Vuelve a llover. Recuerdo que antes esto me emocionaba y me hacía feliz. Escuchar el repiqueteo de las gotas en el tejado me reconfortaba. También el viento ululando en el fresno del huerto. Me arrebujaba bajo las mantas y me sentía protegido, afortunado de disfrutar de un refugio recoleto y confortable mientras en el exterior arreciaba el temporal.

Y en el monte. El olor de la tierra mojada y los líquenes de los robles goteando como barbas enormes y blancas. La niebla que desciende por las laderas, despacio, hecha jirones, acariciando los castaños y deshaciéndose luego, por arte de magia.

Y en la moto. La lluvia golpeando la pantalla del casco con violencia y volando luego detrás de mi para volver a tierra. En ocasiones me entretengo pensando si alguna vez la misma gota de agua me puede golpear dos veces. Y si le dedico mucho tiempo  a este pensamiento siempre llego a la conclusión de que todas las gotas de agua son la misma. No me pidas que te lo explique, para eso tendría que estar llevando la moto bajo un chaparrón.

La lluvia es la vida, es el aroma a pureza, es la bendición del cielo.

Eso es lo que solía pensar.

Ahora, después de seis meses de lluvia ininterrumpida la lluvia comienza a tornarse un pelín molesta.