Llegué a Postojna cubierto de polvo y cansado. Posé el pié el el suelo y di un ligero acelerón en vacío.  La moto rugió con estrépito quedo. A veces es sólo un acto de rebeldía caduca, la rémora del chico malo que nunca fui, el recuerdo de lo que no existió. Todos deberíamos tener el recuerdo de lo que no fuimos, una ligera noción de lo que creíamos ser y que, con el tiempo, descubrimos que no éramos. Todos deberíamos extrañar la vida que no tuvimos, supongo que sólo de ese modo la habremos vivido.

Un acelerón en vacío.

A unos metros la vi. No tendría más de trece o catorce años. Nariz chata y grandes ojos brillantes de lágrimas. Lágrimas que se habían secado en sus mejillas y mirada perdida en ninguna parte, en uno de esos lugares donde los ojos dejan de ver y las miradas se quedan ciegas. Su expresión reflejaba la más absoluta indiferencia por el mundo. Sólo ella, sumergida en un universo paralelo que parecía no comprender.

Quedé paralizado ante su presencia. Era la imagen perfecta de la tristeza, el ejemplo vivo de la melancolía más atroz, el retrato de la desesperanza. La estética de la soledad, la angustia perfecta. Inmediatamente quedé prendado de ella, de su pelo lacio, de sus manos inertes colgando en el extremo de sus brazos muertos, de sus labios indolentes, de su mirada perdida… Deseé bajarme de la moto y estrecharla entre mis brazos ungiendo sus lágrimas con las mías, fundiéndome en su dolor inmenso y aliviando su carga.

Después de unos instantes eternos vi el tanatorio, desdibujado, en un segundo plano. 

¿A quién lloraba? ¿Su padre, su madre, una amiga?

Una mujer de mediana edad la tomó de los hombros y la condujo al interior del edificio pero ella antes de entrar se volvió y su mirada perdida se posó en mi y en la motocicleta. Sálvame, cámbialo todo, suplicaban a gritos sus ojos. 

Rompí a llorar con tanto dolor que sentí que llevaría parte de su carga para siempre. Sólo entonces comprendí que lloraba por mi mismo.