ngeles_del_infierno_sobre_ruedas-767088327-largeNo se puede decir que el tiempo haya tratado muy bien a Hell Angels on Wheels, de Richard Bush. Los excesos visuales, en cuanto a secuencias larguísimas, imágenes en movimiento mareante y peleas que se alargan, aburridas, hasta lo indecible, nos retrotraen con el cine tópico de finales de los sesenta.

Pero Ángeles del Infierno Sobre Ruedas, que así llegó al mercado español, tiene otros atractivos que la hacen muy interesante. En primer lugar cabría destacar las motos. Abundan las Harley Davidson cortadas, “choperizadas”, que poco o nada tienen que ver con la moda generalizada que siguieron este tipo de motos, movidas como si fueran ligeras máquinas de enduro. Incluso con una de ellas se atreven a participar en una competición de hill-climb. Aquí podemos ver a dos BSA de la época, una A10 y una Firebird Scrambler, y una Royal Enfield Interceptor escalando la colina como histéricas.

En segundo lugar la Historia. Y lo escribo con mayúsculas porque las pandillas motoristas, los motoclubs violentos de los sesenta y los setenta, forman parte de la historia de los EE.UU y de su peculiar modo de ver el mundo. Después de haber leído a Sonny Barger (que también sale en la película haciendo de sí mismo) y a Hunter S. Thomson, entre otros libros dedicados a los Hells, el visionado de esta película viene a ser algo así como poner imágenes a los libros. Se suceden las peleas, el abuso de drogas, los líos con la policía y algo que Thompson dejó muy claro en Los Ángeles del Infierno, una extraña y terrible saga: las pandillas de moteros estaban formadas por tipos a los que no les importaba nada, desahuciados de la sociedad y desencantados con un sistema que no tenía nada que ofrecerles. Unidos por una visión del mundo pueril y simplista, este tipo de motoclubs se aferraron a un sistema organizativo casi militar del que muchos procedían, adoptando poses y modos. En este aspecto Jack Nicholson, el protagonista, lo deja muy claro en uno de los diálogos. “no tengo interés en participar en tu ejército privado” le dice al presidente de un capítulo, interpretado por Adam Roarke.

Llama la atención que se aleja bastante de los estereotipos marcados con posterioridad, en los años setenta, en los que los motoristas pandilleros eran retratados como retrasados mentales en los que su salvajismo competía con su idiocia. No es que en esta salgan muy bien parados pero, al menos, salva la situación Jack Nicholson, mucho más digno en su rol que en la archiconocida Easy Rider. Y eso que en esta que nos ocupa hacía uno de sus primeros papeles como protagonista.

El guión no es que sea nada especial, chico conoce a chica, la chica es la novia del mafioso, chico se enamora de chica… en fin, más de lo mismo. Pero esta película hay que verla como un documental porque refleja, a la perfección, aquellos primeros años de las bandas motorizadas. Aún quedaban lejos las condenas por tráfico de armas y de drogas y todo se centraba en motos, fiestas y vida disoluta.

Como curiosidad hay que apuntar que colaboraron en la filmación, además del propio Ralf “Sonny” Barger y unos cuantos miembro de los Ángeles del Infierno de los capítulos de California, Richmond y San Francisco. Sonny, en su libro Ángel de Infierno, hace referencia a este hecho, al igual de Hunter S. Thompson. Esto de salir en películas y estar todas las semanas en la prensa  trajo a Los Ángeles más problemas que ventajas pero de eso hablaremos en otra entrega.