La culpa es solo tuya, la culpa es solo tuya. Ahora trata de perdonarte“. Lo repetía como un mantra insistente en el interior de mi cabeza. No era cuestión de complejas elucubraciones intelectuales lo que me estaba causando problemas sino principios de acción y reacción. Cuando te enamoras, cuando odias a alguien o cuando emites un juicio de valor entran en juego las complejas elucubraciones a las que hago referencia unidas a arrebatos más viscerales. Pero si el problema viene dado por dejadez, por no haber realizado acciones más o menos automatizadas que no requieren de gran carga intelectual, podemos hablar abiertamente, de culpa.

Y la culpa era mía.

El sentimiento de culpabilidad no ayuda gran cosa. Hay un dicho popular en esta zona que  es muy ilustrativo “dende que tira-lo peido nun sirve apreta-lo cú” (desde que tiras el pedo no sirve apretar el culo). Y en esas estaba yo, viniendo con Elena de la Concentración Invernal de Eskimós por la A-66, apretando el culo y culpándome hasta el desprecio, por no haber revisado la moto más a fondo antes de salir de viaje. Tareas casi automatizadas que no requieren más que de la voluntad de hacerlas, principios de acción y reacción.
Aún quedaban 400 km. para llegar a casa y la moto no pasaba de 120 km/h. Lo primero que pensé es que tenía que haber cambiado, meses atrás, las bujías y el filtro de aire sin embargo, a pesar de la falta de potencia, el motor sonaba redondo hasta medio régimen, que de ahí no pasaba. Luego se me ocurrió pensar en el cable del acelerador, que aún es el original o en problemas mecánicos de elevado rango. Reacción por inacción.

Mientras se sucedían los posibles actos de contrición y flagelaciones de indulto que podía aplicarme (alternados, eso sí, con el firme propósito de perdonarme a mí mismo), retorcía el acelerador con rabia, intentando descargar la culpa sobre la propia moto, sobre sus decenas de miles de kilómetros y sobre su, más que evidente, ausencia de fiabilidad. Elena, pasajera silente, se mantenía en prudente inactividad, incluso cuando la velocidad bajó a noventa por hora. Muy de agradecer porque, cuando uno se siente culpable no viene bien que nadie meta el dedo en la llaga.

Comprendí que aquello no iría a mejor y al llegar a Astorga decidí claudicar, abandonar la autovía y prepararme para que mis manos llegasen al punto de congelación mientras repasaba todo lo repasable en la moto. En la primera rotonda, al cortar gas, la solución llegó sola como llegan los milagros, que casi siempre acontecen de forma inesperada: el puño del gas, con el calor de los calefactables, se había despegado y solo disponía de un tercio de su recorrido normal. En esta posición llegaba al tope de aceleración porque el cable electrico le impedía seguir girando. Es decir, cuando creía que llevaba la moto a tope aún le quedaba más de la mitad del recorrido real al puño.

Sin detener la moto giré el acelerador a su posición original y todo volvió a la normalidad. Regresamos a la autovía, siguió lloviendo y nevando, y los pies decidieron vivir al margen de mi cuerpo, con temperatura de piedra hasta llegar a casa, pero no hubo más contratiempos.

¿Que lección aprendí de todo esto? Tres para ser exactos: que no es necesario revisar la moto, que las cosas se solucionan solas y que no debo de lacerarme con sentimientos de culpa.

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