Viajar en moto tiene, muchas veces, un extraño componente de exploración. Da igual que el lugar aparezca en los mapas o que sea conocido por multitudes, al acercarnos a él conduciendo una motocicleta se multiplica el efecto “descubrimiento”. Quizá sea por las “sensación” que proporciona desplazarse en moto, por una tara en las cabezas de quienes las conducen o por el efecto “aventura” que parece estar tan de moda.

Uno de los atractivos de viajar en moto y que parecen no compartir la mayoría de los que lo hacen en coche es el viajar sin rumbo. A pesar de ser una frase manida, no es por ello menos cierto que el destino no sea lo importante sino el mismo hecho de llegar a él. Si es que hay un destino certero. De esas salidas con rumbo incierto me quedo con las que discurren por lo decrépito, lo abandonado y lo que está en desuso. Fábricas oxidadas en el fin de sus días, edificios abandonados y pueblos anónimos que, desabitados y condenados al ostracismo, son solo un recuerto triste de lo que fueron. Pasear por calles desiertas, escuchar el silencio y disfrutar de esa soledad melancólica que tienen los pueblos abandonados es un placer extraño. Uno no puede sustraerse a la evocación de tiempos pasados en lo que  las risas de los niños y las tareas del campo eran la estampa común. Acuden a nuestra mente las fiestas del pueblo en los años cuarenta, con un acordeonista quizá, las miserias propias de la vecindad impuesta  y la dureza de la vida en cada uno de estos rincones que hoy yacen, indolentes, esperando que el tiempo los borre por completo.

Todo lo que el hombre construye está destinado a desaparecer. Es el sino de todo lo que hacemos, de todo lo que construimos y de todo lo que somos. No sirve como consuelo pero, desde que lo tengo presente en todos mis actos, siento menos angustia por las aldeas que se despueblan y las casas que se caen. Cada piedra que se pone sobre otra piedra está destinada a caerse y todos los objetos tienen fecha de caducidad. Nada es eterno. Ni las paredes que delimitan campos, ni los establos de los bueyes que los aran, ni las viviendas donde habitan sus dueños. Todo deviene en desintegración, migrando hacia su propio origen.

Hoy, el día más triste del año, el “blue monday”, es una buena ocasión para darse un paseo por uno de esos pueblos abandonados, para escuchar los ecos de aquellas risas que una vez fueron, para percibir el llanto amargo del abandono, para dejarse inundar por el estrepitoso silencio de las campanas de la torre, para reflexionar sobre nuestra propia existencia. Todo muta, toda cambia, todo se transforma y todo lo que existe tiende a volver a su estado primitivo.

Súbete a la moto, escoge un pueblo abandonado, de esos que ya no tienen dueño, y traza una buena ruta hasta él. Allí, siéntate sobre uno de los muros medianeros, toca las piedras y dedica un buen rato a tus cosas. No hay mejor modo de relativizar una vida que pararse a pensar en lo efímero de la existencia.

Para facilitarte la tarea puedes consultar cualquiera de estos mapas de pueblos abandonados. El primero de ellos se refiere a Galicia, en el que figuran entidades de población de menos de dos habitantes. Quizá alguno de ellos tenga una enseñanza importante que ofrecerte. Lo ha elaborado Carlos Neira, analista y consultor estadístico gallego y lo tiene publicado en su blog, Hibernia

En el segundo, realizado por Pueblos Abandonados, está referido a todo España y en él figuran los pueblos en los que no vive nadie.