Finales de Marzo de 2058

 

Querida nieta:
Espero que sepas disculparme por no usar el biolog o cualquiera de las herramientas que se han puesto tan de moda en los últimos años. En esta ocasión, llegado ya el ocaso de mi vida, he preferido usar herramientas de antaño, el sempiterno lápiz y el denostado papel que, en cuestión de cuarenta años ha pasado a ser algo anecdótico.

Mucho han cambiado las cosas, como no podría ser de otro modo, en los últimos cuarenta años. Incluso en este pueblo apartado, siempre tan apacible, el tiempo no ha dejado de marcar continuamente el parsimonioso devenir con su poderosa impronta. Recuerdo con nostalgia la época de juventud, los primeros amores y, por encima de todo, los momentos de esparcimiento y de fiesta. Supongo que será una condición “sine qua non”, indispensable para o por hacerse viejo. Ya tengo casi noventa años y, aunque la ciencia, unida a ciertos avances tecnológicos me mantienen dentro de unos parámetros aceptables de salud, siento que mi momento está cercano, que debo devolver a la Tierra la energía que me fue prestada al nacer. Y es por ello que te quiero hacer partícipe, querida Julia, de la historia de tu tierra, del lugar que, aunque no te vio nacer, te acogió como su hija y al que tanto cariño le guardas.
El pueblo pasó en estos casi noventa años por muchos avatares y por infinidad de situaciones. Alguna de ellas estuvo a punto de dar al traste con el futuro de la comunidad pero, como en toda la historia de la humanidad, conseguimos sobreponernos y continuar hacia adelante, reinventándonos una y otra vez.
La primera de las situaciones apuradas llegó, creo recordar, a principio de los años veinte. Después de dos décadas perdiendo población de forma alarmante llegó un momento en que casi todos los habitantes de las zonas rurales habían abandonado sus hogares para vivir en la gran urbe. El centro de Asturias se había convertido en una metrópoli donde muchos vivían y la mayoría sobrevivía, al igual que en todas las regiones, casi siempre mirándose en el espejo de la compulsión. Hacia allí emigraron los últimos miles que quedaban en el campo cuando el sector primario se vio sustituido en su casi totalidad por las materias primas procedentes de Asia y, en menor medida, de África. Parecía, y de hecho era, una gran hecatombe. La tristeza se adueñó de los pocos que quedábamos, de todos los que observábamos con recelo aquella diáspora sin sentido. Sin embargo, poco a poco, se produjo una recuperación poblacional gracias a lo que dio en llamar la “Nueva Venida”, el regreso de los que, hartos de perseguir el espejismo, hartos de ir en pos de una quimera, decidieron regresar a la tierra de sus abuelos y comenzar una nueva vida, sencilla pero plena.
Influyó mucho en aquella nueva repoblación la universalización de la Red. Venía creciendo de forma exponencial desde mediados de los noventa del siglo pasado pero hacia la mitad de la década de los años veinte sufrió una explosión que parecía no tener límite. Todo estaba en la red. Todo lo que existía (y lo que no) estaba disponible de uno u otro modo, de forma que el trabajo, las relaciones personales, los bienes de consumo, la Vida, pasaba por protocolos Ip, por DNS´s por mailing o por la web cinco punto cero. El acceso se convirtió en universal de forma que no quedó rincón en la Tierra que estuviera fuera de su alcance y los datos corrían en nuestro derredor sin que nos percatásemos apenas de su existencia. En mundo era una inmensa zona WiFi, supongo que en algún museo te habrás enterado de lo que era la wifi para los de mi edad, ese obsoleto sistema que fue sustituído por el UPDT, (Universal Protocol Data Transport).
Ah, los tiempos de la wifi y los tiempos en que teníamos un remedo de democracia que, aunque muy criticable, al menos no posibilitaba que el presidente de gobierno fuese escogido cada cuatro años por la corporación Google. Cómo nos engañó la Corporación a todos. Comenzó a meterse en nuestras vidas casi sin que nos diéramos cuenta. Le regalamos, de forma voluntaria, una parte de nosotros mismos y, cuando quisimos reaccionar, ya era demasiado tarde; se había convertido en un cáncer en nuestro interior que conocía hasta los detalles mas íntimos. Obnubilados como estábamos por todo lo que se nos ofrecía no supimos darnos cuenta de que la Corporación se adueñaba, incluso, de nuestros pensamientos. Después de varios años cualquiera de las versiones del programa iGod podía realizar un mapeado de nuestra vida a niveles que ni siquiera nosotros éramos capaces. Tus aficiones, tu familia, tus anhelos, tus emociones pasaban por el tamiz de iGod para escanear nuestra mente y conocer hasta lo más profundo y los secretos insondables. Pronto su inmenso poder fue capaz de comprar voluntades o 
decisiones políticas de amplio calado y fue cuestión de tiempo que la fusión entre poder político y empresarial se convirtiera en algo tan indisolublemente unido que resultó imposible discernir donde terminaba uno y comenzaba el otro.

Nuestra vida entera dependía, por completo, de Google y todas las herramientas que había creado para controlarnos.
Ni siquiera núcleos tan apartados como éste quedaron al margen. Todos pertenecíamos a la Corporación. Y de hecho, todos seguimos perteneciendo porque las cosas no han hecho más que empeorar en este sentido. El desvarío orweliano se ha convertido en realidad.
Fue por aquel entonces cuando intenté huir. Un día cargué la moto con cuatro cosas que consideraba imprescindibles y me fui lejos. Pero nunca estás lo suficientemente lejos mientras estás vivo. Siempre cargas contigo mismo y con tus recuerdos. Y la moto, aunque buena compañía, se reveló como insuficiente. Además me cazaron como a un conejillo. Me domaron bien aquellos años en la cárcel. Tu padre nunca me perdonó aquellas veleidades. Creo que sufrió más que nadie. Todo aquello fue una mierda, mi niña. Una mierda muy grande.
Aún quedan hombres libres, seres al margen del control que sobreviven en las zonas más apartadas pero son cada vez menos y su contacto con nosotros es muy escaso. Recuerdo que el día de mi jubilación, cuando cumplí setenta y cinco años, conocí a uno de ellos. Un “desenganchado” de segundo nivel que había conseguido vivir a un lado sin que su vida estuviera en manos de la Corporación. Aún quedaban algunos datos de su vida anterior en poder de la empresa pero eran tan antiguos como inservibles para el control de la persona. Aquel hombre me enseñó algunas buenas cosas pero creo que el precio que pagaba por su libertad era demasiado alto. Yo, después de la cura de “reeducación” siempre estuve preso en mi jaula de oro y dudo que, aunque pudiera hacerlo, deseara salir de la telaraña de “mamá Corporación”.
El pueblo quedó fuera de las grandes infraestructuras de transporte, lejos de las comunicaciones viarias y lejos de los centros de poder que, a pesar de que las distancias eran cada vez menores, para nosotros quedaban cada vez más lejos. Gracias a eso la “segunda venida” resultó más rápida aquí y los recién llegados encontraron el atractivo de “lo salvaje” antes que en las zonas cercanas a las grandes vías de comunicación. Llegaron buenos tiempos. Las viviendas abandonadas volvieron a habitarse y las voces de los niños resonaron de nuevo en las calles. A pesar del férreo control de la Corporación, nuestras vidas parecían correr por caminos distintos a los del resto. El pueblo era como un núcleo de desenganchados de tercer o cuarto nivel, aunque no lo fuéramos. La Repoblación nos trajo, no sólo prosperidad económica, sino un nuevo estado mental y una nueva forma de relacionarnos como vecinos. Definitivamente fueron los mejores años de nuestras vidas.
Pero todo aquello se fue diluyendo y hacia los años cuarenta el movimiento neolife había perdido gran parte de su magia, institucionalizándose y sometiéndose, bien por voluntad propia o por imposición, a los omnipresentes designios de la Corporación. El pueblo tenía, como a finales del siglo XX, suficiente población y gozaba de una prosperidad envidiable pero éramos muchos los que añorábamos los tiempos de la Segunda Venida y todo lo que nos trajo.

Pero me estoy liando, mi niña, me estoy liando cuando lo único que deseo es despedirme. Me gustaría hacerlo personalmente. Mirarme en tus profundos ojos verdes y escuchar una vez más tu risa loca contagiando alegría por doquier. Pero tendremos que conformarnos con esto. Es lo que hay! Un trozo de papel garrapateado y muchos suspiros exhalados entre sollozos.
Confío en que aún puedas conseguir algo de gasolina. Ya sé que es difícil desde que lo eléctrico inundó todo pero, conociéndote, también sé que no pararás hasta llenar el depósito.
Súbete en ella, es tuya.
Acelera.
Siente el poder de su motor. Escucha su música.
Afinado en Fa.Y en Fa sostenido al retener.
Acelera, hijita, acelera y hazla volar. Déjalos a todos con la boca abierta.
Acelera y atruena! Déjate contagiar por su sonido, por su poder. Y grita fuerte. Dale, al menos, esa última vuelta y luego haz con ella lo que quieras. Es tuya.

 

Tan sólo te pido que me dediques un pensamiento mientras ruge el motor.
Nada me reconforta más que la idea de pervivir en ti.

Adios Julia. Que seas felíz y que tengas buena ruta.