circulo_polar_articoMuchos, recalcitrantes aficionados a los viajes, no piensan en otra cosa que en moverse de un lado para otro. Los hay que viajan y, cuando no lo hacen, piensan en hacerlo. Y los hay que no viajan y continuamente piensan en hacerlo. La mayoría de ellos se pasa las horas muertas en páginas web dedicadas al mundo de los viajes. Los países pasan ante sus ojos como un desfile de novedades, las carreteras del Google Maps son territorio a explorar y el Street View ha sido la puntilla para entrar, de lleno, en el desvarío total.

Leen aventuras y relatos de viajes en páginas como ésta, dejan volar su imaginación y se ven a sí mismos a lomos de cualquier motocicleta recorriendo el mundo durante meses o, por qué no, años. Ejercicios mentales que reafirman un deseo quizá poco analizado o simplemente, visto como lo que es, una fantasía, refiriéndome a uno de esos viajes que suponen dejar atrás un modo de vida, soltar amarras.

Pero, ¿qué es lo que impele a uno a viajar o a tener el deseo de hacerlo?

A los que viajan es el deseo de conocer otras culturas, otras personas, otras formas de vivir la vida. También, en algunos casos, el deseo de acción, de correr aventuras, de tener experiencias nuevas. O el deseo de contarlo, de tener reconocimiento, de figurar. ¿Seguro?

Entre los que no viajan pero están obsesionados con hacerlo, suele haber un denominador común: tienen idealizado “el viaje” y, en muchas ocasiones, al viajero. Se imaginan situaciones de lo más épico, aventuras fuera de lo común y convertirse en el recipiente de una sabiduría sin parangón. ¿Están equivocados?

Lo que suele ocurrir es que, en la mayoría de los viajes, obtienes una visión parcial y muy sesgada de lo que estás visitando; nunca llegas a conocer más que una parte ínfima del país, de la gente o de lo que sea que estés intentando descubrir. Y eso pasa por dos motivos principales: el primero es que no deseas conocer más allá, no deseas ni puedes hoyar más profundo. El segundo es que vas tan imbuido de tu espíritu viajero, tan lleno de tu propia aventura que no te deja ver hasta lo más profundo.

Antes de que se solivianten los profesionales del viaje y los ruteros empedernidos, voy a intentar aclarar estos conceptos quizá soltados un poco a bocajarro.

El primero de ellos, la falta de deseo por conocer, no tiene por que ser algo consciente; de hecho, la mayoría de las veces es algo que está fuera de nuestro entendimiento. No se desea ir más allá porque no hay tiempo, porque se pretende abarcar todo, porque nuestra mente no es capaz de asimilar tantos cambios y tantos conceptos a la vez. Para conocer en profundidad tendríamos que quedarnos a vivir en el lugar que estamos visitando y eso, consciente o inconscientemente, no es lo que queremos. Hemos ido para, tarde o temprano, regresar. Y aquí entra la segunda de las razones que esgrimía antes: al haber ido con la intención de regresar todo resulta muy intenso. Sin que nos demos cuenta las sensaciones se magnifican y vamos predispuestos a que todo sea especial. Todo es maravilloso. La gente nos trata bien, la miseria de los países pobres parece menos dramática y somos capaces de trabar una profunda amistad con perfectos desconocidos que nos encontramos en la ruta y que saldrán de nuestra vida en poco tiempo. Conectamos con todo y con todos con una facilidad asombrosa.

Pero todo esto, lejos de ser malo, es lo que crea adicción y lo que le da al viaje su verdadera dimensión. No es el conocer nuevas culturas, ni ser un ciudadano del mundo, estos son consecuencias colaterales. Lo que engancha de los viajes es esto y mucho más, es un revoltijo en el que la indispensable pasta aglutinante es nuestra mente predispuesta al gozo en el acto de viajar.