Despertarse con una botella de Ballantines al lado de la cabecera resulta un tanto turbador. Mirar en derredor y comprobar que estás en una cueva… raro.

Despertar

Despertar

Hasta que pasaron unos segundos no conseguí hacerme una composición de lugar y explicarme por qué amanecía en una cueva de Ayna, en Albacete. El día anterior, Juan y yo habíamos decidido, siguiendo las indicaciones de unos parroquianos, dormir en una cueva a las afueras del pueblo. Parece ser que era un lugar seguro, caliente en invierno y fresco en verano. Por si esto fuera poco podíamos aparcar las motos a poca distancia. Vamos, una especie de olimpo en lo que a residencias se refiere.

Lo cierto es que el sitio no estaba mal pero, al ser público, tuvimos visita por la noche. Un hombre con pinta de borracho apareció resoplando a las tres o las cuatro de la mañana, agarrado a un tetrabrick de Don Simón y con una despreocupación envidiable. Si no hubiera sido por el “quién anda ahí?” que soltó Juan, creo que ni me hubiera enterado de que teníamos visita en casa. Encendí la linterna y enfoqué directamente un potente haz de luz a la cara del sujeto. Por su expresión no parecía muy peligroso así que, acerqué la botella de whisky a mi lado y seguí durmiendo.

Cuando desperté, mis compañeros de domicilio hacía rato que se habían levantado.

Después de recoger los bártulos volvimos al bar del pueblo y, sin saber muy bien cómo, aceptamos la invitación uno de los parroquianos de la noche anterior para visitar su bancal. (Para no desvelar la identidad de nuestro nuevo amigo y, a tenor de los hechos que se van a relatar, nos referiremos a él con el nombre ficticio de Justino)

Ver los bancales que se extendían a lo largo de la ribera del río me apetecía mucho porque desde media ladera daba la impresión de que iba a ser una visita bien productiva.

Los Hombres del Bancal.

Los Hombres del Bancal.

Después de visitar a los Hombres del Bancal de la película “Amanece que no es poco”, en especial a Garcinuño (que da igual que riegue que se le abone, le da por no brotar y no brota), hicimos parada en el bancal de Justino.

Se podría decir que su bancal tiene un orden especial, a medio camino entre la organización pulcra y el caos primigenio. Los huertos de Ayna están muy bien cuidados, al menos los que vimos al lado del río, aunque me imagino que no tendrá nada que ver con la pulcritud y el minimalismo de hace 30 o 40 años. Aún así bien merecen una visita.

Justino ya había hecho el fuego y se afanaba con una buena parrillada de careta de cerdo, tocino, chorizo, lomo y alguna que otra vianda más. Mientras se hacía la carne nos dimos a la cerveza y al vino de la bota que, inevitablemente, hizo que aflorase mi vena de payaso-artista; al momento las notas de la gaita inundaban aquel valle que tanto me recordaba a las gargantas del Dades.

Allí nos entregamos a la charla distendida, a comer alubias crudas con sal y a escuchar las cuitas de Justino, que no eran pocas. Hijo mediano en una familia de 17 hermanos, él había sido el único que se había quedado en el pueblo, aunque tenía mundo. Había estado trabajando en Madrid, en Galicia, en Inglaterra… En el brillo de sus ojos se veía que añoraba aquellos tiempos. Hablaba de un pasado que parecía lejanísimo, perdido en la España pacata y chusca de antes de la transición. Pero que va, Justino tenía 37 años, más joven que yo.

No tardará en venir “esa”, ya veréis.

Seguimos riéndonos, contando batallitas, tocando la gaita y escuchando los refranes picantes de Justino que, de vez en cuando, escudriñaba el sendero de la ladera de enfrente con su mirada.

Haciéndonos fuertes en los bancales

Haciéndonos fuertes en los bancales

El olor del tocino y el chorizo se mezclaba con el humo y el crepitar de las brasas. Todas las cosas parecía que se iban colocando en su sitio. El universo volvía a tener Orden y yo me encontraba en el lugar exacto que ese orden cósmico exigía.

Mira –dijo Justino- ahí llega mi perrete. No tardará en venir “la otra”.

Y no tardó. Nada más aparecer el perrete comenzamos a oír gritos al otro lado del río.

Si, tú toca el pito, toca el pito, que ya verás!

Perfecto, -pensé-, cuanta más gente, más diversión.

Pero, como siempre, mi exceso de optimismo volvia a hacerme ver lo que no era, cosa que tenía que haberme imaginado al ver la cara tensa de Justino. Ella apareció hecha una hidra, gritando improperios contra Justino que, por momentos, parecía empequeñecerse. Le dijo que era un borracho, como toda su familia, que siempre había sido un desgraciado, que se largara de casa inmediatamente y que no volviera jamás. Y que le diese todo el dinero. Ahí Justino anduvo ligero y se revolvió.

Anda yá! Que te voy a dar el dinero. Si ya me has echao de casa, qué más quieres?

Entonces ella subió un punto más el tono de sus reproches y los exabruptos se multiplicaron.

Juan y yo nos lanzábamos miradas huidizas. Nos había pillado la guerra en el territorio de uno de los bandos y, por mucho que proclamásemos nuestra imparcialidad en la contienda, uno de los dos ejércitos no se lo iba a creer. Nos mantuvimos en un silencio cobarde después de un tímido intento de poner paz. Creo que los dos deseábamos que Justino se librase de aquella arpía gorda vestida de chándal.

En un impasse ya cercano al armisticio, ella nos dedicó otra mirada de desprecio mientras justificaba el porqué de la disputa.

– Si es que este es malo pa él! –decía entre grandes aspavientos- Con los de fuera to mu bien pero en casa es un vago. Hale, tó pa los de fuera!

Y siguieron los reproches y los insultos mientras que Justino, que ya había dicho todo lo que podía decir, se mantenía cabizbajo lanzando, de vez en cuando, algún gesto despectivo que hacía mella en la contraria.

Me pregunté cuando terminaría aquello porque la confrontación ya hacía rato que estaba terminada: Justino se había quedado sin pareja y sin casa y ella sin precario sustento económico y sin Justino (que era bueno para los demás pero no para ella).

Así, en vista de que aquella batalla se había librado sin obtener botín, ella cogió al perrete en su regazo, dio media vuelta enérgica y se fue por donde había venido mientras Justino miraba al perrete que se alejaba sonriente arrebujado entre las dos enormes tetas.

Más lo siento por el perro, -dijo apesadumbrado- que me quería más a mí que a nadie.

Masticamos en silencio mientras Justino nos ponía al día en asuntos domésticos. Al final concluyó con un “Sí, es verdad que bebo, pero no me meto con Nadie”.

Cuando me subí en la moto eran las once de la mañana, estaba medio pedo y ya habíamos vivido la primera aventura del día.

El valle de los hechos

El valle de los hechos