Este Magadán no está al final de la Ruta de los Huesos, ni se esconde detrás de un sugerente nombre que nos evoque una aventura de reminiscencias románticas. Es tan solo una ruina, un remedo de lo que fue y del apenas quedan unas piedras que, en pocos años, ni siquiera darán fe de asentamiento humano que hubo. 

Volvemos pues a la impermanencia, y la sólida verdad de que nada existe para siempre, ni siquiera el siempre existe.

Quizá, si el viajero tiene suerte, el amanecer le sorprenda en el Puerto del Palo para, después de disfrutar del suave ascenso en la tenue penumbra del alba, asomarse al balcón natural que le descubra las montañas redondeadas. Se extienden hasta donde alcanza la vista. Montañas ancianas, moldeadas por millones de años que tampoco lo serán eternamente. Al fondo, casi al alcance de la mano, Galicia, separada únicamente por una imaginaria línea que hoy es y mañana dejará de ser.

Los peregrinos más madrugadores comienzan su camino en algún punto del descenso haciendo su propia ruta, persiguiendo su propia quimera y creyendo, quizá, que su camino es único y verdadero. Mientras, el viajero que descubre su ruta a lomos de la moto, piensa lo mismo sin reparar en que todo es "lo mismo".

El mar de niebla aún se adueña del valle conformando un fantasmagórico pantano de inmaculada blancura que baña los montes pelados, besando con su helado aliento las suaves ondulaciones de las tierras de Occidente.

Y llegará el viajero a Magadán en pos de lo que no existe, en busca de lo que no queda, hollando con la mirada cada curva retorcida y cada recodo del río que ahora puede ver fluyendo, pausado, en el fondo del valle. Pero Magadán ya no existe al igual que ya no existen sus moradores. En lugar de eso aquí solo quedan paredes enhiestas que se resisten a ser vencidas por el paso del tiempo mientras son engullidas por la maleza. Más no debe preocupar eso al viajero que habrá de mirarlo todo con los ojos de la distancia. Si algo es bello habrá de congratularse pero teniendo siempre presente que todo lo que ve es efímero, dúctil, impermanente.

Y quizá un esporádico habitante de edad provecta, si el viaje se hace coincidir con un fin de semana primaveral, pueda cruzar algunas palabras con el viajero, lamentándose, una y otra vez, del abandono, de la desidia, del indefectible paso del tiempo que todo lo cambia y todo lo iguala.

Y dejará el viajero Magadán, el pueblo que se borra a si mismo, para seguir viajando hacia ninguna parte.