Recuerdo un día que bajaba el Puerto del Palo entre la niebla. Se adivinaba un precipicio húmedo a la derecha y, ante la falta de paisaje, mis pensamientos sobrevolaban aquella espesura internándose en lo absurdo. Reparé en que nunca había dicho, al menos que yo recordase, la palabra “patatitas”.

Quizá palabras como “patatinas”, “pataquías” o “pataquiñas”, podrían haber salido de mi boca alguna vez. Pero jamás “patatitas”. Nunca. ¿Hay palabras proscritas? ¿Hay vocablos que tememos pronunciar?

Me armé de valor y lo dije en voz alta: PATATITAS!

La palabra salió del interior del casco y, tras de mí,  quedó flotando en el aire unos instantes. Luego desapareció entre la niebla como si nunca hubiera sido dicha. Se evaporó.

Me sentí extraño. La sensación era tan nueva y tan inusual que tuve la certeza de estar haciendo algo por primera vez. Respiré hondo y mantuve aquel sentimiento placentero dentro de mí hasta la siguiente curva. Por un instante pensé en volver a decirla, en llenar la carretera de “patatitas”, en sembrar la nada absurda de la niebla con mi recién adquirida libertad de decir “patatitas”. Pero preferí mantenerme en silencio, aferrado a la sensación de poder que me había procurado al decirla en voz alta.

Ahora, una vez perdido el miedo, creo que sería capaz de volver a decirla si surgiera la ocasión.