A las ocho de la mañana abro los ojos y, aún somnoliento asomo la cabeza por la puerta de la tienda de campaña. El mundo sigue en el mismo lugar que lo habíamos dejado ayer: una mierda de vaca a escasos metros de la entrada y allí, al fondo, extendiéndose más allá del prado, un bosquete de robles me impide ver la autopista que se intuye a lo lejos.
A veces los días pasan tediosos, con el marchamo del aburrimiento dando fe de que el tiempo pasa y que las jornadas se suceden sin nada digno de mención. Pero cuando uno viaja en moto cada mañana es el preámbulo de una nueva jornada, intensa, distinta a la anterior, premonitoria, quizá, de las agradables sensaciones que nos ha de deparar el día. Da igual levantarse en la habitación de un hotel de mala muerte, en la mortecina confortabilidad del saco de dormir o en una cama prestada; al montar, de nuevo, el equipaje sobre la moto y disponerse a partir cualquier atisbo de empalagoso hastío queda relegado al ostracismo de una dimensión no cognoscible y la carretera se abre una vez más con tanto que ofrecer…
Me paseo en calzoncillos y con las botas de la moto puestas para ir a orinar al lado de un campo de nabos que está a varios metros. Estoy seguro de ofrecer una imagen verdaderamente kich pero, además de no haber nadie para verme, me importa un carajo. Mientras me desperezo aspiro el olor del rocío y el frescor de la mañana alemana, la primera de mi vida en este país y que saboreo con delectación. Nuevo país, nuevas carreteras, nuevas aventuras para una mente ávida de sensaciones. Aquí, a esta hora de la mañana no queda lugar sino para paladear cada instante con fruicción.
Gelucho ya se ha despertado, con buen humor como siempre, y entre bromas vamos recogiendo nuestro equipaje, desmontando la tienda y preparando una nueva jornada a lomos de las motos. Hoy nuestro plan es llegar a Innsbruck, en Austria donde nos espera Margy, una chica italiana del Hospitality Club que nos dará cobijo en su casa esta noche.
Navegando por encima del campo de nabos vemos un yate de considerables dimensiones. Es una visión surrealista que resulta, a todas luces, imposible. En pocos metros el yate sale del nabal arrastrado por un coche que, oculto a nuestra mirada, lo arrastraba. De nuevo, risas.

Son las nueve y diez de la mañana y estamos en la ruta. Nunca, hasta ahora, habíamos madrugado tanto en este viaje. Quizá la premura por levantar nuestro campamento antes de que llegase el dueño del prado o el ansia por llegar a Austria nos hizo apurar los preparativos previos a la salida. Sea como fuere en estos pocos kilómetros que hemos recorrido las carreteras rápidas se han terminado y ahora bordeamos el lago Constanza por una carretera comarcal atestada de coches. Al fondo veleros y barcas de todo tipo y tamaño se abren paso por las aguas del lago. A nuestro lado, pueblos, casitas, palacetes… todo enmarcado en el verde permanente de bosques, prados y cultivos que se alternan en un cuidado desorden.
Es la mañana de un sábado radiante, inundada por una luz hermosa que acaricia suavemente esta perfecta sinfonía de las orillas del Constanza donde la actividad reina por doquier y donde parece que todo el mundo está ocupado en hacer algo o ir a alguna parte. Da la impresión de ser una mañana feliz para los felices habitantes de este lugar.
Encerrado en la soledad de mi casco, con la pantalla abierta para empaparme de cada ápice de esencia, me gusta ir imaginándome que todos son felices, que todos viven en esta especie de armonía perfecta recién extraída de mi imaginario particular. Hasta que acude a mi la tenebrosa idea de que, para que toda esta gente pueda disfrutar de cada coche clásico al que adelanto, de cada deportivo con el que me cruzo, de cada palacete que se alinea al costado de la carretera, tiene que haber alguien, en alguna parte del globo que no esté disfrutando de esos coches y esos palacios. Incluso en esta febril serie de equilibrios imaginarios habrá alguien en alguna parte que no esté disfrutando de ir en moto para que yo sí pueda hacerlo. No son pensamientos atenazadores pero resulta un tanto desasosegante disfrutar de cualquier actividad si estás pensando en los que no pueden realizarla. ¿Bastará eso para redimirme? ¿Es suficiente dedicar un pensamiento a los desfavorecidos para lavar la conciencia?
Los rincones pintorescos se suceden enmarcados en un paisaje entre alpino y mediterráneo que acentúa la sensación de irrealidad mientras atravesamos la comarca del Bundesee, el nombre que recibe el lago en alemán.
Aún no son las diez de la mañana y ya nos vemos envueltos en los primeros atascos que se forman a la entrada de algunos pueblos. Toda esta zona está densamente poblada y todos desean ir a alguna parte a disfrutar de este sábado espectacular.
Esto parece ser el paraíso de las motos y los coches de lujo. Nos cruzamos con cientos de BMW´s  con las que nos saludamos religiosamente en un acto que, de reverente, pasa a ser un automatismo por la insistencia, quedando despojado de halo de respeto. De frente, decenas coches clásicos, de todas las épocas, dirigiéndose, probablemente, a algún tipo de evento porque no parece muy normal que el censo de reliquias sea tan elevado en ninguna parte del mundo.

A unos ciento cincuenta kilómetros de Innsbruck, en la región de Bayern, las primeras montañas de cierta entidad hacen su aparición tímidamente, asomándose a nuestro paso y dándonos la bienvenida a Oberallgäu, la Alta Algovia prealpina. Ya veo las primeras estaciones de esquí que, desprovistas de nieve, ofrecen al viajero una desnudez ruborizante. Cada vez hay más motos en la carretera, esto parece una fiesta de las dos ruedas. El tráfico sigue siendo intenso pero llego a obviarlo porque la belleza del paisaje resulta, por momentos, sobrecogedora. Ahora un valle glaciar, plano como la palma de la mano y rodeado de altas cumbres, luego un lago lamiendo con delicadeza la carretera. Más adelante unos granjeros segando… Todo parece haberse aliado para recibirnos con los máximos honores y la región de Baviera abre para nosotros una belleza masiva, sin concesiones a lo sutil.

Ya es la hora de comer y nos detenemos en un restaurante con amplia terraza. Muy consciente acudo al tópico y pido una enorme salchicha con chucrut y  una cerveza a juego con el tamaño del frankfurt. Luego otra. El camarero habla español. Parece ser una constante esto de que todo el mundo domine varios idiomas, incluido el español. Me resulta increíble la facilidad con que, de forma continua, nos encontramos con gente que habla el idioma de Cervantes con cierta soltura.
Antes de pasar la frontera con Austria nos detenemos a admirar el paisaje y una furgoneta que viene en sentido contrario atraviesa el carril para advertirnos de la presencia del radar dos kilómeros más adelante. Nos insiste en que tengamos cuidado, que están en una recta camuflados. Nos resulta sorprendente, no ya que alguien nos avisen con ráfaga sobre la presencia de la policía sino que se detengan para avisarnos. Cuando se van nosotros hacemos lo propio y advertimos a una pareja en descapotable que acaban de aparcar a nuestro lado. Es un Mercedes Kompresor que, en comparación con los Bugatti o los Lamborgini que hemos visto se nos antoja de lo más vulgar.
Efectivamente, a dos kilómetros nos encontramos con policías y radar de pistola, como los que se usan en Marruecos. Llevan uniforme marrón y van coronados por una estúpida gorra de plato del mismo color que les resta, según mi parecer, mucha seriedad. Me recuerdan un cuerpo policial de república bananera. Yo abro la marcha y me apuntan con el dispositivo. A pesar de que voy despacio, muy por debajo dellímite, me siento incómodo, no sabría decir si por el hecho de ser apuntado con el aparato o por su inquietante y amenazadora comicidad. No me gusta.

Ascendemos suavemente el Gaichtpass, -atrás, lejos de mi vida, quedan la frontera y el Oberalpass-, para descender de forma vertiginosa el puerto hacia el Lech, un afluente del Rin. Vuelven a hacer su aparición miles de coches pero esta vez en dirección opuesta, ascendiendo el Gaichpass de forma pesada, con lentitud exasperante y exentos de toda gracia en el desplazamiento. Por un instante me apiado de ellos y siento que no puedan subir el puerto en moto. Infelices.
Durantes estas horas sobre la moto he vuelto a reconciliarme con la ruta dejando atrás, por lo menos durante el día de hoy, las extrañas y agridulces sensaciones de ayer. A pesar de rodar a treinta grados de temperatura todo parece discurrir de manera plácida, tranquilamente, sin sobresaltos ni quebraderos. Incluso hoy la chica del GPS parece estar portándose y no nos ha hecho dar vueltas innecesarias. Más bien al contrario, no ha podido escoger mejor ruta.
Otro puerto más, el Ferndpass, disfrutando de estas carreteras anchas y bien cuidadas, tan anchas que incluso da la sensación de que se han equivocado en las medidas, y estamos en la autopista. De aquí a Innsbruck solo restan cuarenta kilómetros y el viaje se torna más aburrido.
Innsbruck es una ciudad tranquila, demasiado incluso para un sábado por la tarde. Los coches parecen haber abandonado el centro y tan sólo se oye el rugido de la Ducati retumbando mientras circulamos entre los raíles del tranvía. Nada. Nadie. Todo está muerto. Algunas pandillas de adolescentes de cabeza menguante, como la mayoría de los adolescentes, charlan en los bancos de un parque resguardados del calor y viendo pasar la tarde con indiferencia. Otros, jóvenes también, salen de un concierto vespertino acompañados de los gritos histéricos de las niñas. Supongo que ha sido bueno.
Damos varias vueltas por la ciudad muerta y recalamos en una terraza al lado del ría que, curiosamente, está a rebosar. Mientras esperamos mesa vemos que una pareja está a punto de levantarse y Gelucho, haciendo alarde de un inglés más que correcto, (inventado pero correcto), les dice: “¿yu-guá?”, intentando preguntar si se van. Ellos, que supongo no entienden bien el inglés inventado, preguntan si somos españoles y luego nos ceden su mesa. Mi compañero insiste en que su inglés, aunque inventado, es más eficaz que el mio. Volvemos a reirnos felices de estar aquí, de tener las motos aparcadas a la vuelta de la esquina y de sentirnos tan libres. Aquí, acunados por el sonido del río bajo la sombra de los arces, nos tomamos un par de cervezas gigantes mientras llega Margy, nuestra anfitriona.

Hemos salido a cenar al Lowënhaus con Margy y sus amigos. De ahí a los pubs, comenzando por el Litle Rock, a los discobares y a las discotecas donde los exiguos cubatas cuestan siete con cincuenta y duran un suspiro.
Con Margy, Marco,Mario, Jennyfer, Gami… recorremos los más variopintos antros hasta que el sol comienza a desperezarse tras las enormes montañas que guardan la ciudad.
Mañana subiremos el Stelvio, el mítico paso que se nos resistió en nuestro anterior viaje a Bosnia y Montenegro y que, esta vez si, será conquistado. Con estos pensamientos me quedo dormido en un tiempo récord, quizá debido a los minicubatas o a los cannabinoles