Llegar a Delih es una colección de tópicos. Una vaharada de calor húmedo, un mezcla de turbantes, pañuelos y saris, unos olores extrañamente inusuales que se te meten hasta lo más hondo y que no te abandonan hasta el día que dejas la ciudad.Todo allí me fascinaba, incluso el caos del tráfico loco que, regido por algún extraño designio, llega a autorregularse de un modo bastante eficaz. Hay accidentes, claro. De hecho India es el segundo país del mundo en accidentes de tráfico. Por fortuna para los estadísticos de estado un gran número de incidentes no se contabilizan y la cosa se solventa entre los particulares, sin la mediación de un seguro que, a la hora de la verdad, no sirve para nada.

Josín, Dani, Ricard, Miguel, Raúl y yo, nos alojábamos en el India Internacional, un hotel de bajo precio y bastante aceptable para los estándares de calidad que se manejan en el barrio de Paharganj. Llegamos alrededor de las doce de la noche, después de haber conocido la conducción nocturna por la ciudad que, en teoría, resulta más tranquila. A esas horas Pahargang duerme. Y no es una figura retórica, el barrio duerme de forma literal. Los más afortunados en su cama de hotel o en su casa con techo de chapa. Los que cargan con el peso de pertenecer a una casta inferior lo hacen donde pueden y a tenor de a despreocupación con la que descansan, parece que cualquier sitio es bueno: el tuk-tuk que se pone a funcionar al amanecer, el ricksaw de tracción humana, el puesto de venta de chucherías, la panadería al aire libre… Todo está lleno de gente dormitando bajo un calor húmedo que embota los sentidos y un olor que los agudiza. Un grupo de perros husmea entre la basura, una vaca pasa despreocupada y unos ladridos se oyen al fondo de la calle. En esta oscuridad mortecina todo tiene cabida y todos pasamos desapercibidos. Menos a los ojos de Krishna, que se empeña en que unos pasen más desapercibidos que otros y sean nadie entre los millones de nadie del mundo. La frase “vivir en la calle” toma un nuevo significado y desde luego, se aleja mucho de lo que nos decía mi madre cuando estábamos todo el santo día relacionándonos con nuestros semejantes en la rue. Aquí, vivir en la calle tiene un sentido atroz por lo real, una dimensión que no admite demasiados matices: trabajas en la calle, comes en la calle, vives en la calle.

La luz de la mañana no pilló desprevenidos a los cuerpos de color bronce, que duermen un sueño cargado de ligereza. Otro día de acarrear personas de un lado a otro, de vender chucherías o de hacer vaya usted a saber qué para poder sobrevivir.

para nosotros, ávidos de vida nueva y con buenas rupias en el bolsillo, el día se presentaba lleno de sorpresas porque India entera es una sorpresa a los ojos del que la mira por primera vez. Tanto que aprender, tanto que aprehender, tantas historias en cada paso, no pueden sino emocionar y embotarte los sentidos hasta no saber si estás soñando o si todas esas personas con las que te cruzas, pertenecéis al mismo planeta, pisáis el mismo suelo y estáis hechos de la misma materia. Quiero tocarlos, olerlos, escuchar sus historias, saber qué piensan, conocer en qué se van a reencarnar, averiguar a qué dios le rezan… Necesito saberlo. Necesito emborracharme de esta multiculturalidad descarnada que me tiene asombrado.

Al final de la noche, en un bar chic de la ciudad, conseguí el objetivo, pero solo a medias.