Suzuki vStrom

Llevaba tiempo con el viaje en la mente. Hacía días que mis pensamientos volaban, a la par que mis ojos, sobre cualquier mapa, sopesando destinos y trazando líneas imaginarias. Me veía rodeando el Mar Negro, costeando por ciudades míticas y llenas de historia, pilotando, solitario, por las carreteras de Georgia y bregando con las recias autoridades de frontera. A la semana siguiente el viaje había tomado una deriva insospechada y, sin apenas darme cuenta, en mi imaginación rodaba azorado entre las curvas húmedas de Bielorrusia en una tarde de lluvia fina y persistente. Transnistria, el país que no existe, Rumanía, Eslovaquia… todo parecían estar a tiro de piedra, todos tan cerca y todos llamándome a voces.
Mi ansias de subir a la moto y rodar a cualquier parte se acrecentaban con el paso de los días y hacían buena la frase de mi página web: El verdadero Destino es la Travesía. Poco me importaba el lugar al que ir, lo más acuciante era salir disparado cuanto antes y terminar con aquel insoportable prurito.
Busqué, de forma infructuosa, un compañero de viaje que me acompañara hacia lo ignoto, animé a conocidos de la red y de la vida real para que me acompañasen a cualquier parte. Pero mi poder de persuasión falló con estrépito.
Un día, paseándome por los viajes de otros, encontré un escueto mensaje de alguien que buscaba compañero para ir a Cabo Norte. ¿Por qué no? – me dije- es un destino tan bueno como otro cualquiera.
Comenzaron los primeros contactos con Álex, a través de correo electrónico y alguna llamada de teléfono; enseguida me di cuenta de que era una persona metódica y pulcra. Cada vez que recibía información sobre el viaje ésta venía impecablemente presentada, con todo lujo de detalles y con planificación exquisita. Y decidí abandonarme a las dotes organizativas del que iba a ser mi compañero de viaje durante 21 días. Además comenzaba a anidar en mi un extraño sentimiento; me veía como un intruso en el viaje de Álex. Él tenía todos los días de viaje organizados, desde los trayectos en ferry o en tren hasta cada una de las comidas. No puedo decir que me molestase, al contrario. Por una parte perdía el atractivo de la preparación de la ruta pero por otra ganaba en comodidad y no tenía que preocuparme apenas de la organización. Pero esa otra sensación, ese sentirme intruso por momentos me causaba desasosiego.

Las semanas fueron pasando y los contactos con Álex, que habían sido tan constantes en un principio, se fueron dilatando. Dejé todo en sus manos porque me sentía cómodo y porque me ofrecía la confianza suficiente como para no poner en duda ninguna de sus decisiones con respecto al viaje. Ni siquiera me molesté en buscar lugares emblemáticos para visitar porque sabía que él llevaba mucho tiempo con ello. Cabo Norte era el viaje de Álex y yo venía a ser algo así como un invitado, no me sentía con derecho a sugerir modificaciones.

El día de la partida amaneció frío y con niebla en la montaña. La vStrom lucía como nunca, cargada con el saco amarillo de espeleología que decía, muy a las claras, que nos íbamos de viaje largo. El pellejo de oveja, recuperado del interior del viejo camión de Peter, y el navegador con la dulce Mónica morando en su interior, todo parecía estar listo para recorrer los 6000 kilómetros que me separaban de Cabo Norte.
Había leído crónicas de viaje, claro. También me había pasado algún tiempo, sobre todo en los últimos días, mirando embobado la webcam del punto más al Norte de Europa. Y, por supuesto, había recorrido decenas de veces los últimos kilómetros de carretera con el Street View. Pero nada de eso había sido suficiente para considerar el viaje como algo "especial". No tenía la ilusión de estar enfilando la rueda delantera hacia un destino emblemático sencillamente porque, para mi no lo era. Cabo Norte no dejaba de ser un punto en el mapa, un destino relativamente lejano pero sin esa cierta pátina de autenticidad, sin sabor a aventura. Atravesar Europa, a día de hoy, es cuestión de tiempo y de dinero. Cierto que esto es así casi para cualquier lugar del planeta pero en este caso veía mi viaje como algo desprovisto de exotismo de otros destinos. Europa es demasiado uniforme.

Mientras descansaba en los calurosos páramos de Zaragoza, sentado a la exigua sombra que arrojaba un bloque de hormigón, reflexionaba sobre el destino y me intercambiaba mensajes con Álex. Ni un atisbo de nervios. Intentaba sacudirme el tedio y la desidia mirando la moto cargada. ¿Acaso no era posible mostrar un poco más de interés? ¿No podía imbuirme de esa ilusión infantil que me asaltaba tantas veces? Supuse que será cuestión de tiempo.

El calor iba en aumento y, por momentos, echaba de menos el frío de O Cebreiro y la niebla mañanera de la carretera de Lugo. Mónica, en el interior del navegador, decidió retraerse y no dar señales de vida hasta haber hecho un hard reset de la unidad. Cuando volvió a la vida me pareció captar cierto tono de hastío en su voz.
Al pasar bajo el meridiano de Greenwich esbocé una sonrisa. Siempre me gusta pasar por este punto. Es como si confluyeran la virtualidad de los mapas y la realidad del terreno. En lugares como este es donde se pueden identificar claramente las líneas imaginarias que vemos trazadas en los mapas. Es  corroborar, de forma fehaciente, que los mapas existen, que son reales, que toda la ilusión que representan tiene su perfecto reflejo en la vida real. ¿Ocurriría lo mismo al atravesar el Círculo Polar? Círculo Polar… ¡Qué reminiscencias grandiosas exhalaba ese nombre! ¡Qué extraño me sentía al pronunciarlo en voz alta! Cír-cu-lo-po-lar. En unos días estaría allí y quizá pudiese comprobar, de nuevo, lo real de las líneas imaginarias.

A mis espaldas el Sol comenzaba a caer encima de mi casa. Podía verlo en el retrovisor. Qué lejos me parecía. había recorrido unos 700 kilómetros y ya me daba la impresión de estar muy lejos, como si estuviera en Suecia. Es curioso como lo lejano o lo cercano no son más que sensaciones que a veces se envuelven en una nebulosa. Lejos, cerca. Tan relativo como la velocidad a la que te desplaces.

Entrar en el valle de Fraga fue como un respiro. Las huertas, los frutales, el verdor… Me imaginaba a viejos agricultores cavando el huerto, abriendo el paso del agua para regar, afanados en la poda de los tomates y ajenos a mi paso camino del Norte. Y yo mirándolos, espiando su quehacer cotidiano en silencio, en un puro ejercicio de voyeurismo. Nada hay en la vida como esa sensación en la que el mundo pasa a tu lado a toda velocidad mientras tu estás quieto. De nuevo, lo relativo. Desde el punto de vista de los demás eres tu quien está pasando deprisa a su lado; desde tu punto de vista son ellos los que se desplazan raudos, sin que apenas tengas tiempo a captar detalles. En moto parece que esta sensación se ve acentuada: tú estás quieto y los demás pasan a tu lado. Esto me recuerda algo que leí hace poco: "en mi vida, el raro eres tú".
Lluvia, traje de aguas y, casi de forma inmediata, otra vez el calor cercano a los 30 grados.
Entrar en Reus vuelve a suponer otro alivio en la monotonía. Curvas, de nuevo las huertas, lo verde y, aflorando tímidamente, por fin la ilusión por el viaje. Estaba temiendo que aquella imperceptible sensación de indiferencia me acompañase durante todo el camino.
En casa de Álex y Lorena me encontraba un poco cohibido a pesar de que son una pareja encantadora. Álex se desvivía por hacer que me encontrase cómodo y por colmar cualquier necesidad que tuviera. Álex, corroborando la imagen que me había hecho de él, es una persona vivaz y dicharachera, con  la que tengo aficiones comunes, además de las motos.
Estuve jugando un rato a la pelota con Adriá y luego, mientras Lorena preparaba la cena, sostuve a Anna en brazos. Me quedaba mirándola a los ojos e intentando escudriñar su futuro en ellos. ¿Qué sería cuando fuese mayor? ¿Qué agradables sorpresas le depararía el destino? Siempre se me hace difícil describir lo que siento al tener un bebé en brazos. Me contagio de ternura, me siento responsable de su futuro, al menos del más inmediato y me embarga un enorme instinto de protección. Creo que, en estos instantes maravillosos, sería capaz de matar o dar mi vida por un bebé sin ningún titubeo. Aunque me imagino que será un sentimiento común a la mayoría de los que han experimentado la paternidad.

 

Al día siguiente nos levantamos a las siete y media de la mañana, en mi caso con una elevada dosis de sueño que me costaba trabajo controlar. Comenzamos a organizar mi equipaje y pronto me di cuenta de que iba a resultar imposible acomodar en las maletas toda la comida que llevábamos para el viaje. La idea era cargar con el avituallamiento para la totalidad de viaje con lo que eso suponía en cuando a peso extra y espacio. Al final conseguimos hacer un nuevo reparto de impedimenta y salir a la calle. En los ojos de Álex pude ver la angustia que le suponía separarse de sus hijos y de su mujer. No debe resultar fácil encarar una ruta de 10.000 kilómetros y dejar en casa a tus hijos pequeños.
Con las primeras rotondas me di cuenta de que, con el exceso de peso, la moto no era tan manejable. Notaba una cierta querencia a caer al interior de la curva y una evidente falta de pericia en los semáforos. Imaginé que sería cuestión de acostumbrarse y, sobre todo, de conducir con más tiento en los primeros kilómetros.
Fueron quedando atrás Barcelona, el intenso tráfico mañanero, el arbolado de la comarca de El Garraf y la frontera. En una de las paradas Alex estaba trasteando en invento que había hecho para llevar el iPhone cuando pude ver una mueca en su cara. Se había cortado en el pulgar. Un tajo profundo al que trataba de quitar importancia pero que le estaba poniendo nervioso. Yo, que estoy acostumbrado a sufrir percances de esa índole, no le dí demasiada importancia pero parecía que él se estaba asustando. Este sería el inicio de una serie de percances en el mismo dedo que, al final, parecían formar parte de las necesidades del viaje. En Narbonne embarcamos las motos en el tren hacia Hamburgo. Decidimos, desde un primer momento, hacerlo de este modo para evitarnos el paso por las tediosas autopistas alemanas. Nada más acomodarnos en nuestro compartimento sentí que la decisión había sido un acierto. El tren me recordó mi último viaje placentero sobre las vías, hacía ya muchos años, camino de Barcelona. Las ventanillas podían abrirse y nadie más viajaba con nosotros. Entrar en la intimidad del compartimento era como introducirse en un rincón recoleto y de privacidad absoluta. Allí charlamos durante horas y cada uno de nosotros fue descubriendo al compañero de viaje. De cuando en cuando nos asomábamos a la ventanilla para fumar. Al principio, tímidamente, como dos adolescentes que hacen algo prohibido. Luego, cuando comenzarnos a sentirnos los dueños del territorio, nos limitábamos a abrir la ventanilla y cerrar la puerta. Estábamos en casa.

Las ciudades viven de espaldas a las vías del tren y muestran el feismo de la trastienda a los viajeros. Es como si a los habitantes les pareciese que la intimidad de su hogar no puede ser vista desde los convoyes y no se molestan en esconder sus vergüenzas. Así, descuidados patios traseros, galpones donde el caos reinaba y huertos de chatarra pasaban ante mis ojos sin solución de continuidad. Se pueden saber muchas cosas de una persona con un solo vistazo a la parte trasera de su casa. Allí es donde se esconden las miserias, los vicios inconfesables y el verdadero ser. Aquello que queda oculto a la vista es lo que verdaderamente somos. Y así recordé mi huerto, siempre tan descuidado y con exiguas cosechas por falta de riego. Y  mi césped sin segar. A veces, a modo de disculpa, digo que tiene una belleza salvaje pero sé que, en el fondo, lo único que hago es engañarme a mi mismo y ocultar mi escasa capacidad para estos menesteres. Desorden y caos.
En Hamburgo había una mañana fría y desapacible. Seguimos a los viajeros que portaban casco con la esperanza de recuperar nuestras motos y, en pocos minutos, con una organización teutona, estábamos en la plaza de la estación. Nos sentíamos lejos, palpando el viaje que comenzaba. La pereza de los primeros kilómetros en el día de ayer quedaba como un lejano recuerdo, sustituida por el placer de rodar  en el exótico Norte de Europa.
Autobahn y grandes velocidades se fueron sucediendo desde Hamburgo hasta Puttgarden donde tomamos un ferry hasta Rodby, en Dinamarca.

El Puente de Mälmo separa Dinamarca de Suecia. Si hasta entonces no encontré nada digno de reseña, este puente, enorme y onírico, parecía haber salido de alguna pesadilla. Tiene la belleza irreal de las grandes obras humanas y cruzarlo por primera vez impresiona y asusta como el caminar por un sendero de los que solo existen en los sueños. Allí, al fondo, los generadores eólicos emergen en el medio del Báltico como gigantes que flotan sobre sus pies, resistiéndose, sin que uno sepa muy bien cómo, a hundirse en las profundidades.
De tanto ver a Álex escuchando música mientras conducía me entraron ganas de probarlo. Hacía muchos años, en un viaje con la Teneré hacia Marruecos, había intentado escuchar la radio en ruta, con un viejo móvil. Es resultado fue un desastre de ruido y pérdida de emisoras con lo que deseché totalmente el asunto.
Sin embargo, aquel día todo parecía funcionar mejor. La música de adaptaba al paisaje y en cada momento sonaba algo evocador que resaltaba cualquier detalle. Cuando AC/DC entró en acción me pilló adelantando una caravana de camiones. Comencé a moverme, frenético, al ritmo de la música. Salía de mi carril, adelantaba y otra vez a la derecha. Highway to hell. Thunderbird. Thunder!  Todo parecía distinto. Había descubierto, después de años sobre la moto, que aún quedaban sensaciones por experimentar.

Al caer la tarde montamos nuestras tiendas en el camping de Baserbackstrand donde la encargada, una señora tan poco solícita como simpática, nos obligó a hacernos una tarjeta para los camping de Suecia si deseábamos pernoctar. Unos días más tarde nos dirían que esa tarjeta no era necesaria.
Y aquí tensé la cadena por primera vez y comencé a sospechar que, no sólo no sería la última vez que lo hacía, sino que quizá tuviera que comprar una nueva. Y ahí fue dónde me pregunté qué es lo que me había impulsado a creer que podría hacer 12.000 kilómetros más con el mismo kit de transmisión. El caso es que, cuando lo miré, en casa, parecía que iba aguantar sin problemas…
El ocaso sobre el Báltico invocaba al frío; una brisa húmeda y desapacible ascendía desde el pequeño embarcadero de madera hasta nuestras tiendas de campaña. Álex preparó una buena cena a base de caldo y tallarines, todo ello regado con una botella de Ribeira Sacra y finiquitado con unos chupitos de Brugal. Si continuábamos a ese ritmo la provisión alcohólica no llegaría hasta Cabo Norte. Antes de toda esta actividad se dio un martillazo en el pulgar izquierdo al montar la tienda de campaña. Ahora ya podía hacer la señal de OK con las dos manos.

El 6 de junio llegamos a Upsala. Acampamos en una pequeña área de descanso al borde de la autopista. El césped, los parterres, cada arbusto, todo estaba cuidado y presentado con exquisitez. El mobiliario, funcional y bonito, con el marchamo típico sueco. De cuando en cuando paraba algún viajero que saludaba amablemente.

Había sido una jornada bastante pesada. Desde las nueve de la mañana que abandonamos el camping hasta las nueve o las diez de la noche habíamos estado casi todo el día en la autopista que, conforme avanzaban los kilómetros, se tornaba más monótona y pesada. Solo la abandonamos, durante poco tiempo, para ver las runas de Rokstenen. Después de haber visto la riqueza estética de lo celtíbero unas runas esquemáticas y simples no dicen gran cosa, la verdad. Esto unido al escaso conocimiento que tenía de la cultura escandinava hicieron que mirase la enorme piedra con bastante desgana. Creo que mi capacidad para impresionarme había quedado en el puente de Mälmo.
Esquivamos tormentas y lluvia, tragamos tormentas y lluvias, y todo el trayecto había estado presidido por la música que enmarcaba paisajes y granjas apenas perceptibles desde la autopista. Se iban sucediendo bosques de coníferas, abedules, arces… La riqueza forestal me parecía inmensa. Cientos de kilómetros de bosques, de cultivos forestales listos para ser explotados de forma racional. La marca sueca siempre presente. Todo aquello parecía un mundo aparte, era El Mundo de la Autopista. Encajonados entre hectáreas de árboles no acertábamos a imaginar que se escondía más allá de la masa boscosa. Circulábamos al margen de la sociedad en un mundo irreal sin más contacto con la civilización que la banda de asfalto. Como compañía, vehículos de alta gama y camiones. Cada uno en su viaje y sin saber nada unos de los otros.
Añoraba curvas y estaba deseando llegar a las carreteras de Noruega.
El exceso de equipaje y el mucho volumen que llevaba sobre el asiento del pasajero hacían que mi posición de conducción no fuese del todo cómoda. Al principio apenas si se nota pero, desde que transcurren unos cientos de kilómetros en la misma postura, las variaciones son mínimas y uno termina por sentir agobio y cansancio. La moto resultaba menos cómoda que de costumbre. Además, el enorme peso de las maletas dificultaba cada maniobra en parado.
La moto se iba portando bien en todos los aspectos, no esperaba otra cosa. Si había algo que objetar era que había circulado muchos kilómetros con la presión del neumático trasero un poco baja y éste se había desgastado más por el centro. Se estaba cuadrando un poco. No le di demasiada importancia. El nivel de aceite seguía en el mismo punto que 2000 kilómetros atrás y yo estaba en Suecia. Eran las once de la noche. Miré hacia el oeste y vi el sol aún lejos del horizonte. Sonreí satisfecho.
Las cosas con Alex marchaban bien. Él siempre circulaba abriendo la marcha y a mi me resultaba cómodo ir detrás. Disfrutaba viéndolo rodar delante, seguro en cada cruce, sin titubeos. Era como si ya hubiera estado allí antes. Mientras él se dedicaba a preparar la cena yo toqué la gaita un rato. Me gusta poner el punto exótico. Nos sentíamos tan exultantes que decidimos bebernos la botella de rioja reserva que llevábamos para tomar en Cabo Norte. Y unos chupitos de ron.

 

Por la mañana la policía estaba en el área de descanso. Vieron nuestras motos y nuestras tiendas de campaña pero no nos dijeron nada. De nuevo salimos a la ruta  alternando autopista con rápidas carreteras nacionales. Seguíamos inmersos, por momentos, en aquel mundo paralelo que nada tenía que ver con el real. Bosques.
Aquella mañana avanzamos a buen ritmo. Sólo hacíamos las paradas imprescindibles para repostar y para que Alex se chutara con Red Bull. A mi el sueño me entraba por las tardes. Después de comer, aunque no hacíamos comidas copiosas, me inundaba un sopor dulce. Los párpados me pesaban y el murmullo del viento en el casco no hacía sino convertirse en un suave arrullo. En esos momentos tenía que abrir la pantalla del casco, respirar hondo y acudir, al igual que Alex, a la taurina.
Ya habíamos visto las primeras señales de peligro por presencia de renos aunque ninguno se dignó en hacer aparición. Pensé, entonces, que aquello podría ser, más un reclamo turístico que un advertencia real de peligro. Estaba deseando ver un reno pero, en aquel momento, no sabía que vería a uno más cerca de lo que me imaginaba.

Cerca de Sikea decidimos acampar y, confiados en la benemérita sociedad sueca, nos acercamos a pedir permiso a una de las solitarias casas que había en medio de los bosques. Mientras Álex esperaba llamé a la puerta de la casa. Detrás de una puerta acristalada cenaban una mujer y su hija. Más allá de la cena, traspasando la ventana, el lago. Las dos se enmarcaban en una escena de postal. Esgrimiendo mi mejor sonrisa, mi cara de español que, ya se sabe, cae bien por doquier, solicité permiso para montar las tiendas de campaña en sus propiedades, en un prado a unos cien metros de la casa. La chica, una oronda rubia con los labios refulgentes de rojo pasión, ni siquiera miró a su madre. "No, lo siento pero es imposible"- dijo sin perder la sonrisa. Me quedé un poco descolocado. No era una respuesta que estuviese dentro de las posibilidades que yo manejaba. Lo cierto es que ya nos imaginaba montando la tienda de campaña en el lugar que había escogido y tomando café en el porche de la casa roja con aquellas dos damas.
No soy aficionado a extenderme en súplicas ni en regateos ante lo prohibido (si es no, es no) pero estaba convencido de que se trataba de un error. Tenía que haberme expresado mal, en mi inglés de andar por casa, y ella había entendido lo que no era. Volví a insistir en que sólo sería una noche, que montaríamos las tiendas de campaña y, al amanecer, no dejaríamos ni rastro. De nuevo una educada sonrisa enmarcada en sus labios rojos. Y de nuevo la negativa por respuesta. Aquello se empezaba a parecer a una batalla de la que yo saldría perdiendo. Vislumbrar esa posibilidad me instó a suplicar que, por caridad, nos dejase pernoctar en sus dominios. Y por tercera vez me negó el asilo. De nada sirvió que apelase a nuestras respetadas profesiones, a nuestra intachable moral o a cualquier argumento: no es no. Entonces decidí marcharme. Educadamente dibujé una enorme sonrisa forzada en mi cara, hice un amago de reverencia inclinando un poco la cabeza, di media vuelta y volví a la moto como un caballero. Lo hice todo para que quedase arrepentida y reconcomida al ver que yo desplegaba una exquisita educación y que éramos gente de fiar. Que se joda- pensé- Ahora sabe que ha cometido un error. Internamente comencé a albergar odio hacia ella.

 

A pocos kilómetros nos adentramos en un pueblo solitario. Jardines exquisitos, césped segado cada semana e intimidad en cada hogar. Entre árboles y jardines vislumbramos una casa abandonada, el lugar perfecto para plantar la tienda. En la casa de al lado llamé a la puerta para preguntar si, efectivamente, estaba abandonada y si había problemas por acampar allí. Salió un chico en zapatillas. Tardó en abrir y me imaginé que estaría escuchando música en su caro equipo de sonido sentado en un sofá de Ikea. Cuando le dije lo de montar la tienda contestó que no, que esa casa tenía dueño y que no era posible instalarse allí. Una sola noche? tampoco. Entonces apliqué el plan B. ¿Era posible acampar en su jardín, allí al fondo de la finca, al lado de la casita del árbol? No. Lo sentía mucho pero no.  Contrariado, volví a la moto sin hacer un amago de sonrisa y sin reverencia alguna, con la amarga sensación de descubrir que había perdido todo mi encanto, si algún día lo tuve. Una de las personas con las que viajé, hace años, decía que tengo una mirada intimidatoria. Será eso.
A pocos kilómetros de allí vimos una señal de camping.
Después de un arroz con rovellons y salmón sueco, a las doce de la noche, nos fuimos de pesca y terminamos la botella de Brugal.

Al día siguiente dejaríamos Suecia y su gusto por los coches americanos clásicos.

Llevábamos rodando desde las ocho y media de la mañana. La temperatura era baja aquel ocho de junio, unos siete grados. A media mañana comenzó a llover casi al mismo tiempo que el paisaje empezaba a cambiar. La monotonía boscosa había dado paso a la variedad, con campos y sembrados que se iban alternando con las zonas de cultivo forestal. Comenzaron a aparecer, de cuando en cuando, lagos que eran como islas en medio de los bosques. Más adelante eran los bosques los que parecían islas emergiendo de un interminable mar de lagos que parecían todos el mismo. La carretera serpenteaba entre ellos, alternando puentes y tierra firme. De cuando en cuando, una cabaña llamaba mi atención. Parecían estar situadas en lugares casi inaccesibles, al lado del lago. Se asomaban al borde del bosque, tímidas, como temerosas de que alguien descubriera el secreto de la paz que irradiaban.
Finlandia nos recibió con lluvia y más frío. Un manto gris se empeñaba en comenzar a cubrirlo todo, apagando el verde intenso de los abedules recién brotados y el oscuro de los pinos silvestres. En Térvola, durante la parada del almuerzo, me di cuenta de que la cadena volvía a estar floja. De nuevo le di tensión pero comprobé que en unos puntos quedaba más floja que en otros. Aquello era síntoma inequívoco de que estaba llegando al final de su vida útil.
Durante la tarde la lluvia no cesó hasta que recalamos en un aburrido cámping. Recuerdo que era barato pero su wifi era pésima. Montamos las tiendas bajo la lluvia en el lugar en que nos pareció que el drenaje era mejor. A esas alturas mi pericia con la tienda era casi antológica y en poco más de cinco minutos mi hogar estaba listo. Álex tardaba un poco más, se lo tomaba con calma. Una vez más tensé la cadena. Era un vano intento de dejarla en óptimas condiciones aunque, en el fondo ya sabía, que no terminaría el viaje. También añadí un poco de aceite y repasé la moto a conciencia en busca de cualquier anomalía. Al día siguiente llegaríamos a Cabo Norte.
Al salir, por la mañana, de la tienda de campaña el frío era aún más intenso. Abandonar el ecosistema cálido del saco de dormir era un acto de contricción de lo más severo.
El indicador de temperatura no superaba los seis grados. El sol no se había puesto  en toda la noche aunque las nubes nos impedían verlo. Estábamos en el Gran Día, nuestra llegada a Cabo Norte, aunque yo seguía sin sentir nada en especial. Me daba igual llegar a Cabo Norte que tomar un atajo y pasar a Noruega por otro punto. Nos internamos en Laponia, la tierra de los renos, la llanura, la taiga y los mosquitos. Aún no había visto nada de eso. Quizá un reno solitario entre la espesura pero ni siquiera me atrevería a asegurarlo con certeza. Lo único que veía era agua en todas partes. Agua en los lagos. Agua en la atmósfera. Agua en la carretera. Agua cubriéndome. La temperatura ya había descendido a tres grados y cada vez circulaba más incómodo. Estaba helado y deseando que parase de llover. Aunque solo fuera unos minutos.

A seis kilómetros de Rovianiemi está el Círculo Polar. Éste sí era, para mí, un lugar mítico. Un círculo imaginario que circunvala el globo. Una línea que, sin existir, evoca la aventura y la exploración. En mi cabeza resonaban frases rimbombantes. La que más repetía era "más allá del Círculo Polar". Eso sí que tenía pinta de ser un viaje épico. Más Allá. Más Lejos. Sobrepasando… Al llegar mis ilusiones se desvanecieron cuando nos internamos en un enorme centro temático dedicado al Círculo Polar en si mismo y a Santa Claus. Qué habilidad para crear un negocio de cosas que no existen en la realidad. Quise entrar en La Casa de Santa Claus pero, pensándolo bien, para qué? Para decirle a los hijos de algún amigo que había estado en la Casa de Papa Noel? Para eso no era necesario estar. Podría decirlo de igual modo, sin haber estado allí. Ni el entrañable barrigón de barba blanca tiene casa ni sería menos mentira decir que había estado en su casa sin haber estado. Y con estos vehementes pensamientos me subí en la moto para abandonar el Círculo Polar y seguir "más allá". A la salida unos críos trapicheaban con pastillas o farlopa, no puede ver bien el material.
En un lugar, para mi indeterminado, Alex comenzó a tener problemas con la pantalla del caso. Se le empañaba y no conseguía ver bien. En aquellos momentos la lluvia seguía arreciando, convirtiéndose en nieve en algunos tramos y la temperatura raramente pasaba de los cero grados. Nos detuvimos en un complejo de cabañas de alquiler y, en el porche de una de ellas, Alex se quedó ajustando el "pinlook" mientras yo me dedicaba a la exploración de los alrededores. El lugar parecía desierto y me  recordaba a "La Matanza de Texas" todo tan solitario, tan vacío. Era como si los inquilinos acabaran de desaparecer de forma misteriosa. La sauna aún estaba abierta y un cuchillo de pelar el pescado estaba clavado en una mesa de madera. Volví con Alex para poder organizar mejor la estrategia de defensa en el caso de un ataque con motosierra. Alex había perdido, por segunda vez, la sujeción del "pinlook" y estaba bajo las tablas del porque de una cabaña intentando pescarlo de algún modo. Las manos frías y el corte que llevaba en el pulgar no ayudaban a manipular cosas de pequeño tamaño. Allí estuvimos más de media hora y el bulón no apareció. Intenté fabricar uno con madera pero resultaba imposible. También lo intenté con un trozo de plástico con el mismo resultado.
Por el rabillo del ojo, cuando estábamos preparándonos para irnos, vi pasar una sombra humana en el interior de una de las cabañas.
Desde aquel momento pasé a abrir la marcha, debido a los problemas de visión de Alex. Los renos aparecían de cuando en cuando pero lejos de la carretera y yo circulaba a unos cien o ciento veinte por hora. Rodábamos en una zona de cambios de rasante, con el frío castigando mis manos y mis pies y con un persistente manto de lluvia de lo más desagradable. En una de las bajadas, con la mirada perdida en el fondo de la recta, un reno salió a la calzada. Ni siquiera me dio tiempo a tocar el freno. Se asomó y comenzó a cruzar. Así, si más. Sin aspavientos y sin una palabra más alta que otra, con la tranquilidad con la que comienzan las sorpresas desagradables. Entonces el mundo comenzó a girar más despacio y todo se ralentizó hasta convertirse en una exasperante cámara lenta. El reno avanzaba por la carretera, transversal, directo y, si las leyes de la física no fallaban, a encontrarse con la moto en un punto concreto de la carretera. Otro paso. Otro. Cuando parecía que el desastre era inminente, el reno giró la cabeza muy lentamente hacia la derecha, percatándose, entonces, de que una moto avanzaba a vertiginosa velocidad, hacia el punto exacto por el que el pretendía cruzar. Le vi abrir los ojos como platos y cambiar su expresión, de la tranquilidad de la taiga, al más puro horror. Entonces sus pezuñas traseras comenzaron a patinar sobre el asfalto a la vez que el resto de su cuerpo giraba en sentido contrario a la marcha. Por unos instantes pareció replegarse sobre si mismo a aquella absurda velocidad superlenta. En ese momento un atisbo de susto pasó por mi cabeza pero, de forma súbita, el mundo volvió a circular a velocidad normal y el reno se convirtió en un fotograma. Ni siquiera volví la cabeza para despedirme. En la siguiente parada Alex me comentó el susto que se había llevado. Él si había visto el reno y también a mi con la misma endiablada velocidad sin hacer amago de disminuirla. También había visto al reno girar sobre sus cuartos traseros y perderse en la espesura. Pero él lo había visto a velocidad normal, no en cámara superlenta. A partir de entonces el incidente con el reno se convirtió en motivo, no ya de risa, sino de situaciones de lo más hilarante. Desfilaron por nuestra  imaginación la mamá del reno advirtiendo a su hijo de que tuviera cuidado al cruzar. Su padre diciendo "pero si nunca pasa nadie" y toda su parentela en las más variopintas situaciones. Siempre con nuestro reno y la moto de protagonistas. Creo que aquel reno consiguió acercarnos a Alex y a mi mucho más que las motos.