Amanece en Bélgica. Que es como un amanecer en cualquier otro lugar solo que yo lo veo con los ojos de quien está de vacaciones y acampado en el centro de la nada. Ayer escogimos un lugar perfecto en medio de todos estos campos, en medio de este bosquete mínimo que nos da tanta sensación de seguridad. Como cada día preparamos un desayuno rápido a base de fruta, zumo y fiambres. Aún nos queda parte del lacón cocido que ha traído Gelu pero la verdad es que ya estoy un poco harto de cerdo, no me parece un alimento apropiado para el desayuno.

Ya tenemos todo recogido, un último vistazo y volveremos a la ruta. Atrás han quedado los sosos y anodinos paisajes de la Francia fronteriza donde, lo único destacable entre las enormes rectas flanqueadas de cultivos, eran los gigantescos tractores que, de cuando en cuando, adelantábamos. Mi compañero se preguntaba, al igual que yo, el porqué del declive de la agricultura en la mayor parte de España mientras que en estos países las cosas parecían marchar por otros derroteros. ¿Acaso la subvenciones de la Unión Europea aquí fueron de otro calibre? ¿O es que a los españoles sólo nos dieron dinero para que abandonásemos toda producción en propio detrimento y en favor de esta gente? Estas y otras reflexiones nos ocupaban la cabeza de vez en cuando y no sabíamos encontrar la respuesta a nuestras preguntas. El caso es que, por aquí, no encontramos terrenos baldíos ni zonas incultas dejadas a merced del matorral.
La carretera vuelve a sortear colinas, prados y bosquetes de frondosas en esta mañana con frescor belga. No parece que vaya a durar mucho esta temperatura agradable porque en el cielo no se ve ni una sola nube y, conforme avanzamos, el calor va en aumento. Vamos dejando atrás pequeños pueblos en los que no se ve gran actividad y sin apenas paradas. En todos ellos la profusión de flores es lo que más me llama la atención. Flores en calles y plazas, en el cartel del nombre del pueblo, en las ventanas, en los jardines… De nuevo acude a mí la inevitable comparación con mi tierra, ese solar patrio en ocasiones tan espartano y siempre tan alejado de este tipo de detalles que alegran el espíritu.
Por el rabillo del ojo veo que la Ducati me adelanta y me hace señas para que me detenga. En cuanto tengo ocasión paro en el arcén y Gelu me dice que ha visto un cartel que pone “Ruta de la Cerveza”. ¡Oh, Dios mío!. En este país si que saben organizarse. Acabamos de pasar Chimay, pueblo famoso por su fábrica de cerveza, que no hemos visto, y algunos anuncios e indicaciones nos sugieren que el asunto de la cerveza está presente por aquí, pero una ruta de la cerveza… Me parece una idea tan sugerente que nos damos la vuelta y tomamos una estrecha carretera en pos de dorado líquido. Después de diez años sin probar la cerveza a causa de una extraña, (y por otra parte estúpida), alergia, ahora que he descubierto que muchas de las de barril y las elaboradas conforme a la Ley de Pureza no me hacen ningún daño, he vuelto a beberla, pero con tal fruición que a veces me derrota. Consigo, ahora, captar matices de sabor de los que antes no me percataba, aromas que parecían vetados a mi paladar. Bebo despacio, saboreando, dejando que su sabor me llene las papilas gustativas y, a veces, recordando los años de sequía.

 

Y así voy viajando ahora mismo, pensando en una fábrica de cerveza donde nos enseñarán todo el proceso de fabricación y luego nos invitarán a pasar a la zona de degustación donde mi mano se cerrará sobre una jarra de ambarina, fresca y deliciosa cerveza belga. Con este hermoso pensamiento en mente voy negociando curvas y más curvas por el fondo de este frondoso valle. El río, caudaloso y umbrío fluye, tranquilo, a nuestra derecha regando este lugar que hoy parece paradisíaco.
Dejamos atrás un enorme “chateau” y luego otro. Me estoy impacientando porque no acaba de llegar la primera fábrica de cerveza y, aunque la temperatura es agradable, ya apetece tomarse una.
Seguimos bordeando el río, navegando por el asfalto entre luces y sombras y aspirando el paisaje para impregnarnos por entero. De vez en cuando me acuerdo de los estudiantes belgas de “Amanece que no es poco”, la película de José Luis Cuerda, una obra maestra del cine español que habré visto, por lo menos, ocho o nueve veces.
Pero la cerveza sigue sin aparecer.
Hace rato que no veo ninguna señal que me confirme que seguimos en la “Ruta de la Cerveza”. Los paisajes siguen siendo hermosos pero no se vislumbra ni un grano de cebada o malta. Ni tampoco campos de lúpulo.
Llegamos a un pueblo con pinta de capital de la cerveza, al menos eso me parece a mi a pesar de que, no sólo no hay nada que lo indique, si no que tampoco se ve ni una terraza con sombrillas para tomar algo.
De repente comenzamos un suave ascenso entre la fronda y, después de varias curvas, aparecemos en una altiplanicie en la que, por arte de magia, todos los árboles han desaparecido y han sido sustituidos por campos de cereal y enormes tractores. De nuevo granjas solitarias se yerguen en medio de los campos, sin gracia, sin nada que destaque aparte de un ténue olor a trabajo. Constato que nos hemos salido de la Ruta, si es que algún día existió.
El sol aprieta cada vez más y nuestro periplo por las secundarias vuelve a tornarse aburrido. De vez en cuando el GPS nos da alguna sorpresa, enviándonos por viales solo aptos para intrépidos exploradores.
Y aquí estoy, en la civilizada Europa, rodando por infectas carreteras donde las únicas nota de color que destacan sobre el sempiterno verdor de los campos son mi cazadora, otrora amarilla, y el blanco y rojo de la Multistrada.
Adiós fábricas de cerveza. Adiós valles de ríos serpenteantes. Adiós castillos y palacios. Y hola a lo que venga a encontrarse con la rueda delantera.
Hace ya mucho rato que no sé donde estoy. Circulo guiado solamente por el GPS que me muestra una exigua porción de mundo en su pantalla de colorines. Me desagrada esta situación porque siempre quiero conocer el lugar exacto donde me encuentro pero no en forma de triángulo en una pantalla sino con respecto a otros lugares. Esto, para nosotros, es “terra incognita”. Espero llegar pronto a una ciudad que me sirva de referencia para poder marcar luego, sobre un mapa, la ruta con certeza. Ya sé que es una tontería pero me da la sensación de que si estoy en un lugar y luego no soy capaz de colocarlo en el mapa es como si nunca hubiera estado. El lugar no existe. Sólo es una imagen en la mente, una quimera a la que no sabría volver, un lugar imaginario. Los lugares, para existir, deben estar en un mapa, con su impoluta cartografía, sus hermosas curvas de nivel y sus carreteras rojas o amarillas. Adoro los mapas. A veces me paso largos ratos mirando mapas de lugares a los que nunca iré, de lugares a los que ya he ido, de sitios mágicos. Si cojo una lupa y amplío un sector puedo ver, desde aquí arriba, a la gente, muy pequeña, segando prado, conduciendo sus coches, comprando en la tienda de la esquina. Solo veo lo bueno cuando miro un mapa. Veo lo bueno y me veo a mi mismo recorriendo carreteras, conociendo pueblos, viajando por esas líneas de colores impregnadas de ilusión e incógnitas. Son buenos los mapas.
Y así nos pasamos la mañana, haciendo kilómetros a lo tonto, sin saber donde estábamos y dejándonos guiar por la tecnología, sin miedo a perdernos porque, este chisme, siempre nos lleva a algún lugar y siempre nos saca si deseamos salir de allí.
Casi sin darnos cuenta los carteles de los pueblos comienzan a tornarse un tanto ilegibles. Ya hace rato que observo que el idioma francés ha dado paso al alemán, al menos en lo que respecta a los nombres de los pueblos. Seguimos callejeando entre granjas, entre bosquetes, colinas y vaguadas y el paisaje no es tan monótono y escaso de gracia como hace unas horas.
Es la hora de comer y nos detenemos en uno de los muchos chiringuitos que nos anuncian que somos bienvenidos. “Welcome Bikers”, “Bienvenues a les motards” y cosas por el estilo se leen en una de las carreteras que parecen estar de moda para la población motera de estos lares. A mi me parece el culo del mundo pero, a la vista de tanto tráfico, seguramente sea, o un paso obligado a algún lugar, o la zona reviste un interés especial por motivos que ignoro1.
En el bar pedimos salchichas y cerveza al dependiente que sólo habla alemán. Consulto el mapa y no doy crédito a lo que veo: hemos atravesado todo el sur de Bélgica y, en lugar de seguir hacia Luxemburgo, como teníamos previsto, estamos a escasos siete kilómetros de Alemania, mucho más al Este de lo que pensaba. Nos hemos pasado tres pueblos, que suele decirse. En nuestro caso bastante más de tres pueblos porque, después de rodar toda la mañana por infectas callejas, por carreteras rizadas de no más de tres metros de ancho, no hemos avanzado nada, o muy poco, hacia Austria. Es cierto que la idea era rodar sin prisa, sin hoja de ruta pero de ahí a perder el rumbo dista un abismo.

Replanteo la ruta en el GPS y le indico dirección Luxemburgo con la ilusión de conocer un nuevo país y la esperanza de que ago nuevo ocurra.
Y lo que ocurre es que este pequeño estado se halla atestado de coches por su entrada norte. El plan era no tocar las autopistas pero ahora me encuentro buscando una desesperadamente para salir de este atasco sofocante donde miles de coches intentan acceder a la ciudad por la misma carretera. Gran parte de la misma está en obras y rodamos entre polvo y baches. Hace un rato han hecho su aparición los autobuses urbanos que se suman a esta orgía de sofoco y estrés.
Los arrabales de Luxemburgo son como los de cualquier otra ciudad, no encuentro nada que me llame la atención o que destaque por encima de este organizado caos. Me estoy agobiando y cada parada en un semáforo supone un suplicio. Gelucho me dice que busque una entrada a la autopista pero no veo ni autopista ni ninguna indicación que la señale. Creo que estamos entrando por el lugar equivocado.
Por fin estamos dentro de la ciudad. Ya he perdido la cuenta del tiempo que rodamos para llegar a esta ciudad donde los coches pugnan por moverse unos metros entre semáforos y calor sofocante. No puedo más. Necesito salir de este ambiente opresivo para no regresar jamás. El GPS se empeña en meternos por el centro mismo de la estación de autobuses, un enorme edificio con pinta de polideportivo gigante al que no hay más acceso que para peatones y autobuses. Otra vuelta a la manzana. Otra vez la estación de autobuses.

Ahora sí que me largo. Apago el GPS y sigo las indicaciones para salir de la ciudad hacia Metz y Nancy. La salida resulta ser infinitamente más sencilla que callejear por el centro de la ciudad con este insoportable calor y ya estamos, esta vez si, en una autopista que me sabe a gloria. Pero poco dura la alegría en casa del pobre. He vuelto a encender el GPS hace unos instantes y ya me he equivocado de salida dos o tres veces. Aún estamos dando vueltas por los alrededores de Luxemburgo, ora en dirección Alemania, ora en dirección Bélgica pero nunca en la dirección correcta. Por el rabillo del ojo acabo de ver la salida hacia Metz pero está en el carril contrario. Ahora solo tengo que llegar hasta allí. Vuelvo a equivocarme de salida y en la incorporación a la autopista acelero con violencia para demostrarme a mi mismo lo indignado que estoy. Durante media hora damos vueltas como tontos. En cada nueva equivocación me encojo de hombros y le hago algunos gestos amistosos a mi compañero de viaje que sirvan para esconder un poco mi frustración aunque, conociéndome como me conoce, sabe que ya estoy rojo de ira.
Por fin salimos de nuestro particular laberinto y nos incorporamos a la salida autopista de Mezt. Ahora haremos todo el recorrido que nos resta hasta el destino, sesenta kilómetros, cómodamente a ciento cuarenta por hora. Llevamos un montón de kilómetros encima y necesitamos un descaso. Ha sido una etapa más larga de lo previsto.
Están apareciendo cada vez más coches y camiones. El tráfico se hace muy denso y lento. Sigue apelotonándose vehículos y ahora circulamos por el carril de la derecha o izquierda indistintamente avanzando a no más de cuarenta por hora. En algunos momentos tenemos que detenernos porque la caravana no avanza. Bien. Ahora estamos completamente parados. Decido usar el arcén un rato pero no voy muy seguro por aquí. Vuelvo a la fila de vehículos y, entre los dos carriles pasan tres motos, sacando la pierna para saludar. Esto de los saludos se ha convertido en una constante durante todo el viaje. Los motoristas franceses jamás se olvidan de sacar la pierna cuando te rebasan o saludarte con la mano si se cruzan de frente. Me gusta.
Volvemos a parar. Ahora voy a intentar pasar entre las dos filas de coches, al fin y al cabo si lo hacen los autóctonos yo también podré hacerlo aún consciente de la ilegalidad.
Me voy al centro, estoy circulando sobre la línea discontinua. Los coches se hacen a un lado. ¿Qué es esto? ¿Estoy soñando? Todos los vehículos se apartan a derecha e izquierda dejándome un margen más que amplio para circular entre ellos de modo que me puedo mover con soltura para ir, poco a poco, rebasando la caravana. Así circulamos varios kilómetros, con cierta tensión pues es, para mí, una situación nueva, pero sin sensación de peligro. Aquí estoy, en plena autopista atestada de coches, autobuses y camiones, avanzando en medio del atasco. Me siento como Moisés abriendo las aguas, como si un campo de fuerza se abriese delante de la moto para ir apartando obstáculos. Que hermosos sería poder circular siempre así, como un campo gravitacional sobre la rueda delantera que echase a un lado a los demás usuarios de la vía, con suavidad, con dulzura extrema, y que me protegiera de ellos. Me resulta pasmoso todo esto y me siento el rey de la carretera. Otra vez rodando feliz y contento con la sensación de que todo vuelve a estar en su sitio, de que el círculo se cierra y lo perfecto existe.

En Mezt, ya no me acuerdo de la autopista, ni del atasco de la frontera, ni de mis glúteos maltratados durante tantas horas. Volvemos a estar al final de la ruta, con la cerveza en la mano y las motos aparcadas delante del albergue.
Cenamos en la terraza de un Dönner Kebab otra vez mientras dirigimos miradas furtivas a alguna de las bellezas locales.
Es bonito esto.

1:  era el Parque Natural de  Ourthes