Son las ocho de la mañana. Hace rato que estoy despierto pero me resisto a abandonar el lecho y doy un par de vueltas más dentro del saco de dormir. Por la noche me levanté a mear. Mis pies descalzos avanzaban sobre la hierba mojada y fría. Mientras, un manto de estrellas cubría mi pequeño mundo. Di un respingo de emoción y respiré hondo el aroma de la noche. El silencio, profundo, solo se rompía por el sonido de mi respiración. Extendí los brazos y volví a sentirme afortunado por poder disfrutar de estos pequeños instantes de placer.

Escucho a mis compañeros que comienzan a revolotear alrededor de las tiendas. Cremalleras que se abren, bolsas que crujen y carraspeos mañaneros que anuncian otra hermosa jornada de moto.

Un pastor se acerca a charlar con nosotros movido por la curiosidad pero la conversación es imposible. Su poca pericia a la hora de comunicarse por señas unida a nuestro escaso dominio del albanés hace que nos quedemos un poco cariacontecidos.

Varios rebaños de ovejas cruzan la pradera con paso tranquilo perdiéndose entre los matorrales y las coníferas diseminadas.

He quedado un poco retrasado y, ya en la carretera, entablo conversación gestual con dos hombres que están sentados en el talud. Entre señas y algunas palabras en italiano me cuentan que están esperando al veterinario para que vaya a ver sus ovejas. Aprendo a contar en albanés “tosco” la variedad que se habla en el sur (ñe, de, tre, quater, pes, yast, stat, tet, nant y dieto). Me enseñan a decir “gasolina” (benzin), “vaca” (lou), “oveja” (dele), “gracias” (faleminderet) y a despedirme con un sonoro “miropapsi”.

Charlamos sobre el cambio del euro a lecs, sobre el sueldo de un albanés medio, sobre vigilancia ambiental… Y todo ello mediante señas, unas pocas palabras en común y, sobre todo, buena voluntad y ganas de cháchara. Me hubiese quedado con ellos toda la mañana. Los habría acompañado a ver las ovejas con el veterinario y conocer su pueblo. Pero nada de eso pasó. Mis compañeros estarán echándome de menos en el fondo del valle.

Enfilo de nuevo la carretera y, en pocos minutos, me adelantan varias BMW con matrícula checa. Son las primeras motos gordas que veo por la zona. En el Parque Nacional de Brutrint nos encontramos con un francés que venía en Vstrom. Hombre parco en palabras y viajero solitario. Cerca de Girokaster, un grupo de quince o veinte motos de enduro. A partir de allí solo gente caminando, en burro o en viejos Mercedes, demasiado añosos para estas carreteras. Bueno, y la ZZR de ayer.

Hacía años que no veía recuas de mulas. En Marruecos es fácil ver borriquillos en cualquier parte del país pero mulas ya es más complicado. Ni siquiera en el pueblo donde vivo. Cuando yo era crío había dos en mi calle y casi todos los días las veía pasar camino de la fuente. Pero ahora se hace raro. Sin embargo aquí en Albania parecen tener el criadero asegurado, al menos hasta que la población evolucione hacia un modo de vida más urbano.

En este país casi todo el mundo vive en el campo y se dedica a la agricultura. En las ciudades vive poco más del 30% de la población. Después de la crisis que sobrevino tras la caída del régimen comunista en la que se fueron al garete los sistemas bancarios piramidales y toda la industria pesada, las colectividades agrícolas se vieron literalmente asaltadas por los propios campesinos que “descolectivizaron” todo lo que pudieron, agarraron su propio trozo de terreno y se dedicaron al cultivo de subsistencia en espera de tiempos mejores.

Este es un país históricamente “ajetreado”. Dominado por Bizancio, por los turcos, por los griegos… Otro escenario bélico cuyos últimos coletazos fueron en la Primera Guerra Mundial y luego la invasión de los italianos en la que Mussolini colocó un rey y todo. Mas tarde las revoluciones internas y el acercamiento al Pacto de Varsovia, hasta que a Hoxha le dio por poner a parir a los dirigentes del Kremlim y el país se situó en la órbita del comunismo chino.

Todo esto reventó el 1997, con la gente harta de experimentos sociales, harta de miseria y con los pocos ahorros que tenían en manos de estafas piramidales institucionalizadas y avaladas por altos funcionarios del gobierno. La emprendieron a hostias, como no podía ser de otro modo entre estos pueblos balcánicos, bravos donde los haya, y no llegaron a la guerra civil gracias a la intervención de la fuerza multinacional de la OTAN.

Mis compañeros, efectivamente, me están esperando en un recodo del valle. Al bajarme de la moto veo que están aparcados a la entrada de un camping. Me sorprende encontrar un establecimiento turístico porque no parece que la zona tenga mucho tirón a pesar de estar en uno de los parajes más hermosos de los Balcanes. Ayer podíamos haber dormido aquí, está a poco más de dos kilómetros de n
uestro campamento pero, ¿qué sería entonces de nuestra bucólica hoguera? ¿Que sería de mi paseo descalzo bajo las estrellas? ¿Que sería de mi “solo de gaita” subido en un peñasco? Si, ayer también toqué la gaita, lo admito. Me subí a una piedra detrás de las tiendas de campaña y entoné la Marcha Celta con solemnidad. Supongo que sería por eso que los pastores no se acercaron a curiosear. Una gaita es una gaita y siempre intimida.

A pesar de circular entre bosques de coníferas en las zonas más altas y caducifolias en las laderas, no veo ninguna explotación forestal en condiciones. Alguna pequeña corta pero nada de enormes vías de saca, ni maderistas con camisa a cuadros y barriga prominente manejando carrocetas y autocargadores. Tampoco veo, en las zonas agrícolas, maquinaria digna de tal nombre. Pocos tractores, ninguna segadora y una vieja empacadora que ocupa parte de la carretera. El resto son carros de tracción animal o humana.

Estamos a principios de junio y todo el mundo se afana en las tareas propias de esta época del año en el campo: la siega del heno, el cuidado de la huerta, la escarda de patatas… Pero resulta extraño ver toda esta actividad en ausencia de máquinas. Allí, al fondo, están segando un prado enorme a guadaña. Aquí, cerca de la carretera, los heniles esperan su viaje a los pajares. Todo esto es como transportarse treinta o cuarenta años atrás en el tiempo, a la España de los setenta donde la mano de obra en el campo aún no había perdido su esencia y los trabajos precisaban de muchas personas.

Lo cierto es que asistimos a una estampa que se me antoja hermosa en extremo. Para que esta hermosura no quede desvirtuada hay que hacer el ejercicio mental de olvidarse de que esta gente tiene el nivel de vida más bajo de toda Europa y hay que imaginarse que la calidad de vida no consiste en poder pagar las medicinas de tu hijo o poder desplazarte por una carretera que sea digna de tal nombre. Hay que imaginar un mundo bucólico, idealizado, en el que la tierra de sus frutos sin que haya que arrancárselos, los prados sean verdes todo el año y los habitantes sean felices porque un turista del norte de España viene con su moto a ver la estampa que hacen con sus carros desvencijados y su ausencia de maquinaria.

Una vez que se consigue llegar a ese estado mental, cínico en extremo, puede uno apreciar la hermosura del lugar en toda su magnitud.

La gente nos saluda al pasar y siempre toco la bocina o saludo con la mano. Me encanta esta sensación. Me gusta que me saluden y me gusta saludar. No lo hago por sentirme reverenciado ni mucho menos. Lo hago porque siento una conexión, aunque sea mínima y fugaz, con la gente con la que intercambio estos gestos. Espero que ellos sientan lo mismo. Como siempre, los niños son los que lucen la sonrisa más amplia y sincera. En uno de los pueblos que cruzamos, varios críos nos hacen un pasillo en el medio de la carretera para que pasemos entre ellos. Meto primera y lo cruzo muy despacio, sintiéndome honrado de semejante recibimiento mientras choco mi mano izquierda con sus manos pequeñas. Siento su tacto a través del guante, Veo sus caras felices y me convierto, otra vez, en un niño. Qué jodidos estos enanos!

Un poco más allá, un crío rubio de unos siete años vuelve del cole con la cartera a cuestas. Al escuchar el ruido de las tres motos se da la vuelta y, sorprendido, se lleva las manos a la cabeza como si no pudiera creerse lo que está viendo. Abre los ojos como platos y nos sigue con la mirada incrédula, llena de emoción. Toco la bocina otra vez y siento el deseo enorme de que exista un hada madrina para poder pedirle que este enano rubio tenga una moto enorme cuando sea mayor. Y que recorra el mundo. Y que vea a críos rubios que lo saludan al lado de la carretera y sienta el deseo de que tengan una moto enorme cuando crezcan. Esa es mi petición al genio de la lámpara, a dios mío o al ente encargado de las peticiones de los humanos.

Todo el país está lleno de búnkeres, especialmente en los márgenes de las carreteras principales. El sistema comunista siempre estaba temiendo una invasión capitalista por parte de sus enemigos sin embargo no supieron darse cuenta de que esa invasión no les llegaría por carretera sino a través de la televisión y de los compatriotas que emigran a zonas más prósperas. Por eso se mantienen regímenes como el de Corea del Norte. De allí no sale nadie y la única tele que pueden ver es la que dice su jefe de estado con pinta de retrasado mental.

Paramos a desayunar en una ciudad pequeña cuyo nombre no recuerdo. Repostamos las motos en una gasolinera infecta, sin asfalto y con pinta de ir a venirse abajo en cualquier momento. Luego vemos que, a menos de cincuenta metros hay una nueva, impoluta. En la terraza de un bar me tomo un vino del país con un kebap. El vino es muy parecido al de la Tierra de Cangas, un vino ácido, fuerte, con sabor a uva y delicioso. Me pido otro. El camarero está encantado de que me guste. Es del que hacen ellos en casa.

Llegamos, por fin., a Korçe. Es una ciudad gris con edificios grises en estado de semirruina, de la más pura tradición comunista, que colonizaron el centro de la población. Aparcamos las motos en la plaza principal y, al momento, nos vemos rodeados por una caterva de crí
os y adolescentes que comienzan a toquetearlo todo. Mientras me alejo unos metros para preguntar algo toquetean el GPS con una desfachatez increíble. No sé si se debe a la curiosidad innata, a la falta de educación o, simplemente a que son unos protodelincuentes en espera de un descuido para hacerse con un cacharro que vender en el mercado cercano. En cualquier caso, y a falta de mas investigaciones, decidimos que José Luis y José Manuel se quedarán a cargo de la vigilancia de las motos mientras yo me dedico a la exploración de la plaza y el mercado en busca de una pegatina que deje constancia de nuestro paso por Albania.

Hablo en italiano con unos chavales con pinta de poligoneros. Uno de ellos, que trabaja en la construcción y parece el líder del grupo, quiere irse a Ibiza de fiesta. Cuando me dice que el sueldo medio de un obrero albano es de 250 o 300 euros al mes prefiero no decirle que eso es lo que gastará en un día en la isla, a poco que se descuide.

En el mercado recorro los ruinosos puestos en los que la pieza estrella son teléfonos móviles de segunda mano. Repaso con curiosidad los puestos de automoción que disponen de la más variada selección de chatarra que uno pueda imaginarse. Todo está sucio, descuidado y, a pesar de eso, tiene la alegría de un mercadillo en el que se mezclan picaresca, cazadores de gangas y clientes en busca de oportunidades. Yo solo busco una pegatina. Un hombre me guía entre los puestos hasta el de un amigo. Allí, extendidas en la mesa, yacen en un absoluto caos la selección más variopinta de trastos que uno pueda imaginar. Un limpiaparabrisas, una hoz, una caja de tornillos… y un taco de pegatinas ovaladas, con las letras “AL” y la publicidad de un supermercado.

Solo tengo billetes grandes y el hombre que me acompaña no me deja pagar. Que, no, que no, que no, que bajo ningún concepto, que me invita él.

Por el camino de vuelta charlamos sobre Albania y le hago notar la cantidad de Mercedes que hay en la ciudad. Me responde que sí, que ahora hay muchos Mercedes y que el país se está levantando. Que hace once años, con el comunismo, todo el mundo iba en bicicleta. Lo cierto es que los Mercedes son material de desecho de Alemania, vehículos que tendrían que haber sido reciclados hace años. Aunque, a decir verdad, qué mejor modo de reciclar un vehículo que prolongar su vida útil durante años. Lo malo es que aquí corren el riesgo de convertirse en la chatarrería de Alemania, al igual que África se ha convertido en la chatarrería de Europa. Cosas del capitalismo. La mierda de los ricos se la han de tragar los pobres.

Salimos de Korçe en dirección a Pogradec, a orillas del Lago Ohrid para entrar en Macedonia. Estos días, cuando me preguntaban “ ¿a dónde vas de viaje este año? Yo siempre respondía “A Macedonia” y sin esperar respuesta añadía “sí, donde la fruta”. Me gusta ir a un país con nombre de postre.

Al llegar al lago nos detenemos a comer en un pequeño restaurante al lado de la playa. Es un sitio bonito, limpio y con un jardín-terraza en el que sacamos nuestras viandas con permiso del camarero. La playa es una tira de arena de poco más de cinco metros donde las botellas y los plásticos se mezclan con las algas y todo signo de actividad ha desaparecido.

En menos de diez minutos estamos en la frontera. Se me pasa por la cabeza una frase genial para describir el país: “En Albania hay una o ninguna buena carretera”. Es una de esas idioteces que te parecen muy graciosas cuando las piensas pero luego, conforme pasa el tiempo, van perdiendo la gracia. Otra de las reflexiones que me quedan de Albania es que aún le queda mucho camino por recorrer para poder considerarse “europeo”. Toda la zona de la costa Sur está en obras, hay basura por todas partes, las infraestructuras viarias son una mierda pero, cuando terminen, va a ser increíble. Me alegro de haberlo atravesado ahora, con malas carreteras y sin turistas que, como yo, desean llegar a todos los rincones.

En la frontera conocemos a unos músicos que viajan en transporte público. Hasta aquí han venido en taxi y, de esta frontera en medio de la nada, tomarán otro hasta Ohrid. Son dos costarricenses y una pareja de suizos. Uno de los costarricenses es ciego y se maneja con una soltura que me deja sorprendido. Es el primer ciego que conozco. Comenzamos a charlar sobre viajes, sobre motos, sobre política… Los aduaneros, hartos de nuestra presencia en el exterior de sus instalaciones nos dicen, de malos modos, que no podemos permanecer allí. Es, poco más o menos, como si nos expulsaran de Albania. Ya habíamos sellado nuestros pasaportes y teníamos que irnos.

La carretera en Macedonia está impecable. Notamos un cambio brutal. Infraestructuras hoteleras, muelles deportivos, chalets adosados, apartamentos… que poco que ver con los vecinos albanos. Aquí todo está cuidado y han tenido la precaución de no crecer de forma descontrolada como en la costa española. Todo es más armónico y agradable a la vista.

Nos detenemos en el Monasterio de St. Naum, un santón ortodoxo del siglo VIII. No sé gran cosa de la vida del santo. Me imagino que, como la mayoría de los santos, se habrán dedicado a hacer el bien, a meditar y a rezar porque la humanidad sea más buena y los hombres se amen unos a otros. Nada nuevo. Aquí conocemos a una pareja, él macedonio y ella ecuatoriana que se han casado recientemente. El chico habla español bastante bien y ella, supongo que también pero no ha dicho ni una sola palabra. En él se ve que se alegra de hablar con unos motoristas extranjeros y de practicar su español fuera del ámbito familiar.

En Ohrid vamos directos a un albergue que José Manuel trae en el GPS. Jose ha metido una cantidad de datos increíble en el aparato. Desde los lugares que son patrimonio de la humanidad hasta los albergues más pintureros. Vamos a quedarnos un par de días en la ciudad y decidimos dejar la tienda de campaña y la vida montuna por una cama con sábanas y ducha con agua caliente. Anastasia es una mujer enérgica que enseguida nos despacha. Nos enseña las habitaciones, la sala de estar, las vistas y no nos da mucha opción. Nos quedamos aunque en realidad no es un albergue sino una casa particular en la que se alquilan habitaciones. Bueno, también sirve.

Antonio, el marido de Anastasia es un enamorado de su tierra. Nos hace un recorrido fotográfico por todas y cada una de las atracciones culturales de los alrededores del lago. Cuando precisa de algún dato más en profundidad acude a Wikipedia pero, por lo general, su cabeza bulle con datos históricos de toda la zona. Iglesias, monasterios y capillas (que parece ser era una afición extendida esto de la religión) se suceden en la pantalla del ordenador durante una hora y media. Lo cierto es que Antonio parece un profesor de historia aunque en realidad sea electricista. Ni por asomo vamos a visitar todos estos lugares pero resulta muy interesante escucharlo. Por otra parte su inglés es de un nivel envidiable. Al menos por mi.

Salimos a tomar algo y nos encontramos con los músicos de la frontera. Buena charla y buen vino macedonio.

Mañana será otro día.