Desconozco si hay o no motos a las que la mala suerte les persiga, independientemente de su dueño, pero creo que, de haberlas, yo tuve una de esas.
Me compré la Suzuki Intruder 1400 en el año 94, creo recordar. Era una moto que ya conocía porque pertenecía a un conocido que venía de vez en cuando al pueblo en su flamante Suzuki, perlada de cromo y acero. Me deslumbró desde el primer momento en que la vi.
Años más tarde el dueño tuvo un accidente gordo con ella; mientras circulaba por Ribadeo, mirándose vanidoso en los escaparates, no vio el R-12 que estaba aparcado en doble fila y su defensa, de hierro y prominente, a la antigua usanza, a punto estuvo de arrancarle la pierna. Después de varias semanas de hospital y meses de reparación me vendió la moto por una considerable suma, que pagué gustosamente porque “La Bestia” me había encandilado. Creo que, al igual que Carrie, tenía algo de diabólico que me atraía.
Con ella bajé a Marbella y circulé como un niño con zapatos nuevos hasta el mes de junio del 95 en que una boda, la mía para ser exactos, me brindó la oportunidad de realizar un anhelado sueño: dar la vuelta a España en moto con la que ya era mi esposa.
Al día siguiente de la boda, además de cumplir 26 años, me estaba encaminando en moto y con Elena, la chica con los ojos más hermosos del planeta, a la luna de miel más increíble que nunca me pudiera imaginar. No solo por el placer de rodar con mi chica, que lo era todo para mi, sino porque además, íbamos en moto. Cabía mayor placer?
La primera noche la pasamos en un hotel de A Coruña y la segunda en Portonovo, en las Rías Baixas. La idea era quedarnos unos días por aquí, antes de continuar ruta hacia el sur.
Pero un vehículo de alquiler, conducido por un madrileño confuso, nos envió al suelo cuando tomaba un desvío y posteriormente a Elena al hospital Santa Rita de Pontevedra, donde trascurrieron los días posteriores de nuestra luna de miel. Yo, que reboto contra el suelo y me incorporo antes de que la moto deje de arrastrarse, no tuve daños y me alojé en una mugrienta pensión cercana al hospital, donde, mientras contaba chinches y cucarachas, rumiaba en silencio mi sentimiento de culpa. Mi amada en el hospital con contusión grave en el nervio ciático, con la incertidumbre de una operación, en un hospital privado que no me ofrecía la más mínima confianza. La moto rota, enviada a origen en grúa y yo, indemne, pero con la moral por los suelos.


Sanxenxo, después del incidente

Después del episodio de Sanxenxo, tuve otro percance similar en Navia, (Asturias), donde una chica con poca pericia al volante irrumpió en la carretera general desde un camino sin que yo tuviera tiempo ni para decir “Ay!”. Impacté con la moto contra un costado de su coche y salté por encima como un obús. Al aterrizar, al otro lado del vehículo, un trailer enorme que bajaba comenzó a frenar con estruendo mientras hacía sonar su potente bocina y yo, que no sabía muy bien lo que había pasado, intentaba ponerme en pie mientras el asfalto no se detenía bajo mi cuerpo. Cuando la inercia fue cesando me levanté todo lo ágil que pude, ya cerca de una de las ruedas delanteras del camión y salí de estampida hacia el arcén. Unos segundos, para mí, eternos.
Después de aquello, indemne, al menos físicamente, decidí vender la moto, pues estaba para desguace y ya comenzaba a sospechar que aparte de sus problemas de frenado y la tendencia a caerse al interior de la curva, había algo más. Un algo inquietante que no inspiraba confianza. Me la compró un amigo de un amigo, que la customizó hasta la médula, según me han contado porque nunca llegué a verla.
Al poco tiempo de repararla, una noche de agosto también camino de Navia, como a un kilómetro del lugar de mi incidente, otra chica despistada tomó un desvío sin ver que, de frente se acercaban dos Harley y una Suzuki customizada. El joven al que yo le vendí la moto tuvo suerte y solo pasó dos semanas en silla de ruedas. Mi amigo Raúl, que viajaba en una de las Harley nos dejó para siempre en aquel cruce. A veces aún sueño que está vivo y me despierto llorando.