Hace unos años me compré un libro que se titula “Cómo cagar en el monte”. Cuando llegué a casa, quizá antes de empezar a leerlo ya me di cuenta de dos cosas: una, no necesitaba aprender a cagar en el monte. Dos, había picado y me había llevado el libro solo por el título.

A ti te acaba de pasar lo mismo, recalas en este artículo porque, por el título, has pensado que iba a enseñarte algo. Pero alma de cántaro… ¿Cómo quieres cagar en la moto? ¿En qué cabeza cabe? Además, ¿Cómo ibas a mantener la higiene luego? Y aún puedo ir más allá… ¿por qué alguien desearía cagar en la moto?

Aunque, a veces, uno desearía llevar un váter portátil, un poty, como las autocaravanas. Y no sólo cuando andas con vientre flojo por Marruecos o se te ocurrió beber agua del grifo en Mauritania. Que va. A veces surgen premuras inaplazables. Son esas que nos recuerdan que, por muy aventureros que nos creamos y por muy enseñoreados que nos sintamos encima de la moto, no queda más remedio que humillar la cerviz y deshacernos de lo fútil y banal de esta vida.

Venía yo hace unos días de la bodega de Panchín, en Negueira de Muñiz, de probar el “viño novo” y de recorrer el mundo aledaño para recrearme en la belleza cercana. Carretera estrecha y en estado de semiabandono a media ladera y allí abajo, tan al fondo que prefieres no imaginarte la caída, el Río Navia y el Embalse de Salime. Olor a humedad en cada curva umbría, a musgo, a naturaleza muerta. Esos aromas del monte, la materia vegetal en descomposición, el frescor de un arroyo, el brezo, la retama… Todo eso y más, aúna lo que debe de ser el olor del bosque. Y tienes que tener el sentido aguzado para poder percibir matices. No es lo mismo aspirar el aroma de un castañar en julio, cuando el polen se mezcla con el aroma seco de los henares, que llenarte los pulmones de la pureza de un abedular escueto, ralo, de esos que hay justo antes de que el monte se convierta en puerto de montaña.

Estos de Negueira, los montes digo, son a ratos, frescos y sombríos donde descubres un matiz después de cada curva.

Pero, no hay matiz que valga, ni bucólica estampa cuando te atenaza la llamada del vientre. Primero un pinchazo en la barriga, luego un dolor insoportable y al fin, la capitulación. Paré la moto a un lado y, raudo, como quien se ve impelido por una premura ancestral, me tiré al monte. Casi sin tiempo para desabrocharme el pantalón me vi allí, agachado y vulnerable mientras ella, la moto, me miraba con sus ojos achinados. No se movía, no decía nada. Sólo estaba quieta, observándome en silencio sin apartar la vista.

Y miré hacia otro lado, como con vergüenza ajena por su impudicia deseando no tener moto sino un váter con ruedas.

Moto váter de Toto Bikes

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