Nubes de tormentaRecuerdo una vez, hace años, que viajaba por el [amazon_textlink asin=’8416408122′ text=’Sur de Francia’ template=’ProductLink’ store=’viaenmot-21′ marketplace=’ES’ link_id=’f02c17d0-1583-11e7-9e83-2969c5886f4d’]. Carreteras rectas que discurrían paralelas a los Pirineos y bosques frondosos en la lejanía. Autopistas eternas que aún se hacían más eternas y monótonas conforme iban pasando los kilómetros. Italia, Croacia y la promesa de mil aventuras por vivir tenían que estar cerca, ahí mismo, detrás de aquella colina tintada de amarillo o después de pasar aquel otro bosquete de robles que rompía la uniformidad de los campos y viñedos.

Una mano en el acelerador y la otra volando arriba y abajo, como un alerón mágico buscando el despegue. El sonido del aire en el casco y nubes negras dominándolo todo. El horizonte teñido de un gris profundo, tan oscuro que era el presagio de la tormenta del siglo. En [amazon_textlink asin=’8499357032′ text=’Francia’ template=’ProductLink’ store=’viaenmot-21′ marketplace=’ES’ link_id=’fd92ba8a-1583-11e7-9b4e-e145e17f6689′] nunca habrían visto una tormenta de proporciones tan descomunales. Ninguna revolución pasada podría compararse con lo que estaba por caer. De vez en cuando un rayo iluminaba una línea lejana, anuncio de que en las tierras del más allá se había desatado la hecatombe. Y yo pronto sucumbiría, quizá ahogado, bajo ese manto de agua.
Como en un perfecto equilibro, a lado de aquella guerra cósmica, se abría un claro que aseguraba que todo en el universo es equidistante y que las tormentas perfectas tienen su contrapunto, perfecto a su vez. De pronto, la carretera hacía un giro inesperado y ya no me estaba dirigiendo al centro el monzón.

Aparecían unos tímidos rayos de sol y era como rodar alumbrado por alguna luz divina. A los pocos minutos, otra vez la rueda delantera apuntando a la oscuridad infinita y al mismísimo centro del infierno. Y unos kilómetros más allá, de nuevo o un giro orográfico me desviaba a otro oasis de calma, a una ventana por la que se adivinaba que el cielo, a pesar de aquellas nubes de aspecto sólido, seguía siendo azul.

Un campo de fuerza me rodeaba haciendo que las nubes se abrieran a mi paso y daba igual la dirección que tomará porque, ante mí, siempre se abría un claro. Ya nada podía pararme. Supe, en ese instante, que era omnipotente y la fuerza me acompañaba.
Aunque también pudo ser fruto de la más pura casualidad.