del arcén.
Permaneció allí escondida, mirando a aquel desconocido que parecía muerto. Mierda. Mierda y más mierda. ¿Por qué había tenido que pararse allí? Entre todas las calles de todos los invernaderos de toda la puta provincia de Almería tenía que haberse parado en su territorio de trabajo. Déborah echó a andar en dirección contraria. Que le den por el culo al motorista. Que les den a todos.
Pero aquel tipo estaba llorando. Y un hombre que llora y se desmaya no puede ser peligroso. Débora sacó el botellín de agua que tenía en la sombra de la caseta del bus y se acercó a Mario. ¿Cómo podía estar con aquella cazadora de cuero con el calor que hacía? Definitivamente aquél tipo no estaba bien de la cabeza.

 

Balbuceaba algo sobre Marce, “Marce ha muerto”, o algo así. Bueno, a todos se nos muere alguien tarde o temprano. O nosotros mismos. Hacía tiempo que había descubierto, que todo lo que existe está destinado a desaparecer, a morir y a extinguirse. Por eso le daban igual los animales de África, los linces de Andalucía o los camioneros. Todos se iban a extinguir, todos iban a desaparecer y, con el tiempo suficiente, no quedaría ni rastro de su paso por el planeta. Esa idea la reconfortaba enormemente porque le permitía dejar de lado la compasión y pensar en cosas más elevadas como por ejemplo El Cosmos. El Cosmos y el Universo. A veces se quedaba mirando las estrellas desde la oscuridad de Los Invernaderos y se sentía formar parte de ese cosmos tan enorme. Por eso no le importaba tener que chupársela a los camioneros o follar con alguno de aquellos capataces medio idiotas que sólo entendían de tomate raf y berenjenas.
Y ahora este tipo que venía a morirse delante de una puta rusa en medio de los invernaderos. Con lo grande que era el mundo y la poca gana de líos que tenía. Pero éste no parecía como los demás. Éste parecía estar inmerso en un tormento enorme. También ella estaba atormentada pero, al menos, era consciente de ello.
La pequeña Nastia emergió desde algún lugar muy profundo y deseó subirse en la moto. Nunca se había subido en una moto. Bueno, una vez en la Ural de su tío pero aquello no era una moto, era la mula de carga que todo el mundo tenía en Sechenovo. Aquélla era muy bonita y le recordaba a una película. Antes de poder recordar cuál era Déborah volvió a encerrar a Nastia en su agujero.

En Moto a los Infiernos V