Aquella mañana llevaba un rato deambulando por el barrio de Pahar  Ganj. Allí, en el centro de Delhi, me seguía sintiendo como un indio más, a pesar de toda la basura que me rodeaba, a pesar del calor y a pesar de mi escaso dominio de cualquiera de los más de 300 idiomas que se hablan en India. Nada de esto me importaba. Sentía la ciudad como mía, me sentía identificado con su organizado caos, con la amabilidad de sus habitantes, con la vorágine inherente a cualquier ciudad india. El olor penetrante de la basura y el curry, el sonido ensordecedor del tráfico, el aire contaminado… Todo lo sentía mío, todo tenía una extraña pátina de familiaridad que me engullía con la suavidad pestilente de una madre desnaturalizada.

Josín y el resto aún estaban en la barbería, disfrutando de un afeitado apurado y un masaje a juego. Nos habíamos aficionado al afeitado de barbero y los cinco habíamos descubierto los placeres del cuidado corporal que nos proporcionaban los indios. Yo, escarmentado del anterior masaje en Manali, prefería limitarme al afeitado y prescindir de más cuidados y afeites, que en el Norte me había resultado un tanto violentos. Así que, mientras ellos se dejaban hacer, yo no hacía nada. Si acaso fumar en la puerta del establecimiento e intentar disfrutar de aquellas últimas horas en el país. Mis pensamientos flotaban, inconexos, de los Himalayas al Rajastán, del Taj Majal al populoso distrito de Old Delhi, donde la vida comercial se organizaba por calles de imposible estrechez distribuidas en gremios.

El sabor áspero del bidi me quemaba la garganta. Me esforzaba en fumar aquellos cigarrillos envueltos en hoja de ébano pero me resultaban mucho más fuertes que la picadura a que estaba acostumbrado. El que estaba fumando me lo había dado el barbero para que probase en auténtico tabaco indio así que, por no hacerle un feo, castigaba un poco más mis pulmones.

Al otro lado de la calle, mientras yo me perdía en recuerdos frescos, un chico de unos doce o trece años me miraba con disimulo. Aún traía el uniforme del colegio, con su impecable camisa blanca y una corbata que le daba un aire de anciano adolescente. Al principio creí que estaba esperando a alguien, un transporte, un padre o una madre que lo llevarían a casa. Se subía en un ricksaw, se bajaba, remoloneaba entre los coches aparcados, daba una patada a una lata… No parecía estar interesado en nada concreto pero no me quitaba ojo. Cuando yo lo miraba, apartaba la vista y ambos nos esquivábamos como si sospecháramos el uno del otro.

Por fin, en un arranque de valentía intrépida, cruzó la calle y nos saludamos. Una sonrisa y una rápida presentación seguida de un apretón de manos, como hacen los hombres, como hacen dos desconocidos que se buscan porque se necesitan.

Fashar vivía en Delih y era un buen estudiante. Un tipo serio y educado, con camisa impecable y corbata, con gestos de caballero colmado de dignidad en medio de una de las ciudades más sucias del planeta. Apenas sonreía y nuestra conversación discurría como lo hacen las cosas trascendentales, con la seriedad grave en la que la banalidad no tiene cabida.

Fashar quiere ser médico porque desea curar las enfermedades de la gente. Y en su país hay muchas enfermedades para curar. Quizá la más difícil de erradicar sea la segregación heredada desde hace más de dos mil años. Quizá Fashar no consiga curar a la sociedad india de la peor enfermedad de todas, creer que el sistema de castas es una verdad absoluta. Pero Fashar quiere ser médico y curar a las personas. Lo afirmaba con una rotundidad delicada, de las que no ofrecen lugar a dudas.

Y Fashar, con sus ideas claras, con su absoluta convicción, con su deseo de ayudar a los demás, me dio la mayor lección que pude aprender en India. Me enterneció el alma y en lo más profundo de mi ser deseé que a Fashar le fuera bien en la vida. Que lograse terminar la carrera de medicina y un día no muy lejano, pudiese curar a las personas.

Nos miramos a los ojos y, deseándole mucha suerte en la vida, nos despedimos como se despiden los hombres, con un apretón de manos firme y sincero. Me quedé mirándolo mientras se perdía, con aire serio y circunspecto, al fondo de la calle.

“Adiós, Doctor Fashar, me alegro de que tenga toda la vida por delante”