En la bodega del barco a Atenas.

En la bodega del barco a Atenas.

Hoy ha sido un día de mucho calor. A las seis de la mañana, en Atenas, ya se vivía en el bochorno. Caen los primeros gotarrones mientras nos movemos por una avenida atestada de coches y camiones. Dejar el barco es como un alumbramiento: sales de la confortabilidad del útero de las bodegas y te paren directamente a la crudeza del mundo. Aquí ya no hay defensas que te protejan ni estás aislado de la realidad. Ahora me doy de bruces con una ciudad caliente, con un ambiente que oprime y molesta.

Después de un café y algunas gestiones en internet nos despedimos. Un abrazo sincero, lleno de tristeza por la despedida pero a la vez, cargado de embrieguez por todo lo vivido estos días. En nuestro anterior viaje, el de Cabo Norte, éramos prudentes en extremo el uno con el otro, procurando por todos los medios que todo saliera bien y que no hubiera problemas. En este viaje nos conocemos mejor. Alex sabe de mi vocación parásita y yo de su manía organizativa. Él conoce mi indolencia y yo su capacidad de liderazgo y su carácter manipulador. Podemos anticiparnos a las reacciones del otro y adaptarnos, por eso este viaje ha sido por encima de otras consideraciones, entendimiento. Comprendo que José Luis haya abandonado el proyecto porque seguramente se sintiera desplazado. Lo entiendo y lo disculpo. No sólo fue la discusión en Capadocia; tres éramos multitud.

Compungido por la despedida y por sentir cerca el final del viaje, abandono la ciudad sin mirar atrás. Atenas es una ciudad fea y sucia que muestra sin pudor la decadencia de las ciudades sucias y feas. Salgo por autopistas radiales lleno de tensión, atento a todo lo que se mueve en mi derredor como si todos fuesen enemigos. Me siento vulnerable ente camiones y autobuses con conductores que desprecian el espacio de los demás.

Me dirijo al Canal de Corinto, un lugar que considero especial. Todos tenemos lugares especiales, emblemas que deseamos visitar porque, tal vez, vimos algún día una foto en una revista. Recuerdo perfectamente uno de mis primeros lugares emblemáticos, era una foto enorme del Mont San Michel en un bar de Oviedo. Debía de ser una de las primeras máquinas expendedoras de tabaco  decoradas con una foto. Lo recuerdo con nitidez. Me quedé mirando un rato el istmo de arena que, por aquel entonces, unía la ciudadela con tierra firme. Imaginé batallas, señores del castillo y cientos de aventuras en aquel lugar desconocido. Hasta años después, muchos, no supe ni el nombre ni la ubicación de aquel lugar pero con ocho o nueve años, me prometí a mi mismo que algún día visitaría ese lugar. Y esas promesas infantiles que uno se hace son muy difíciles de esquivar. Da igual que el sitio sea más o menos atractivo: si de pequeño te has comprometido contigo mismo no te quedará más remedio que hacerlo, de lo contrario tendrás el prurito de la frustración instalado en ti para siempre.

Y el Canal de Corinto era una de esa promesas juveniles a las que te sientes atado. Te imaginaste tantas veces allí que es como si lo conocieras desde siempre. Parece tan espectacular en las fotos, sientes tanta necesidad de estar allí… Y por fin estás y el sueño se hace realidad. Y pasa que las cosas casi nunca son como uno se las imagina. Las fantasías, cuando se hacen realidad,  se cubren tanto de ella que quedan desprovistas de parte de su magia, como cuando te explican el truco de cartas o como cuando te dicen que los Reyes son los padres. Quieres seguir manteniendo la misma ilusión pero ahora ya es imposible. Ahora ya has estado allí y la magia se desvanece porque era algo que solo estaba en tu cabeza.

El Canal de Corinto es solo un enorme agujero lleno de turistas como tú, una vez que lo conoces.

canal

“Por ese cielo tan azul que todos vemos, que ni es cielo, ni es azul. Lástima grande que no sea verdad tanta belleza” Creo que nunca nadie describió de forma tan sublime la pérdida de la ilusión. La cruda realidad se da de bruces con la magia y, cuando el humo se disipa y la verdad se abre paso, todo se transmuta.