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En Leh el aire tiene un olor raro, como a nada. Siempre había leído eso del «aire enrarecido» pero no fue hasta llegar a los 3400 metros de altitud cuando comprendí la expresión en toda su magnitud. En toda su cansada magnitud. Ya habíamos tomado nuestra dosis diaria de Diamox pero el «mal de altura» comenzaba a hacer sus efectos. Conozco personas que tienen el mal de altura de forma permanente,  ese mal de los que se creen grandes, de los que se creen eternos y destinados a perdurar en nuestras frágiles memorias, pero es otro mal del que hablo. Este te deja abatido, cansado, sin energía. El cuerpo siente que se está muriendo y te prepara para que lo hagas de forma digna, es decir, muriéndote bien muerto. He de decir que no me tocó lo peor, a Alex su médico alemán, aprendiz con Menguele supongo, le recetó un medicamento distinto y su estancia por las alturas fue un suplicio. Tuvo sin embargo, a pesar de sus múltiples males, fuerza suficiente para ayudar a los más desfavorecidos del valle. Siempre te llegan lecciones de quien menos te lo esperas.
Leh es un híbrido entre poblachón polvoriento y ciudad destartalada. Uno no sabe si está a medio construir o si la han dejado así, en precario, por si algún día había dinero para asfaltar, soterrar cables o solventar cualquiera de las múltiples carencias en materia de la «cosa pública». En realidad no echaba nada de menos pero me faltaba todo.
Las mañanas me las pasaba bastante activo, con ganas de moverme y con cierto ímpetu pero al caer la tarde el mundo se me venía encima como un barro pegajoso que te impide avanzar. «Es el periodo de aclimatación a la altitud», me decían. Pero yo sentía algo muy distinto. Notaba como la fuerza me abandonaba, como me fatigaba al subir escaleras y como, al fin, mi cuerpo decidía disociarse de mis pensamientos y abandonarme a una, más que segura, muerte atroz y espantosa. A esto había que sumar las pesadillas, las taquicardias y los dolores de cabeza. Mi hora no podía estar muy lejana.
Poco a poco los síntomas fueron remitiendo a base de Diamox e ibuprofeno y la energía regresaba a mi por oleadas. Pero no olas de esas violentas y enormes, que va. Eran más bien olas que rompen en una playa plana, que llegan a la orilla con la timidez de quien suplica un amor con un hilillo de voz. «Quiéreme, quiéreme-. Le decía yo a mi cuerpo. Y él respondía con una risa de niña tonta dándome un poco más de cuerda. Cómo llegué a odiar esa sensación. Las dos, la de la adolescente del «solo un poquito» y la de mi cuerpo comportándose como una otaku de risita histérica.
Las Royal Enfield formaban parte de la cura. Y de la locura. Conducir entre piedras, baches, vacas y cascotes mantenían mis sentidos en prealerta. La conducción de los indios en alarma. Y la conjunción de todo ello en alarma extrema. Y cuando uno cree acostumbrarse a todo… se acostumbra a todo. Me inundó una falsa confianza y creí que algún gen indio me había sido conferido por la gracia de Krisna. Bastaron, sin embargo, un par de sustos para volver a la realidad y darme cuenta de que me llevan años luz de experiencia. Los indios son buenos conductores. Pueden ser suicidas, alocados, imprudentes o despreciar tu vida pero tienen unos reflejos de leopardo de las nieves.

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No era mi primera vez con una Enfield. Esta dama antigua y yo ya habíamos tenido un primer contacto, unos preliminares que presagiaban buen entendimiento. Es una moto suave, sin reacciones bruscas porque sus poco más de 34 cv no dan para grandes dispendios. Es la potencia justa para poder conservar el resto de la máquina sin comprometer ni al chasis ni al freno de tambor.
Había días en que me sentía un pionero en ella, un émulo de Albert Tichy recorriendo los Himalayas. Él lo hizo sobre una Puch fabricada en Austria en los años treinta y yo lo hacía sobre una moto autóctona y emblemática, toda una señora Royal Enfield. Tenología inglesa del siglo pasado al servicio de la India moderna del siglo XXI. Sin apenas cambios, sin perder un ápice de autenticidad, sin haber dejado su espíritu vendido y con el orgullo que confiere ser una de las marcas más antiguas del mundo.
De camino al gompa (monasterio budista) de Stakna comencé a sopesar la idea de adquirir una de estas motos cuando la vStrom diga que no puede más. Una verde militar, con dos asientos independientes y un empaque digno de un sargento ghurka.
De todas las motos escogí la más ajada, la que tenía el tanque abollado y el depósito del líquido de frenos rascado. El patito feo resultó ser una de las motos más ruidosas. Su motor monocilíndrico atronaba cada vez que retenía y los acelerones resonaban por todo el valle de Lamayuri.
De Lamayuri bajamos por la carretera vieja, un vial retorcido por el que ya nadie transita. Y desde allí vi el mundo. Una porción de mundo enorme y montañosa por la que serpenteaba una carreterilla estrecha e insignificante. Los tonos ocres y pardos lo dominan todo en los inhóspitos Himalayas. Son montañas que se desmoronan, que se hacen cada vez más pequeñas a fuerza de erosión y a causa del tesón cierto de la eternidad. Nada queda, nada permanece. Ni siquiera aquellas moles pétreas están destinadas a mantenerse incólumes. Y a la vez, todo permanece. Es la rueda de la vida, la rueda del tiempo y el ciclo sempiterno de lo que sucede una y otra vez. Caerán estas montañas para colmatar valles y mares pero vendrán otras a ocupar su lugar.
Me sentí pequeño e insignificante mirando aquellas montañas gigantescas. Es probable que no necesitase venir hasta el valle de Ladak, ni a Cachemira para meditar sobre la insignificancia del ser humano y la pequeñez de cada cosa que nos ocupa pero supongo que cualquier sitio es bueno para llenarse de absurdos pensamientos de elevada pretensión.

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El mal de altura no era más que un recuerdo lejano de una vida pasada, síntomas arriconados en una estantería que ya no significaban lo mismo que unos días atrás. Ahora estaba pletórico, lleno de ganas y con las energías intactas para encarar el ascenso al puerto de montaña más alto del mundo. La carretera comienza retorcida y con asfalto malo, lo cual había dejado de ser una novedad a aquellas alturas del viaje, y los últimos ocho kilómetros son de tierra y piedras, de baches y prominencias, de polvo y de cansancio. El aire es cada vez más liviano y los movimientos se hacen más lentos y pesados. Se descoordina el habla y pensamiento por momentos y la falta de oxígeno produce un efecto mareante. Aún así saqué la gaita e intenté tocar una muñeira. O lo que saliera. El resultado fue desastroso, tanto desde el punto de vista artístico como desde cualquier otro. El instrumento creaba expectación así que varios indios se disponían a grabar con sus teléfonos móviles. Hinché el fuelle y… no salió nada. Ni una nota identificable, ni un aullido quejumbroso, nada. Ante la posibilidad de que, a pesar de haber creado tanta expectación, aquello no sonase, comencé a ponerme un poco nervioso. Segundo intento. Ahora sí. Un aullido infernal seguido de varias notas exentas de musicalidad se arrastraron por la carretera de piedras y tierra, arrojándose, avergonzadas, por el precipicio insondable de la ignomina. Ya no podía parar. Tenía que salir algo identificable como fuera. No soy un buen gaitero ni lo seré nunca, lo tengo asumido, pero soy capaz de tocar la Muñeira de Grandas de modo tal que cualquiera que conozca la melodía la pueda identificar. Mis desesperados intentos por hacer una representación digna se toparon con la tozudez sólida de la presión atmosférica y la falta de oxígeno. De aquello no se podía sacar nada.
Cuando el público asistente comenzó a hacer mutis por el foro (no silbaron porque les faltaba el aire) comprendí que aquel patético espectáculo no debía continuar así que desmonté la gaita, la guardé en su funda y me fundí con los presentes en un desesperado intento por pasar desapercibido. Aún así, pocos gaiteros han llegado tan alto tocando la gaita.