vulcanEn el año 92, lejos aún de esta edad provecta hacia la que avanzo, mi único vehículo era una Kawasaki Vulcan de 500cc. Era mi primera moto y le tenía bastante aprecio, como es natural. Un aciago día del mes de septiembre me desplacé a las fiestas de Pola de Allande, por aquello de comprobar si con la moto podía cosechar algún éxito entre la población de féminas con hombreras y pantalones de tiro alto.

La noche pasó, para desgracia mía, sin pena ni gloria así que, sobre las tres de la mañana, volví a subirme en la moto con serias dudas sobre su poder de atracción para el sexo femenino. Dispuesto a encarar el Puerto del Palo y disfrutar de una noche estrellada, aceleré por la «recta de la gasolinera», jalonada de coches aparcados a ambos lados. Por aquel entonces las fiestas de los pueblos eran otra cosa y las carreteras de acceso se convertían en un improvidado aparcamiento desde uno o dos kilómetros antes de la verbena, donde cada cual dejaba su vehículo como buenamente podía.

El kilómetro lanzado, iba mascullando para mis adentros y lamentando el nulo número de conquistas que había conseguido en Pola, que ni ataviado con la Garibaldi y mi pose de macho alfa postadolescente había conseguido despertar interés alguno entre las muchas ellas. Mientras iba metiendo marchas elaboraba la estrategia a seguir en las próximas citas festivas y de paso, me preguntaba si no habría sido mejor acudir a las fiestas de Fonsagrada donde la caza de muchachuelas de buen ver siempre había sido más productiva.

Así iba yo, entre compungido y alentado cuando uno de aquellos coches aparcados salió de repente a la calzada, ocupando los dos carriles con intención de dar la vuelta y volver por donde había venido. La rueda trasera de la moto se trabó y comenzó a derrapar mientras la delantera, bloqueada también, iba rebotando sobre el asfalto a causa de la flexión de la horquilla. «Ta-ta-ta-ta…» El tiempo se ralentizó y en la oscuridad de la noche, todo avanzó a cámara lenta. Justo hasta el momento del impacto. En es instante la vida volvió a discurrir a la velocidad a que estaba acostumbrado y a causa de la inercia, y otras fuerzas intervinientes, la moto y yo impactamos contra el coche con una violencia considerable. El tren trasero despegó del suelo casi al mismo tiempo que la rueda delantera hundía la puerta izquierda del vehículo y mi cabeza impactaba con la arista del techo.

Creo que en ese momento todo volvió a ser más lento porque conseguí recomponer mi acorbacia y aterrizar, de pie, encima de la moto. Luego recuerdo destellos microscópicos de luz blanca y una extraña sensación de no saber muy bien dónde estaba: uno de mis pies descansaba sobre el depósito y el otro en el motor bicilíndrico derivado de la GPZ. La moto descansaba, aparentemente ajena a todo aquel despropósito.

Cuando el conductor, un chaval de unos 20 años, consiguió reunir el valor suficiente para salir del coche, lo hizo entre lágrimas adornadas de un llanto nervioso. «Ay Dios, que me mata mi padre, que me mata mi padre…», balbuceaba. Los otros cuatro ocupantes fueron emergiendo poco a poco, con más miedo que decisión, preguntándose cuánta sangre tendrían que ver. Yo, sentado en la bionda y con la mirada perdida, solo pensaba que volvía a ser un usuario del ALSA.

EPÍLOGO

Después de aquello, cuando quise reclamar al seguro de la parte contraria (la culpa había sido suya), me encontré con que su compañía, Seguros MAS, de Tineo, había quebrado hacía cuatro días y ya no se hacían cargo de ningún siniestro. Después de varios meses, los abogados de mi compañía se olvidaron de  meter el asunto por vía judicial y cuando me quise dar cuenta estaba amenazando a mi propia compañía con llevarlos a juicio por no haberme defendido. Al final conseguí que 160.000 pesetas que abonó mi propia compañía y que acogí como un gran tesoro.