Emerger de la panza del barco en Ingoumenitsa y pisar Grecia de nuevo es igual de especial que la primera vez. Y al igual que entonces me da la impresión de estar ya lejos de casa, por lo tanto, llega una nueva etapa en el viaje.
La autopista es igual que todas las autopistas: aburrida y monótona. Ya tengo ganas de llegar a Meteora, uno de los lugares que deseo visitar en este viaje. He visto los monasterios decenas de veces en fotos. He recorrido sus calles gracias a Google. El sitio parece que ya me pertenece un poco.
Alex, que comanda el grupo guiándonos con el GPS, me dice que sería mejor salir de la autopista y tomar una de las secundarias. Lo cierto es que llevo un rato mirando las carreteras que pasan por debajo de los enormes viaductos. Me lo dice a través del intercomunicador. Llevamos usándolo toda la mañana y he de reconocer que es una forma distinta de viajar en moto. Si descubrir la música dentro del casco fue toda una experiencia de la que ya no puedo prescindir, el viajar comentando cosas con tu compañero de viaje es algo igual de novedoso. El intercomunicador, un Midlan BT2x, funciona muy bien en distancias no superiores a los doscientos metros. Hacemos bromas, nos avisamos de cualquier pedrusco, de los baches, de la rubia con pamela en un coche de los setenta… No es algo que vaya a convertir en imprescindible en cada uno de mis viajes pero su utilidad se hizo evidente. Claro que por la tarde el micrófono de mi casco dejó de emitir sin que sepa el motivo; la diversión tecnológica quedó truncada.

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El escoger en Metsovo la vieja carretera nacional para llegar a Meteora resultó ser un acierto. Comenzaron a sucederse curvas y contracurvas que discurrían por valles poblados de pinos,hayas, robles… Lo que imaginaba sería un páramo en el norte de Grecia, es todo lo contrario. Y los hayedos? Cómo es que hay hayedos por aquí?
Son los alrededores del Parque Nacional Pindo.

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Poco a poco. Dejamos atrás los valles cerrados en los que apenas si había poblaciones. Ahora estamos en terreno más abierto, con vegetación de escaso porte y con predominio de los colores ocres y amarillos. Es como si hubiésemos pasado de la primavera exuberante a los rigores veraniegos. Aunque la temperatura sigue siendo baja.
Sin que medie presentación, por innecesaria, vemos al fondo las enormes moles de Meteora. Según los antiguos cristianos estas montañas fueron enviadas por el Cielo para permitir a los griegos retirarse y rezar. Según los geólogos se originaron al hundirse, por efecto de la erosión y los terremotos, los terrenos aluviales de un antiguo y gigantesco río. Allá cada cual con sus creencias, no seré yo quien les lleve la contraria a unos u otros. El caso es que al acercarse y tocar una de estas montañas hay cantos rodados por todas partes. Quizá en el Cielo como en la Tierra construyan igual.

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José Luis y Alex se quedan abajo y yo subo escaleras hasta uno de los monasterios. No sé su nombre, ni siquiera me he molestado en leerlo. A veces soy así, descuidado. Creo que ya estoy acumulando demasiados datos en mi cabeza y, como hay muchos que no consigo borrar, no me atrevo a seguir introduciendo conocimientos porque, seguro, han de desplazar otros. Que si la cabeza es finita en su volumen, por fuerza han de ser restringidos los datos que caben dentro. Pues eso, que no sé dónde estoy con más detalle que «en un monasterio de Meteora».
Abajo huertos y jardines cuidados de forma primorosa. Arriba, en el monasterio, mareas de turistas que abarrotamos escaleras, tienda, miradores y cualquier rincón susceptible de ser fotografiado. Italianos, ingleses y, superándonos a todos en número y en la tarea de documentar el viaje, japoneses. O chinos, vaya usted a saber.
A cualquiera de nosotros, turistas, nos gustaría ver el monasterio en solitario, en petit comité con la familia o amigos. Pero no hay monasterios suficientes subidos encima de piedras enormes para que cada uno pueda ver el suyo en recoleto y sincero rezo. Por otra parte, si hubiera tantos como para que fuesen algo común, perderían su atractivo y nadie haría un viaje para visitarlos. Y tampoco rezar en uno de ellos te haría sentirte especial y más cerca de Dios. Las cosas especiales lo son por su rareza, por su escasez y porque tienen el poder de hacerte sentir especial, diferente y escaso. Supongo que por esa manía que tenemos los humanos de sentirnos especiales, únicos, transcendentes… Sin darnos cuenta de que, mirados en general, como especie, somos tan parecidos que da pánico.
Seguimos diciendo chorradas por el intercomunicador y riéndonos a carcajadas. Está habiendo mucha risa en este viaje. Cada noche terminamos envueltos en risas y chistes, en anécdotas y planes de viaje.

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Hemos dejado atrás Tríkala, Lárisa y ahora estamos en la costa. Vamos en dirección Thesalónica a un camping donde nos ha invitado Nico. Los kilómetros se me están haciendo cada vez más pesados y ya tengo ganas de llegar. Alex, guiado por la aplicación del móvil, nos mete por el medio de Thesalónica. Es un caos de tráfico y tardamos mucho en cruzar la ciudad pero, a cambio, conocemos el paseo marítimo, la zona de playa, la fortaleza… Perderse así de vez en cuando, debería ser obligatorio.
La vida lleva un rato desdibujándoseme, se esconde detrás de una nebulosa. Todo está oscuro, es de noche. Estoy tumbado en una de las hamacas cerca de camping y veo a Alex cebar el anzuelo de su caña con queso. Me ha parecido escucharle decir que el queso es un excelente cebo para peces. Él sabrá que es de Salou y yo de tierra adentro. Si los peces del Mar Egeo son quesívoros es algo que ignoro plenamente. Tengo una botella de wisky barato en la mano derecha y en la izquierda la gaita. Un poco más allá Nico y José Luis hablan de política. Acabo de tocar una habanera y una muñeira que, además de sonar mal, estaban fuera de lugar. Creo que es hora de irse a la cama.