Su bigote se movía arriba y abajo escupiendo palabras a borbotones, como si una premura atávica lo estviera impulsando a hablar de forma constante. Yo no apartaba la vista de sus ojos, escuchando con distraída atención todo lo que me contaba, corroborando con la mirada la importancia de las historietas que me estaba relatando. Música alta, empujones, olor a sudores rancios y falta de oxígeno debido a un calor asfixiante.Pero antes de estar apostado frente a La Pulga, entre el barullo de las fiestas de San Fermín, escuchando la incontrolable verborrea de aquel hombre de mediana edad, ya había desmoronado los planes de viaje que me habían llevado hasta allí.

Mientras el resto de España boqueaba con la ola de calor correspondiente, en el Norte, ajeno como de costumbre a los devenires meteorológicos, teníamos el tiempo óptimo para salir en moto. Y un tiempo óptimo, llueva o nieve, es algo que no se puede desaprovechar así que, un sábado cualquiera en una carretera cualquiera, me disponía a viajar hasta Donostia para hacer dinero a espuertas. Quizá sea un poco exagerado esto del dinero a espuertas pero, mientras sonaba Kasabian dentro del casco, me imaginaba a mí mismo contando billetes a la par que desplegaba mi vena artística en la Playa de La Concha.
Hace tiempo me dediqué a “esto de la artesanía” tallando piedra en ferias y mercados. De la noche a la mañana las musas decidieron abandonarme, supongo que aburridas de verme hacer siempre lo mismo, y decidí dedicar mis horas de creatividad a tareas más mundanas como escribir un blog o cosas de parecida factura y nula retribución económica. Sin embargo, con esto de la crisis, me pareció buena idea retomar mi vena artística y qué mejor lugar para ello que una ciudad donde la actividad económica se mueve en rápidos en lugar de hacerlo por tranquilos meandros.
Cargué las maletas de piedras y con tan absurda carga me subí a la moto decidido a cubrir los setecientos y pico kilómetros que me separaban del dinero. No puede evitar pensar en la cara que pondría la policía si les daba por registrar mi equipaje o, al igual que cuando éste consistía en un saco de mierda, qué pasaría si tenía un accidente. Últimamente parece que tengo parada fija en el absurdo.
Aún no había recorrido doscientos kilómetros y ya me di cuenta de que la rueda trasera no iba a aguantar todo el viaje. Estas cosas ya ni me preocupan, es mi sino. He cambiado neumáticos en Génova, en Sevilla, en Tromsø, en Chaves y en lugares en los que ni me acuerdo, casi siempre por esa pequeña falta de previsión que de contínuo me asiste. Llamé a mi amigo Juanto en Castro Urdiales pero mis esperanzas de encontrar un taller abierto un sábado por la tarde eran nulas. Aún así podía cambiar mis planes de montar el puesto en Donosti y hacerlo en Castro, que también tiene su fujo de turistas bilbaínos y su buena dosis de euros.
No pasó nada de eso.
En el siguiente fotograma me encontré a las cinco de la mañana bailando reggaetón frente a las txosnas del puerto de Castro, levantado las manos, llegando bien arriba y con la rodilla flexionada a la altura del esternón, con un suag de difícil descripción. Creo recordar que unas chicas jóvenes me miraban pero no estoy seguro de si querían ligar o la imagen de un motero con tal ritmo les resultaba tan hipnótica que no podían apartar la vista. Pienso que ambas cosas.
El plan B, elaborado con primorosa exactitud entre baile y baile, también se vino abajo al despertarme con una tremenda resaca que me impedía realizar movimientos fluidos. No se por qué cuando me cambio de los vinos a las copas sin solución de continuidad me parece tan buena idea; al día siguiente caigo en la cuenta de que es un error que se repite con demasiada frecuencia. Y evitar la cena también.
De nuevo las musas me habían abandonado antes, incluso, de hacerme la visita de modo que tampoco pude hacer disfrutar a los viandantes con el primoroso arte de tallar piedras. A cambio, las deidades del tiempo atmosférico decidieron dejar al resto del país sumido en una tremenda ola de calor y a mi regalarme un día plomizo, de lluvia persistente y niebla en los altos del Puerto de Las Muñecas.
No es buena mezcla andar con las ruedas lisas y la carretera mojada así que, cargado con las piedras, la resaca y una cierta sensación de desamparo, salí en dirección a Pamplona por ver si mente y cuerpo se atemperaban con el asunto del Chupinazo y esas cosas típicas de los Sanfermines.
Pero cuando uno no anda fino es proclive a saltarse los desvíos así que cuando quise darme cuenta estaba subiendo el Puerto de Urkiola, trazando sus hermosas curvas sin demasiada convicción y deseando que el sol se asomara por entre las copas de las hayas y los abetos. El olor a humedad, a umbría y a acículas de pseudotsugas no conseguía animarme como tampoco lo había hecho la hamburguesa pastosa del McDonalds de Durango.
Pero Pamplona tiene su chupinazo, su almuerzo, su pléyade de borrachuzos impenitentes y su gran variedad de psicotropía así que, como quien no quiere la cosa, cuando quise darme cuenta, un señor de bigote me contaba las aventuras de un camarero de su pueblo, el que un día atendió a unos turistas con la chorra fuera porque no se había acordado de guardarla cuando fue a hacer pis.