Yo soy muy de campo, muy de pueblo. En las ciudades me manejo bien porque circulo en moto pero mi medio natural, desde luego, no es ese. Me sumerjo en el metro mirándolo todo con el miedo del que transita por una selva ignota y en una calle peatonal llena de gente ando como con aires despistados, extrañado de no saludar a cada persona con la que me cruzo. Nunca me arriesgo a cruzar un paso de peatones con el semáforo en rojo y me quedo parado en el borde de la acera mientras veo a jubilados y amas de casa pasar fulgurantes a mi lado.

Yo no. Yo soy un paleto indefenso si no voy en moto. Y esa indefensión se agrava si tengo que usar el transporte público. Desconozco el itinerario de las líneas, ignoro el precio y, por supuesto, no tengo ni idea de las correspondencias con otras líneas ni se en qué parada tengo que bajarme. Al conductor le doy los buenos días y poco más, porque un cartel bien visible me prohíbe dirigirle la palabra.

Pero hace unos días, en Oviedo, que es una ciudad pequeña y manejable, tuve que hablar con el conductor de bus urbano. Tenía que cruzar toda la ciudad que, aún siendo pequeña, es bastante grande para atravesarla andando de punta a punta, así que le pregunté si su autobús pasaba cerca de la dirección a la que me dirigía, en el otro extremo de la metrópoli. Me dijo que quizá sería mejor tomar el siguiente pero, después de pensar un rato con aire circunspecto, su cabeza hizo un rápido mapa mental y me dijo que no me preocupase, que él me avisaría del sitio idóneo para cambiar de bus. Eran las 14:30 h.

Me quedé de pié en mitad del pasillo y alternaba la observación de chavaletes y “señoras que” con fugaces miradas suplicantes al conductor. Las paradas se fueron sucediendo y el ajetreo de los semáforos ya me estaba mareando. Cuando vi que el bus se desviaba hacia el Oeste fruncí el ceño mentalmente y comencé a inquietarme porque yo iba hacia el Norte. En las ciudades siempre me oriento por los puntos cardinales, igual que en la carretera o en el monte, cosas de la deformación profesional y del amor que le profeso a los mapas. Así que, cuando volvió a girar en dirección Este pensé que el hombre me estaba tomando el pelo. Acabábamos de llegar al Hospital del Naranco, en las faldas del monte del mismo nombre. ¿Qué coño estaba haciendo yo allí si mi destino estaba en Avenida de Torrelavega, justo en dirección contraria?

Dos o tres paradas más allá el conductor se dirigió a mí diciendo “señor, señor! bájese en esta parada y coja el F1“. Con mi paraguas colgado en el antebrazo me quedé esperando al F1 bajo la marquesina mientras una fina lluvia remojaba las calles de Vestusta. El paraguas no lo enseñaba mucho porque acababa de robarlo en un paragüero ajeno y estaba bastante ajado, una cosa muy poco elegante para una ciudad como Oviedo. Lo del penoso estado del paraguas, digo.

Cuando llegó el F1 volví a pagar 1,20€ y a recorrer las calles en sentido contrario. El bus se desvió hacia el Sur, alejándome aún más de mi destino y dejándome con cara de circunstancias. Sentía como todos me miraban, riéndose para sus adentros porque estaba recorriendo la zona alta de la ciudad, tropezándome con cada farola y rebotando como un “coche de choque”. Estaba siendo, sin lugar a dudas, la diana de las puyas y burlas de todos los usuarios de autobús urbano del centro de Asturias. Como pude mantuve mi dignidad, incluso cuando volví a pasar por la primera parada y cuando vi el edificio del que acababa de salir 45 minutos antes. Ahora sí. Desde aquí todo sería cuesta abajo, sobre todo porque estábamos en la parte más alta de la ciudad.

Después de cientos de miles de semáforos y millardos de marquesinas perladas de lluvia, en el centro de la ciudad decidí bajarme y continuar a pié. Eran las 15:30 h. y temía fenecer de inanición atrapado en mi particular Día de la Marmota en el interior del bus. Con la cabeza alta para ocultar mi maltrecho orgullo, abrí mi paraguas robado y recorrí en trecho que faltaba bajo el molesto sonido de la tela avergonzada de su precario estado. Deseé, como nunca, poder acariciar el depósito de mi moto, escuchar el sonido redondo de su motor, mirar al cielo y ver como las gotas de lluvia golpeaban con violencia la pantalla de casco. Pero era un peatón.

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