Sólo han pasado dos horas y José Luis me saca de mi viaje onírico para decirme que desembarcaremos en pocos minutos, hemos llegado a Ingoumenitsa.

Ahora son las tres de la mañana y estamos en Grecia, transitando en moto por un barrio desierto, sin saber muy bien qué hacer. Recalamos en un pequeño parque con tres bancos y nos echamos a dormir un rato. Los mosquitos no tardan en revolotear junto a mi oreja y comienzo a ponerme histérico. Me tapo con la lona de la tienda de campaña tan solo para descubrir que el remedio es aún peor puesto que ahora me muero de calor. Además los mosquitos consiguen colarse dentro y picarme en el cuello. Vuelvo a levantarme y me dedico a la exploración de los alrededores.

A mi derecha, al fondo de la calle, una chica saca a su perrito a pasear. Chándal gris ajustado que marca sus glúteos y perrito blanco y curioso. Se desata en ladridos hacia mis compañeros hasta que la chica lo reprende. En un inglés muy básico nos explica que no estamos en un buen sitio para dormir. Justo enfrente, en lo que yo creía un colegio, las autoridades griegas alojan a los inmigrantes ilegales pendientes de deportación. Paskistaníes, árabes, etíopes… negros. Todos los días tienen bronca y la semana pasada hubo un par de apuñalamientos.

Cuatro y media de la mañana.

Las montañas del fondo comienzan a recortarse con las primeras luces del amanecer. Tengo sueño y estoy cansado pero, a la vez, estoy deseando ponerme en marcha.

La chica del perro vuelve a salir de casa. Se ha quitado el chándal y luce una falda corta con zapatos de tacón a juego. Se ha peinado la melena rubia y, en la penumbra surge como una ninfa del amanecer. Su madre es la dueña del quiosco de al lado y, aunque no tiene problemas con los inmigrantes, siempre está pendiente por lo que pueda pasar. Me sonríe una vez más y me desea buen viaje. Se aleja taconeando por la acera, con paso firme y seguro, dando la espalda al amanecer que enmarca su silueta.

Ya es de día. Son las cinco de la mañana joder! Vámonos.

Un insulso café con remojando unos, no menos insulsos, bizcochos que hemos comprado a la salida de la ciudad. Estamos en un pueblo cercano a la frontera con Albania, son las siete de la mañana y aquí todo el mundo está n marcha. Aunque todo el mundo sean los cuatro gatos que habitan en este poblacho.

La carretera es sinuosa y rizada. Discurre entre campos de naranjos y huertas carentes de actividad a esta hora temprana. Hace frío y deseo salir pronto e Grecia. De vez en cuando un enorme socavón o una verruga de alquitrán me da un sobresalto.

En la frontera, solitaria, el trámite es rápido y enseguida nos despachan con aire aburrido. Somos los únicos viajeros que hay a la vista.

Aquí se hace muy patente que hemos cambiado de país y que estamos fuera de la Unión Europea. Aún está a la vista el edificio de la aduana albana y todo se ve viejo, abandonado. En el margen derecho un hombre de mirada perdida vende  chucherías, refrescos y objetos de difícil clasificación desde una furgoneta. A su lado, sentados en sillas de plástico, dos parroquianos se dedican a ver pasar la vida en medio de ninguna parte. Testigos mudos, la colinas peladas, amarillentas y pedregosas en las que malflorecen algunos arbustos.

Para mi sorpresa la carretera es buena, impecable. Una lámina de negro asfalto serpentea entre las colinas abrasadas por el sol y sobre ella, la moto y yo comenzamos los primeros pasos de una danza que me gustaría eterna. Derecha. Izquierda. Derecha. Izquierda.

Que hermoso baile y que hermosa sintonía. Las líneas de la carretera destacan con un blanco inmaculado y la adherencia es perfecta en esta recién estrenada carretera.

Siento que aquí es donde comienza verdaderamente el viaje. Aquí, en Albania, lejos de casa y con los prejuicios y las ideas preconcebidas bien lejos de mi cabeza. Aquí, con la mente abierta y dispuesto a aceptar las cosas según vayan surgiendo. Con en ánimo encendido y deseoso de conocer gentes y paisajes. Disfrutando de esta sensación de avidez extrema que me empuja constantemente a emprender el vuelo hacia destinos de los que apenas se nada. El pecho henchido de nuevos aires y el depósito lleno. Nada se le puede comparar. Nada hay tan sublime como el comienzo de un viaje y ahora, en este preciso instante es cuando comienza.

De forma súbita la carretera pasa a ser un infecto vial y de este estado de ruina al estado de obras. Gravilla, grava y gravillón se alternan entre tapas de alcantarilla que sobresalen treinta centímetros. El primer pueblo emerge en un ancho valle de entre la espesura polvorienta. A mi derecha unos obreros se afanan en la construcción de una zanja a la antigua usanza: pico y pala. No hay aquí grandes concesiones a la mecanización de la obra pública y la mayoría de los trabajos se hacen a mano.

Nos dirigimos al parque Nacional de Butrint, otro lugar patrimonio de la Humanidad elegido por José Manuel. En su GPS lleva todo un elenco de emplazamientos para visitar y, gustoso, me dejo guiar por él. En esta ocasión no me he documentado apenas sobre el viaje, consciente de que está sujeto a muchos cambios de rumbo. Siguiendo las indicaciones de un lugareño con el que nos comunicamos por señas, nos adentramos en un camino de tierra que pronto pierde este honesto nombre para convertirse en un camino de baches con tramos de barro durante dos o tres kilómetros. Pura vida con el culo apretado.

Butrint es un lugar impresionante. Dominando el lago de agua salobre se haya el resumen de todas las grandes civilizaciones del Mediterráneo.

Cruzamos el canal al lado de una de las fortalezas venecianas en una barcaza destartalada y pagamos precio de turistas, un euro al cambio.

 

 

Las ruinas están repartidas sobre un promontorio desde el que se domina toda la comarca. Allá, al fondo, fundido con una bruma harinosa, el Mar Adriático y a mis pies los canales de riego y las tierras de labor ocupando una llanura ondulada en la que no se ve un alma. Duarante una hora paseo en solitario entre los restos de civilizaciones pretéritas.

 

 

Continuamos viaje en dirección Norte por carreteras muy malas donde, de nuevo, se alternan tramos en obras con otros sin reparar. No sabría decir cual de ellos es peor. El calor es sofocante, rondando los 30º y una luz blanquecina que se refleja en una geología caliza, lo inunda todo. Pasamos por pueblos anodinos en lo que la basura se ha enseñoreado y campa a sus anchas. Contenedores volcados que nadie se ocupa de recoger y toneladas de escombros en los descampados afean el paisaje, ya de por si no demasiado atractivo. Es como una pausada urgencia, una premura perentoria por adecentar el país que no termina de salir bien.

Entramos en la ciudad de Sarande a comprar una cincha para la maleta de José Luis. Un borriquillo suelto, en los arrabales de la población, busca pasto en la terraza de un bar que a estas horas está cerrado. No puedo reprimir una sonrisa.

Mientras espero a los expedicionarios consumistas se me acerca un tipo que habla italiano y departimos durante un rato. Es un hombre dicharachero  deseoso de una buena charleta. No sabría decir cual de nosotros dos es la horma y cual el zapato. A nuestro alrededor revolotea un hombrecillo menudo que no deja de mirar las motos con curiosidad mientras engulle pan tostado. Me ofrece la bolsa sin decir ni una palabra y cojo una tostada. Tiene una mirada despreocupada, infantil y, de vez en cuando, pregunta algo con voz tranquila.

Las voces de una se&ntilde
;ora reclamando su presencia sacan a mi interlocutor de su momento de asueto. Es el propietario de una pequeña droguería y se ve que, de vez en cuando, le gusta abandonar el trabajo para departir con cualquiera que pase. Por señas nos indica que no nos vayamos, que vuelve enseguida.

A pocos metros los escombros de una obra se desparraman sobre la acera sin que parezca molestar a los viandantes que esquivan el obstáculo y siguen su camino.

Al salir de la ciudad, en apenas un kilómetro, llegamos al mayor caos vial que pudiera imaginarme. Tramos de carretera destrozados por el agua, zonas de obras sin una sola señal, polvo… La carretera se ha convertido, por arte de magia, en un camino de cabras por el que circulan carros, autobuses pestilentes y Mercedes de los años ochenta.

Dejamos atrás la zona costera y comenzamos el ascenso de un puerto de montaña con carretera retorcida. Las curvas se suceden y la carretera, como acomodándose a los caprichos del paisaje, se ensancha o se estrecha, caprichosa y bacheada hasta el absurdo.

Se suceden los kilómetros y se acrecienta en mi la idea de que este país está a medio construir. O a medio destruir, no sabría decirlo con exactitud.

Por todas partes nos encontramos con cabras y ovejas de pequeño porte y, en  algunos montes, la ausencia de matorral a causa de su actividad se hace patente.

Nos detenemos a comer en un pequeño santuario al lado de la carretera. Se trata de una iglesia con jardines descuidados a la que se accede a través de un puente. Una hornacina con la santa, de construcción reciente, se encuentra a la entrada de éste y, allí sentado, un cabrero de mirada perdida nos observa con indiferencia a nuestra llegada.

Algunos coches pasan despacio al lado de nuestras motos y saludan con el claxon. Otros se detienen.

Extrañado ante semejante comportamiento le pregunto al cabrero, por señas, si nos saludan a nosotros. Él me contesta con una sonrisa que no, que saludan a la Virgen para que les de protección en su viaje. Yo también sonrío por mi estupidez.

En Gjirokaster paramos a ver el castillo que domina la población desde lo alto de un promontorio. Ascendemos por calles empedradas de una pendiente imposible. Desde aquí arriba domino todo el valle, con la ciudad extendiéndose a mis pies. Todo tiene un aire gris, apagado. Le falta el brillo de una ciudad bulliciosa. Todo tiene un aire adusto y aburrido.

José Luis y José Manuel están en el interior del castillo viendo el museo del ejército. Yo me he quedado fuera controlando las motos y consultando el mapa. Lo cierto es que no me apetece demasiado ver un museo del ejercito.

Esta ciudad goza de cierta fama porque aquí nacieron algunos de los personajes más relevantes de la vida cultural y política albanesa. El escritor Ismail Kadare o el lider comunista Hoxha vieron la primera luz en este poblachón de 23.000 habitantes. Este lugar, o al menos el centro, está declarado patrimonio de la humanidad por ser uno de los enclaves otomanos mejor conservados. Está denominada como Ciudad-Museo. Lo cierto es que yo, sin jactarme de mi incultura, no he visto que el sitio sea para tanto. A cambio, me como un helado de chocolate que me despacha una oronda quiosquera.

 

 

Hasta ahora la carretera ha sido mala a tramos. Ahora se ha convertido en infernal. Vuelven las zonas de obras, paradas, que se alternan con tramos en lamentable estado. De vez en cuando un enorme socavón amenaza con tragar una de las motos para no dejarle salir jamás del interior de su sima. Entramos en una zona de montaña donde la conducción se ralentiza hasta límites tediosos. Tiento, cuidado y, sobre todo, instinto de conservación. Lo cierto es que se me hace difícil describir este tipo de viales que, a pesar de comunicar capitales de provincia presentan un estado rallano con lo absurdo. ¿No querías aventura? Pues aquí tienes una buena ración en forma de slalom. La espalda comienza a dar síntomas de cansancio y sufro algunas molestias a causa de los baches.

Viajamos por un largo valle y la carretera, aunque parecía imposible, empeora.

Y otro valle. y otro. Y otro… Me pregunto si realmente nos dirigimos a alguna parte. 

En Kosine, o quizá en algún otro pueblo de nombre exótico, le pregunto a un orondo camarero la distancia a la ciudad de Korçe, o Korcha, como él lo pronunciaba. Me indica que 134 kilómetros, es decir, tres horas. Para asegurarme, vuelvo a repetir la pregunta y, efectivamente, son tres horas.

Después de unos kilómetros mi extrañeza se disipa y comprendo perfectamente el motivo de que se tarden más de tres horas para cubrir 130 km. Estamos haciendo una media de treinta kilómetros por hora, como mucho.

En Leskovik nos convertimos en la atracción de la tarde. Decenas de chavales y adultos desocupados se agolpan en derredor de las motos. Los crío, con sonrisa nerviosa, van en busca de sus amigos para que puedan ver las tres enormes motos que, cargadas de bultos, han parado hoy en su pueblo. No me siento cómodo con esta situación. No tengo miedo a que me roben nada. Tiene que ver, más bien, con la ostentación de pasear con mi moto por el país más pobre de Europa mientras sus habitantes me miran con envidia.

A nuestro lado pasa una vieja Kawasaki ZZR sin matrícula y detrás un camión ruso que, renqueante, deja una nube de humo negro a su paso.

Comienza a llover en una de las zonas altas, después de pasar Leskovik. Es una tormenta seria que arrecia por momentos. En poco tiempo circulamos con una cortina de agua que nos impide disfrutar de los hermosos paisajes que se intuyen más allá de la enorme ducha que estamos recibiendo. La pantalla del casco se empaña y comienzo a desesperarme. Las curvas se siguen sucediendo y la tarde está llegando a su fin.

Casi no recuerdo los lugares por los que hemos pasado y los nombres de pueblos y ciudades se me agolpan en la cabeza, entremezclándose y formando un maremagnum toponímico que me embota.

Cuando deja de llover nos encontramos aún en la zona alta de la sierra. Jirones de nubes se desgajan de los picachos más altos y, entre los abetos el vapor se eleva con una elegancia sublime.

Nos adentramos con las motos en una pradera de la planicie y el silencio lo inunda todo. Allá, a lo lejos, un rebaño de cabras atraviesa los prados naturales seguido por un pastor. Qué quietud. Que paz real se respira después de la tormenta. El aroma a pino y a humedad, el sonido de una brisa suave que mece los árboles, el verdor intenso… Todo me predispone a tener un instante de felicidad etérea y fugaz. Me alejo de mis compañeros para recoger leña mientras ellos montan el campamento. Desearía estar solo ahora mismo.

La Vstrom hunde su pata de cabra en el prado húmedo y se va al suelo. Se cae despacio, a cámara lenta mientras yo la observo indiferente. Parece como si quisiera tumbarse a descansar después de tantas horas de viaje. ¿Doce horas? ¿Trece horas? Ya ni lo recuerdo.

Un pastor se nos acerca pero, en el último momento decido mantenerse a cierta distancia.

Alrededor de la hoguera cenamos y charlamos mientras me termino la botella de Azpilicueta.