Hace un par de días Juan me dijo que no podría venir a Eskimós. No se lo reprocho,.Conociéndolo sé que le duele no acudir a la cita pero deberes más altos le llaman.

Yo también tengo deberes más altos, cosas que hacer, tareas que cumplir, responsabilidades que atender y obligaciones de las que soy incapaz de responsabilizarme. La sensación de ser un completo desastre, en muchos aspectos de mi vida a causa de la obsesión malsana por la motocicleta, me asalta cada dos por tres y me siento culpable.

Buscando precisamente huir de ese sentimiento de culpa, decidí embarcarme en el viaje a Portugal, a pesar de la ciclogénesis explosiva y a pesar del viento que toda la noche estuvo ululando tras la ventana. La moto ya está preparada así que no es cuestión de quedarse en casa, arrastrando una nueva frustración, y maldiciendo por lo bajini cuando en unas horas llegue el buen tiempo.

Elena se queda preocupada con razón. Hace un día asqueroso para la moto. Han volcado tres camiones en la autovía y eso ya da una idea del temporal. Mierda! Tengo que salir de igual modo.

Y ahora estoy en la autovía A-6. Podría haber escogido la carretera nacional que tiene viaductos más pequeños y está menos afectada por el viento, pero tengo prisa por llegar a Serra da Estrela, por alejarme de este aire loco. Modesto me ha dicho que en Orense apenas sopla y eso está ciento y pico kilómetros más al sur. Enseguida navegaré en mares más calmos.

Después de Becerreá, antes de comenzar con las primeras rampas del ascenso a Pedrafita do Cebreiro, una ráfaga de viento casi me tira del viaducto. Miré el río Navia y pensé que, de morir sobre la moto, no sería del todo malo hacerlo sobre el río Navia, cerca de su nacimiento. Sería volver al punto de inicio. Me imaginé volando hacia el agua sin retorno. Billete de ida.

Ahora voy con miedo. Cada vez que entro en un viaducto pongo los cuatro intermitentes y bajo la velocidad a setenta u ochenta por hora. Arcén y culo apretado. Pienso en Orense como la tierra prometida, el lugar donde el viento cesa, la calma se impone y el rodar se convierte en una experiencia religiosa. Tiene que ser así. Modesto lo ha dicho.

Cuando llegue arriba, a Pedrafita, me saldré de la autovía. O eso o perezco de un susto. Un coche gris pasa a mi lado sobresaltándome. Además lo ha hecho en este enorme viaducto de tres carriles. No podía haberse separado un poco más? No ve que estoy ocupando todo el carril haciendo equilibrios? Grito mi frustración dentro del casco pero él no me oye.

La bajada ha sido bastante placentera. Todas estas curvas, el Castillo de Sarracín en Vega de Valcarce, los castaños… Es uno de esos valles cercanos por los que paso a menudo y que siempre me encandilan.

La provincia de Orense me recibió con temperatura alta y brisa suave pero sólo era un espejismo. En dirección a A Gudiña vuelvo a rodar con el culo apretado y deseando que se terminen los puentes y viaductos. Ni siquiera tengo arredros para dedicarle una mirada furtiva al Santuario de las Ermitas al fondo del valle.

Llueve.

Entro en Portugal por una frontera de cuarto o quinto orden, Barxa. Me suena de algo el nombre, creo que hubo un incendio gordo por aquí el año pasado o el anterior. Carretera bacheada, estrecha y con charcos. Me da la impresión de estar en el mismísimo culo del mundo aunque, en realidad, la autovía a Madrid no está muy lejos.

Foto: Luís Seixas

Foto: Luís Seixas

Castaños, prados, ganadería extensiva y nulo tráfico. En la frontera persisten las ruinas de un puesto de control cubierto de maleza. Eso en el lado de España. En Portugal, ni eso. Sin embargo me recibe una carreterita de impecable factura. Asfalto negro y líneas bien marcadas. Calculo que no tenga más de dos años. No puedo evitar pensar de dónde sacan el dinero para construir carreteras que apenas si llevan a alguna parte, pero no tardo en caer en la cuenta que esto es el Parque Natural de Montesinho y se supone que, en verano, tendrá bastantes visitas.

Ajusto el GPS en dirección a Macedo dos Cavaleiros. Error, por aquí no es. Miro el mapa y, después de preguntar, establezco una ruta. En el GPS marco Gouveias que está muy cerca de mi destino. Carretera nacional IP-2 y a seguir rodando.

Llueve mucho.

El GPS me indica que tengo que salir de la IP-2 para llegar a Gouveias. Será un atajo porque me suena que el año pasado no tuve que desviarme. Quizá haya marcado mal el destino.

Esto parece que se complica, no deja de llover y estoy circulando por carreteras infectas. Algo no cuadra. A tres killómetros de aquí está Gouveias y no hay ni rastro de Serra da Estrela ni nada que se le parezca. De nuevo acudo al mapa y veo que el nombre del lugar al que tenía que haberme dirigido es Gouveia, sin la «s». Estoy a unos cien kilómetros del destino.

A cien kilómetros estaría si al llegar a la autopista no me hubiese equivocado otra vez. Ahora tengo que salir por Belmonte, Manteigas y subir dando vueltas y vueltas hasta el Vale do Rossim.

Nieva.

Y hace frío. Llevo varias horas bajo la lluvia y tengo los pies helados. Adelanto a seis o siete motos subiendo. Se les ve con miedo. No estarán acostumbrados a la lluvia.

Estoy en Penhas Douradas. De nuevo he tomado el camino más largo a menos de cinco kilómetros de la llegada. Anochece y la carretera, casi una pista forestal, está cubierta de nieve. Soy perfectamente consciente de que estoy acojonado.

Montar la tienda bajo una intensa nevada es una experiencia nueva para mi. Estoy mojado, tengo frío y todo se está cubriendo de nieve. Una mierda.

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tienda

 (…)

Despierto muerto de frío. El saco y la manta no son suficientes. Me quedo instalado en un duermevela en el que, más que descansar, me deja sumido en el desasosiego. Acopio la cazadora sobre las piernas. Pienso que podría ponerme otro jersey pero me da miedo salir de debajo del saco.
En mitad de la noche la tienda de campaña sufre un terremoto y todo tiembla como si el puñetero fin del mundo estuviera a las puertas del campamento. Es Sesé que está sacudiendo la tienda de campaña para que no me quede sepultado. Seguro. Sólo puedo emitir un gruñido de aprobación y escucho su risa.

La mañana me sorprende tarde en la tienda de campaña. Sesé me ha traído una bolsa de agua caliente y ahora estoy enroscado en el saco, embobado mientras observo las volutas de vaho que se forman fuera de mi minúsculo ecosistema. La nariz se me congela.

Ahí fuera aún reinan la nieve y la niebla, acabo de verlo. Tendría que salir y disfrutar del paisaje y eso pero tengo tiempo. Creo que tendré tiempo suficiente como para hartarme de nieve.

Amanece

(…)

Sentado aquí, como un señor, en el restaurante de la orilla del lago voy olvidando, poco a poco, los rigores de la noche pasada. Conexión a internet, medio litro de vino. Sesé, María, Silvino y Joao están sentados a la misma mesa y todos reímos con las ocurrencias de Silvino. Es como un niño grande con apariencia salvaje y libre. Me recuerda mucho a alguien que conocí hace años y que tenía su mismo ímpetu. Extrovertido, salvaje y lleno de energía. Su mujer, Sesé, siempre está pendiente del resto del grupo. Que no falte nada, que todo el mundo esté cómodo. Creo que es un catalizador perfecto para Silvino.

Después de comer decidimos encender una hoguera.  Me afano en traer troncos, en abrirlos con el hacha, en acopiar madera de abedul, que es mucho mejor que la de pino para encender una hoguera. No tengo absolutamente ninguna fe en que toda esta leña mojada vaya a quemarse por lo menos, hasta el verano. Silvino no deja de moverse alrededor, aportando palos o partiendo leña con una energía de mil demonios. Yo ya me he cansado. Esto no va a ninguna parte.
Pensandolo bien parece que no se apaga. La leña se va secando y, poco a poco, esto va pareciéndose a una hoguera de verdad. El resto del campamento nos mira con envidia.

Hoguera

Ahora sí!. Es espectacular. Nuestra hoguera suscita miradas de admiración. Silvino sólo se jacta unos instante de mi falta de fe.

Toco la gaita.

Como cada año. Soy muy malo y no consigo que suene nada decente si no están Os Pampirolos para tapar mis errores. Pero me da igual. Me convenzo de que lo importante es la intención y sé que a muchos de los espectadores realmente les gusta. A mí también. Ya típico en Eskimós que las notas de la gaita suenan entre los árboles nevados como un atávico himno. Me gusta ser un peliculero. Es la esencia misma de la vida. Los ritos, la parafernalia, las marcas, la risa, la solemnidad más irreverente… Qué sería de mí sin todo eso?

gaitero entre la nieve

(…)

Espidifen. No es más que arginina con ibuprofeno, es decir, un brebaje mágico. Después de una noche de fiesta siempre me pregunto por qué soy incapaz de controlar ciertos impulsos. Soy, acaso, un alcohólico? Prefiero no contestar y sumo un nuevo miedo, una nueva frustración que, imagino, tampoco conseguirá atribularme.

Hace sol. Un sol radiante. Todo el mundo está sacando fotos, intentando arrancar las motos, sonriendo por asistir a este espectáculo hermoso. Muchos de ellos apenas ven la nieve en todo el año y este paisaje se les antoja paradisíaco. Yo estoy acostumbrado a verla pero, aún así, me siento afortunado de estar aquí. Se me ha olvidado el viento, la lluvia, el frío de estas dos noches…

Alma caliente, pilas cargadas, abrazos, besos, despedidas. Volvemos a casa.

Roberto