Esta mañana salí de Oviedo con todos los ingredientes para tener una ruta en moto perfecta. La temperatura rondaba los 22 o 23 grados y la ciudad, vacía en un domingo veraniego, parecía languidecer con una calma cercana a la santidad. La brisa fresca de las calles desiertas, el tráfico calmo y escaso, y las campanas de la Catedral llamando al recogimiento cristiano antes del vermouth. Beatos sí, pero con concesiones al pecadillo venial.

La moto lleva unos días, perfecta. La cadena bien engrasada, el aceite en su nivel y todo el sistema de amortiguación nuevo del trinque. Ataviado con mi chupicuero de hace 25 años y los pantalones Ugly Bros., parecía un figurín recién extraído de Mad Max. Además, iba revestido de elegancia interior con la camiseta de Viajo en Moto. Ni siquiera haciendo un esfuerzo podía sentirme humilde por lo sublime. Pero algo no encajaba.

Negociar curvas deliciosas por la carretera de Teverga no hacía que me sintiera mejor. Algo estaba fallando y no conseguía identificar la causa. No era algo físico, desde luego; al pastel no le faltaba ni una sola guinda. Yo, que soy de naturaleza optimista y accesible a la felicidad cuando estoy sobre la moto, andaba esta mañana medio perdido, pensando en nubarrones grises cuando lo único que tenía sobre mi cabeza era un cielo límpido y de un azul insultante. Los pensamientos pasaban fugaces y feos sin remedio. La nostalgia volvía a invadirme y mi otro yo, ese que siempre me toca la moral convenciéndome de que cualquier tiempo pasado fue mejor, no cejaba en su empeño de llevarme hacia una deriva triste y deprimente. ¿Qué coño estaba pasando? Intentaba convencerme a mi mismo de lo afortunado que soy: tengo una familia que me quiere, buenos amigos que me aprecian y un trabajo estable y agradable. Entonces, ¿Qué estaba fallando?

Las zonas de sombra, entre los castaños, me recibían como una madre amorosa acoge a un hijo en su seno, el asfalto estaba impecable y con una adherencia óptima y yo, gestionaba cada curva con toda la maestría de que soy capaz. Cada tumbada era una danza etérea y cada vez que el motor subía de vueltas sonaba a música de la buena.

En Teverga, dudando ya si tendría que deshacerme de la moto y buscar algo que llenase de verdad mi vacío, conecté la música. Escogí la playlist “Música para carreteras de montaña con jirones de niebla que se desgajan, perezosos, por las laderas”, a pesar de que la ausencia de niebla era total. Y el mundo interior comenzó a transformarse. Fleet Foxes parecía querer decirme algo y me mostré atento, pero no acabé de pillar el mensaje. Sin embargo cuando sonó Mañana, del grupo sevillano Las Buenas Noches, Rubén Alonso me lo dejó muy claro “hoy ya es mañana”, “hoy es el día que amanece cien veces al día”. De repente se borraron las referencias enfermizas a un pasado tan lejano que parece que nunca ocurrió, me vi envuelto en un presente tangible, tan cercano que, por un momento, el pasado y el futuro se fundieron en una absoluta nada. Volví a la moto, volví al presente más descarnado para ser consciente de mí mismo y de cada instante. No sentía la necesidad de disfrutar de lo que estaba haciendo, ni de tener ninguna sensación en particular cuando acudieron todas en tropel. Y me fundí, una vez más, con la moto y con la carretera, con el paisaje, con cada árbol que arrojaba su sombra a mi paso, con cada roca que refractaba el calor con indolencia. Ahí estaba yo, en un presente que lo ocupaba todo, en un estado de gracia en el que no existían ni futuro ni pasado.

Ascendí el puerto de San Lorenzo despacio, dejándome impregnar de los olores y del frescor, ¿qué más podía hacer? Impermanencia y pemanencia en la nada, suspendido en una solución extraña que hacía tiempo que no saboreaba. Mente serena y quietud en movimiento.

Y así anduve toda la tarde, parándome aquí y allá, tomando cafés y escuchándome decir, absolutamente convencido, que todo estaba bien, que todo está donde tiene que estar porque en este presente tan vívido, no hay otra realidad posible.

Cerca de casa, bajando el Puerto del Palo, desde donde puede verse media inmensidad y la mitad del infinito, no pude reprimirme y me puse de pie en la moto. Solté las manos y abrí los brazos hasta que me dolían las axilas. Y me llené. No sabría decir de qué, pero me llené. El mundo entero penetró en mí mientras aspiraba el olor a polen de castaño y una extraña plenitud me engrandecía conforme me hacía pequeño.

Allá lejos, al fondo, una capa de niebla cubría las montañas cercanas a la costa y ocultaba la Sierra de La Bobia. La realidad se adaptaba a mi playlist.

Puerto San Lorenzo