Herramientas caseras e insólitas usadas una sola vez”. Esto estaba leyendo hoy en el blog de Topalante cuando me vinieron a la cabeza recuerdos infanto-juveniles. Se agolpaban, surgían a borbotones y me transportaban al taller de mi padre. A las herramientas creadas para la ocasión y que, en efecto, se usaban sólo una vez. Luego se quedaban almacenadas en cualquier rincón oscuro, acumulando polvo y óxido, olvidadas, perdidas. Y cuando su presencia volvía a ser  necesaria no aparecían. Daba igual, se volvía a fabricar otra.

Yo siempre fui un inútil en el taller pero, al menos, aprendí a fabricar una llave para apretar los radios de la bici. Y aprendí a guardarla en un rincón oscuro donde acumulaba polvo y óxido y cuando volvía a necesitarla no aparecía. Y tenía que fabricarme otra. No me importaba. En ocasiones no sabía si era más gratificante construir la herramienta o reparar la bicicleta.

También aprendí a reparar el embrague de mi “car”. Sí. Con cinco o seis años tenía un kart que me habían construido mi padre y mi tío Oscar, con el motor de una Vespa 150 y tres marchas. Lo usaba por el pueblo sin control parental y, en primavera, iba a la escuela conduciendo, en tiempos en los que ni siquiera el maestro disponía de coche propio. Es curioso, en esto no había reparado hasta ahora. Don Miguel tenía un “Dos Caballos”, jorobado como él, pero la mayoría no tenían coche. Yo sí. Ya tenía siete u ocho años. Colocaba la cartera entre las piernas, pisaba el embrague, metía primera y… a la escuela.

Mi vehículo infantil

Mi vehículo infantil

Para mí, el taller tenía nombre propio. Era El Taller. Un sitio mágico en el que cualquier cosa insólita tenía cabida. Había un águila muerta. Disecada no, muerta y reseca. Colgaba del techo por encima del altillo. Si no te fijabas bien no podías verla porque estaba en uno de esos rincones donde se inventó la penumbra. Y había un criadero de perdices, con su incubadora y su pestilencia de pienso y excremento. Y un montón de chatarra donde podías pasar la tarde con tus amigos a la caza de los tesoros más inverosímiles. Como cuando encontramos la escopeta de balines. No funcionaba pero daba igual. Era el símbolo del poder. Parecíamos los protagonistas de El Señor de las Moscas. Unos salvajes. Niños salvajes entre chapas cortantes y llenas de óxido. Libres.

También había varios motores de Ducati. El último de ellos se perdió hace dos años. Le había echado el ojo pero llegué tarde; no pensé que fuese a terminar en el punto limpio. Era de 175 cc. y se merecía un final menos deshonroso. Aún siento cierto remordimiento por no haberlo recogido, aunque probablemente hubiese terminado en eBay.

Y la Lambretta. Qué enorme me parecía. Mucho más hermosa que las Vespas, con aquellos cófanos gigantes y el reposapies que se alargaba hasta casi tocar la matrícula.

Tenía yo, por aquel entonces, cierta pasión por los motores, aunque no supiese muy bien cómo funcionaban. Mi obsesión era desarmar, abrir, quitar tornillos y ver las tripas. Luego ya todo perdía su magia y me olvidaba del asunto. Mi padre odiaba esas costumbres mías y me reprochaba el que sólo supiera desarmar y no volviese a montar los motores. Pero coño!, cómo iba a montar los motores si no tenía ni idea! Además, perdían la magia en cuanto los desmontabas y necesitaba pasar a otra cosa de inmediato. Casi como ahora.

Y allí, con diez o doce años, aprendí a soldar, a manejar la radial, el taladro, el esmeril, la tronzadora de perfiles, que era un coñazo y me daba miedo, la curvadora… No había nada vedado después de cinco minutos de aprendizaje. La forja, la prensa, la sierra de calar, el compresor… Creo que lo único prohibido era la radio. Cambiar de emisora estaba totalmente prohibido aunque, la verdad, dudo que se escuchase algo más que Radio Nacional. La pasión que sentía mi padre por Aberasturi debe de ser directamente proporcional a la manía que le tengo yo ahora.

Pero el momento sublime era cuando estaba solo en El Taller. Entonces era el dueño y señor de TODO. Menos de Perico, el cuervo, que se empeñaba en recordarme que su reino se extendía, también, bajo las cerchas de madera. Me tenía manía porque sentía celos. Y yo me defendía a escobazos, avergonzado de perder mi honor ante un cuervo. ¿Cómo iba a enfrentarme a La Vida si aún antes de estrenarla era vencido por un cuervo?

Dejé de ir por el taller cuando salí a estudiar y a librar batallas. Y volví, con más coraje que nunca, cuando cerró. Cuando lo vaciamos, mi padre dejaba atrás una etapa en su vida pero una parte de su alma se quedaba aprisionada en la puerta, como cuando te pillas los dedos. Intentaba disimular su dolor pero al final tuvo que irse, escondiendo sus lágrimas y dejando la dirección de la mudanza en mis manos.

Y toda esta sucesión de recuerdos estaban agazapados ahí, esperando a que alguien me hablase de “herramientas caseras e insólitas, usadas una sola vez