Hace un mes, cerca de París, mi moto y yo recalamos en un taller de un tranquilo pueblecito francés. Una tienda pulcra y bien ordenada donde me trataron con amabilidad y, todo hay que decirlo, cierta distancia.

El motivo que me llevaba al establecimiento era cambiar la cadena de la moto, que ya daba signos de fatiga. O de agotamiento extremo, más bien.

Por motivos que no vienen al caso la cadena no pudo ser cambiada pero descubrimos que la leva del cable del embrague estaba a punto de romperse, sólo estaba sujeta por una de las patillas. Acongojado, le dije al dueño del taller que le diera un punto de soldadura pues tenía mis dudas sobre si aguantaría hasta llegar a casa. Él, muy amable, me dijo que era imposible, que se necesitaba cambiar la pieza entera porque no la podían reparar. Como tenían que pedirla y no llegaría hasta el día siguiente decidí arriesgar y continuar el viaje.

Aguantó el resto de la ruta y, una vez en casa, busqué por Internet un recambio de segunda mano. Lo encontré por 17 € más unos gastos de envío de 13,5 €

Pero antes de pedirlo me acerqué a uno de los talleres de mi pueblo dedicado, principalmente, a maquinaria agrícola y forestal. Allí, después de un somero vistazo, sacaron el electrodo y, sin extraer la pieza, repararon la rotura. Quedó impecable.

¿Por qué os cuento esto? Porque la mayoría de los mecánicos se están convirtiendo en “cambiapiezas”. Ya nadie repara nada. Ya nadie se preocupa de hacer una soldadura y limar, de poner un parche en una cámara o enderezar un tubo. Ahora todo consiste en pedir una pieza nueva y tirar la vieja. Es el súmmum de la cultura de usar y tirar.

Nos maravillamos de los coches cubanos, con más de cincuenta años de servicio y mantenidos, primorosamente, como el primer día. Quedamos extasiados ante una Ural de los años 60 o nos hacemos cruces cuando, en Marruecos, los Mercedes desahuciados en Occidente siguen funcionando y dando servicio a la perfección. Y cuando el motor ya no aguanta más aprovechan el aluminio del bloque para hacer cacerolas.

Eso no se consigue con la obsolescencia programada sino a base de reparaciones y de profesionales que saben aprovechar los recursos de forma óptima para que lo viejo siga funcionando.

Mucho hablamos de preservar el planeta, de gestionar los recursos de forma sostenible y de reciclar pero el caso es que hemos llegado a un punto en que todo lo convertimos en chatarra. Aunque se pueda reparar.

¿Soldar una pieza? Que va, que va, mejor ponerla nueva y seguir contribuyendo, aunque sea un poco, a llenar el mundo de desechos.