Casi todos, cuando salimos de viaje, vamos “de buen rollo”. Cuando mayor sea la distancia que nos separa de casa, más buen rollo en general. Salimos con la mente abierta, con todos los sentidos preparados para disfrutar del viaje y de las personas con que nos encontremos.

Siempre hay excepciones, claro. Aquellos para los que el viaje no es placer sino obligación. Así nos encontramos con turistas, dicho con ánimo peyorativo, para los que todo está mal, que se quejan del frío, del calor, de la lluvia… Pero, en general, cuando se viaja se va con una predisposición especial para que todo sea una experiencia inolvidable.

Y cuanto más largo es el trayecto, en kilómetros y en tiempo, más ilusión y más predisposición.

Conforme nuestra ruta se acorta el estado mental que predispone al disfrute se va estrechando de forma proporcional de modo que, cuanto más cerca estamos de casa, tenemos la mente más cerrada y todo aquello que, lejos del hogar, nos hubiese parecido maravilloso, va perdiendo fuelle.

Por eso se nos va la olla cuando leemos las gestas de los grandes viajeros. Cuando tenemos en nuestras manos un libro que nos cuenta aventuras de la otra punta del mundo nuestra mente viaja hasta allí y nos decimos a nosotros mismos lo estupendo que sería estar en todos esos lugares, con la mente abierta y la predisposición necesaria, que seguramente tendríamos, para disfrutar como cochinos en el barro.

Y todo esto está muy bien. Pero la pregunta es ¿porqué en un viaje corto a, digamos, quinientos kilómetros de casa, no nos produce el mismo efecto? ¿No sería mucho más divertido, para nosotros y los que nos rodean, estar en ese estado mental de forma permanente?

Si trasponemos la experiencia a nuestros quehaceres cotidianos la cosa decrece hasta límites alarmantes.

Imagínate, lector, que al salir de casa miras a las personas  con las que te encuentras, esos perfectos desconocidos, como si estuvieras paseando por las calles de Ulan Bator. ¿Acaso los que tienes alrededor, por ser más cercanos, no merecen la misma deferencia por tu parte?

O cuando vas en el metro, camino de cualquier parte, en lugar de ver a los que te rodean, agarrados a la barra del techo, como el enemigo los vieses como si estuvieras en el metro de Moscú? Los moscovitas no serían “el enemigo” a pesar de ser unos tipos perfectamente iguales a los que te encuentras en tu trayecto cotidiano. 

Claro, cuando nos vamos de viaje las preocupaciones del día a día se quedan en un segundo plano, en un impasse que sólo recuperaremos al regreso. Es comprensible que nuestra predisposición al buenrrollismo esté un poco más aletargada.

Pero si fuésemos capaces de mantener, aunque fuese un poco, esa ilusión infantiloide que nos invade cuando viajamos, si fuese posible enfrentar cada día con un poco de eso que tanto nos llena cuando estamos viajando, ese afán por descubrir, por entablar conversación, con extasiarse hasta lo estúpido con cada nuevo paisaje… nuestra vida sería mucho más plena. Conservaríamos el entusiasmo de cada paso, de cada kilómetro. Los que nos rodean se sentirían maravillados por nuestra sonrisa permanente y nosotros viviríamos cada instante como si fuese el último que pasamos en el lugar en que estemos.

Prueba, si te atreves, a descubrir los detalles que se esconden en tu viaje diario por la vida. Atrévete a posar tu mirada de viajero sobre las cosas que ves con tu mirada de la cotidianidad.